viernes. 26.04.2024

Mientras agonizo (o Europa habla)

Como si de la maestra mortecina de la novela de Faulkner se tratara, Europa murmura desde su túmulo...

Como si de la maestra mortecina de la novela de Faulkner Addie Bundren se tratara, Europa murmura desde su túmulo. No se oye bien, pero parece que dice: me siento débil, extenuada, arrasada, incapacitada, y sólo recibo las lúgubres señales que un umbrío paisaje me trasmite. Desde mi aposento, limitada por la estupefacción que me produce la turbiedad que la mediocridad imprime a todas las cosas y el deslumbramiento que produce la aceptación de que la muerte está próxima, ya sólo me queda compadecer a quienes ni siquiera pueden descifrar el enigma que se esconde en la inmundicia que se ha instalado en las experiencias de mis queridos europeos. La mentira, la insidia, la denuncia, la ignorancia, la arrogancia y la superstición bailan delante de mí, tan ufanas como cuando las descubrí y desterré en mis primeros años de vida después del colapso guerrero.

Han vuelto, alguien ha derramado sangre de inocentes y sortilegios abradacantes sobre las cenizas semienterradas de los jinetes del Apocalipsis del siglo XX, devolviéndoles así a la vida, la vida zombie y tarumba que tanto sirve para justificar genocidios y persecuciones sin fin, como para ajusticiar sin fin alguno a todo ser discordante. Pero aquí están de nuevo acompañándonos en este último tránsito de la Europa que quiso pero no pudo o no supo.

El poder político y su entramado institucional que debía armarse de razón y de pasión para llevar a Europa a un estadio de civilización desconocido en la historia, se ha convertido en una máquina de engrasar todo chirrío producido por la barbarie de la injusticia, el atropello de los débiles y la imposición arbitraria. Cometed ultraje, pero que quede disimulado por la aclaración legal.

El vigor económico que debía haber devuelto a los hombres y a las mujeres, a sus necesidades y sus aspiraciones al centro de todo empeño productivo, ha convertido a Europa en un apéndice marginal de la trituradora de ilusiones y sueños que son los mercados financieros. Europa, bañada por los mares (al norte y sur) de la riqueza, la astucia, el conocimiento y la cultura, se ha convertido en una  laguna que espera que las inversiones golondrina y los fondos buitres aniden, aunque sea de manera estacional, en su deambular de uno a otro confín.

Yo, Europa, que acuné a jóvenes resueltos que, como Alejandro el grande o Rimbaud cambiaron el sentido del mundo y de la vida a través de sus hazañas militares y de la poesía, contemplo ahora como la sangre renovadora se agosta entre empleos enanos y estériles y han de habitar estercoleros okupados, jóvenes que se desprenden del valor más importante para si y para su sociedad: la pasión por vivir, la emoción por crear un mundo a su imagen.

Desde mi lecho agonizante observo como los faldones púrpuras de toda clase de beatos y las sotanas concupiscentes emiten el hedor de la revancha, a la búsqueda del tiempo perdido y animados por el éxito de confesiones venidas de fuera de mí. El fanatismo islamista y el retrógrado evangelismo se han convertido en el referente religioso favorito, por más que un transitorio papa trate de persuadirnos de otra cosa.

Mi hija querida, la administración de los intereses, los derechos y las obligaciones de los europeos, mi hija favorita que erradicaría el favoritismo plutócrata, no sólo no cumple las expectativas que en ella puse, al contrario se ha convertido con el paso del tiempo en una nueva inquisición, esta vez la inquisición del rendimiento de los bonos a cinco o diez años. Desde mi aposento contemplo cómo, coqueta, descarada y descarriada, se aleja de los europeos de carne y hueso y mancilla su nombre con los europeos virtuales que cotizan en bolsa.

Yo, Europa, que atraje a toda clase de persona que buscase la libertad, el bienestar y la justicia a cambio de participar activamente en mi desarrollo, me veo en este triste momento teniendo que aceptar que los hombres (y aún menos las mujeres) no son iguales, que ser europeo es una marca distintiva que sólo se adquiere con dinero, no con equidad, no con dignidad, no con solidaridad. Un millón de euros, conseguido vendiendo armas, drogas, mujeres o preferentes, convierten a cualquier cafre en ciudadano preeminente.

Creo que esta descomposición ha acelerado mi vejez y me ha retirado hasta este catafalco desde el que ya no puedo si no estar de acuerdo con John Cage: El viejo es aún más estúpido que débil.

Mientras agonizo (o Europa habla)