Se ha convertido en lugar común hablar de la serie de televisión danesa Borgen para ejemplificar la necesidad del pacto y la negociación en parlamentos fragmentados, como el surgido tras las últimas elecciones. Y su personaje central, la moderada Birgitt Nyborg, surge como supuesto epítome de sus virtudes. Pero, 400 años después, algo sigue oliendo a podrido en esa Dinamarca idealizada.
Porque Borgen es (en resumen y avisando del riesgo de spoilers a partir de ahora) la crónica de la degradación moral de su protagonista y del sistema al que sirve. A lo largo de tres temporadas, asistiremos al ascenso, caída y agonía de una candidata de centro con escaso apoyo popular, que consigue auparse a la presidencia tras filtrar información sensible sobre sus rivales.
Birgitt irá perdiendo compañeros de viaje y deshaciéndose sin reparos de socios y enemigos con los medios de comunicación como testigos ocasionalmente cómplices. Disfrutará privilegios, conjugará en neolengua lemas que maquillan recortes sociales y chantajeará a líderes locales y extranjeros. Para que no falte de nada, aprovechará las puertas giratorias que se le ofrecen, se resistirá a ser un jarrón chino en su partido y se rodeará de tránsfugas para regresar al poder. Sin importarle pactar con derecha o izquierda. Sin más programa que la conveniencia ni más militancia que una camarilla sumisa. ¿Les suena de algo?
Capacidad camaleónica y olfato para sobrevivir a la irrelevancia representativa no le faltan a la protagonista, pero queda lejos de ser un ejemplo a seguir. Porque corremos el riesgo de confundir las virtudes del pacto y la admiración por esa finezza que tanto echaba en falta Andreotti en España con el maquiavelismo de mesa camilla y el reparto de cuotas de poder.
En estos días se ridiculizan algunos ejercicios de consulta a la militancia a la hora de tomar decisiones. En cambio, esos mismos críticos no alcanzan a ver que la extravagancia reside en seguir convocando escenas de sofá entre líderes y cónclaves reservados a los cuadros del partido para enfangarse en debates de familia que las bases resolverían sin pestañear.
Cuando se usa el termino “vieja política” se hace referencia precisamente a esa ceguera que impide entender la urgencia de abrir procesos transparentes de participación en la toma de decisiones. Mecanismos abiertos que preserven los principios y programas de los partidos pero que, al tiempo, respeten el mandato de sus militantes y electores. Aunque esa apuesta sea menos cool que la astucia elitista de Birgitt.