domingo. 28.04.2024
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La táctica de omitir información para que, sin decir mentira, los receptores resulten burlados, era admitida por la Iglesia y la doctrina cristiana. Callar parte de la verdad tenía un nombre, restricción mental, que distinguía y separaba ese fenómeno del puro y simple embuste. La máxima luminaria de la Filosofía y la Teología cristianas, el mismísimo Tomás de Aquino, amparaba en la Summa Theologiae ese escamoteo si era por un bien superior. Más aún, anima a «enmascarar ingeniosamente la verdad». Rizando el rizo, sostiene que «aunque todo el que miente quiere ocultar la verdad, no todo el que oculta la verdad miente». Eso sí que es cortar un pelo en cuatro en el aire. A fin de cuentas, «se puede, no obstante, ocultar prudentemente la verdad con cierto disimulo». 

Antes y después del Aquinate, otros ideólogos elaboraron reflexiones similares. «Una sorprendente cantidad de teóricos de la moral» han estimado que «las mentiras nunca son justificables (aunque puedan perdonarse), mientras que otras formas de discurso engañoso sí pueden serlo» (Williams Verdad y Veracidad). Seguramente, la tradición cristiana de no valorar como mentira la omisión de datos esenciales no es ajena a la amplia difusión que esta práctica mantiene en medios de comunicación o declaraciones de políticos, expertos y tertulianos de todo pelaje. Incluso en un país en el que la insidia, la injuria, el insulto y la calumnia están a la orden del día, el fraude de mayor rendimiento es mutilar la verdad quitándole lo que permitiría una comprensión certera. Pese a que siempre ha formado parte de la tradición en estos lares, donde «de diez cabezas una piensa y nueve embisten» (Machado Proverbios y cantares), su producción se ha disparado a partir de la aparición del movimiento 15M.

Callar parte de la verdad tenía un nombre, ‘restricción mental’, que distinguía y separaba ese fenómeno del puro y simple embuste

Los humanos han elevado la hipocresía a la cumbre del virtuosismo y la sofisticación. Las convicciones políticas o morales, la amistad o el amor, todo es susceptible de simulación. Furibundos fustigadores públicos de la corrupción resultan haberse vendido al mejor postor durante decenios. Defensores a ultranza de las bondades de la familia tradicional ejercen asiduamente la tortura psicológica y la violencia sobre su mujer y sus hijos. Telepredicadores que ven las sulfurosas llamas del infierno en el menor atisbo de adulterio lo viven en la intimidad con todo desparpajo y sin aire acondicionado. Y por si no basta con la palabra, se miente con pruebas documentales. Con un rostro de hormigón armado, para certificar estudios no cursados se exhibe un acta más fraudulenta que la Donación de Constantino. Gacetilleros obsesionados con sus enemigos políticos, no se sabe si por cuenta propia o por agradar a su capo o padrino, se inventan los más peregrinos papeles y siguen blandiéndolos en las tertulias meses después de que los jueces los hayan declarado falsos. 

Y todo esto no acarrea consecuencia alguna, ni siquiera una reprobación pública, una censura moral social. Que continuamente se perpetren los más brutales atentados a la verdad y la honestidad ya ni molesta. La mentira más descarada ha adquirido carta de naturaleza como arma admitida, del ámbito político o informativo a las actividades cotidianas. Se escala a base de zalamería y peloteo, o calumniando a potenciales rivales. De tiempo inmemorial data aquello de que «en el amor y en la guerra, todo está permitido». Esta aserción, que amén de falaz es una monstruosidad moral, se extiende ahora a cualquier faceta de la vida. Todo está permitido en todo, siempre y cuando suponga provecho. La manipulación de los hechos, la tergiversación de la realidad está tan arraigada en la sociedad que quienes la practican se sienten, cual pícaros, orgullosos de su arte.

La tradición cristiana de no valorar como mentira la omisión de datos esenciales no es ajena a la amplia difusión que esta práctica mantiene en medios de comunicación

Veamos un caso concreto en el que uno de los periódicos más importantes del país atropella la verdad con alevosía mediante un montaje increíblemente burdo. No contento con ello, su responsable va a asumir como tinte de gloria este acto ilegítimo e inmoral. No solo vivimos tiempos de posverdad, sino de posvergüenza. En el libro de Alex Grijelmo La información del silencio aparecen, reproducidas codo con codo, un par de fotografías. Si una imagen vale más que mil palabras, dos pueden valer más que dos mil, sobre todo cuando una explica la otra, y lo que es más, la desenmascara. El 27 de agosto de 2011, El Mundo publicó una instantánea que mostraba en primer plano una pancarta donde se leía ETA, y tras ella manifestantes e ikurriñas. El pie de foto rezaba «Los abertzales toman Bilbao». Una panorámica difundida en distintos medios abarca la pancarta entera, cuyo texto dice «Inposaketarik ez!» [i]. La redacción escogió un extracto, omitiendo la reivindicación y aislando tres letras que, casualmente, coinciden con las siglas ETA. Sin necesidad de mentir, se adulteraba la realidad al asociar esa protesta con el terrorismo. Desde cualquier punto de vista serio, es un fraude. 

Pero lo más inaudito estaba por llegar. Tras las críticas a ese modo de informar, uno de los gurús mediáticos de la Transición, a la sazón director del diario, emitió un comunicado. En la mejor tradición española de sostenella y no enmendalla, afirma: «Preguntas si la foto refleja la visión de El Mundo de la realidad y no la realidad misma. Claro que sí, porque la realidad no existe sino a través de la mirada de los demás […] la información siempre es representación […] quienes compran El Mundo quieren que esa interpretación corra a cargo del periódico». Y para rematar la faena, termina puntualizando que «la foto es de Pulitzer». 

La manipulación de los hechos, la tergiversación de la realidad está tan arraigada en la sociedad que quienes la practican se sienten, cual pícaros, orgullosos de su arte

¡Ahí queda eso! Un gran pope de la prensa nacional pretende justificar que se presente la propaganda como información, sin tener la mínima cortesía de usar algún eufemismo como contenido patrocinado. Lo más grave es que trae a colación, en defensa de esa manipulación, nada menos que la libertad de expresión. Desde luego, cada cual está facultado para valorar una cuestión, entenderla a su manera o glosarla en función de sus intereses o los de quienes le pagan. Sabemos que no hay hechos, solo interpretaciones, y que somos los intérpretes de las interpretaciones. Pero juicio y comentario deben anunciarse como tales, no como noticias. Informar conlleva el derecho del periodista a operar sin trabas; también el de los lectores a un relato fiel y objetivo. En este caso y en tantos otros, se han distorsionado, enmascarado, invertido o anulado los sucesos para convertirlos en un arma ideológica.

Este asunto, aparentemente menor, es un indicio del modo en que la información se desliza hacia el abismo de la iniquidad. Ahora prima la deformación y, lo que es decisivo, hace mucho más ruido, aunque sus nueces sean pocas. Tertulianos y predicadores practican con asiduidad el insulto y la calumnia contra cualquiera que resulte incómodo. Vuelan acusaciones de vendepatriascriminales y comeniños. Amparados en una libertad que, curiosamente, no protege a quienes cuestionan ciertas instituciones, conductas o personajes, esgrimen denuncias falsas, pruebas a medida y sentencias inexistentes. Esos impostores, comunicadores indignos al servicio de los mandamases, de las palabras libertad de expresión solo entienden la del medio. En sus intervenciones, la decencia es sometida a un paseo de la vergüenza en el que caen sobre ella lodos e inmundicias. Sirven a un público entregado, forofo de la intimidación y las amenazas. Hay colectivos que piden, hasta exigen que se les den ideas cocinadas y no datos en bruto, ya que necesitan que se les diga a quién amar y a quién odiar, qué pensar, qué creer y, sobre todo, qué gritar, qué vociferar. Contraviniendo a Rilke, muchos solamente se sienten a gusto en el mundo interpretado. 

Esos creadores de opinión –figura que ya es un programa– no son tontos. Saben que, en los conciliábulos de jubilados, en las reuniones de cuñados en la barra del bar o en los corrillos de los mercados donde se estila el «yo no entiendo, pero…», va a quedar la convicción de que una pancarta con las siglas de ETA aparecía en una manifestación de apoyo a la banda terrorista. «¡Ahí va!... ¡Y el gobierno –socialista, por supuesto– sin hacer nada!... ¡Están rompiendo España!», y demás aspavientos acalorados. Todo a un mes de las elecciones generales, como quien no quiere la cosa. 

El lamentable espectáculo de muchedumbres que siguen ciegamente a prestidigitadores del discurso, escapistas del sentido, predicadores de una irrealidad paralela

Lo cierto es que estos informadores no están engañando a cándidos lectores, sino que suministran carnaza a odiadores vocacionales, un ejército de zombis siempre en vigilia. En El gay saber, dice Nietzsche que el ateniense iba al teatro «para oír hablar bien». Muchos españoles no encienden la radio o la tele para oír hablar bien –o en ese caso, van listos–. Conjeturar que son inocentes víctimas de manipuladores sin escrúpulos es un error de bulto. Que su sujeción y servidumbre, su neurótico afán de dependencia, tenga causas psicológicas, sociales o históricas no implica que sean recuperables. Si las ideologías dominantes son las elaboradas y secretadas por las élites, por los de arriba, si su hegemonía sobre las mentes es indiscutible, eso no les cae del cielo. «El hombre es por naturaleza un animal ideológico» (Althuser Posiciones). Precisa argumentos y significados para dar coherencia a su existencia. Aquellos que no alcanzan a procurárselos por sí mismos los buscan prefabricados.

Contemplamos día tras día el lamentable espectáculo de muchedumbres que siguen ciegamente a prestidigitadores del discurso, escapistas del sentido, predicadores de una irrealidad paralela. Para una porción no desdeñable del cuerpo cívico, no es que el raciocinio se quede en la sombra, son ellos los que lo han puesto a la sombra. Su miedo a ser libres los lleva a guardar a buen recaudo todo lo que huela a reflexión autónoma. La afirmación de Sartre «Estoy condenado a ser libre» (El ser y la nada) les suena a la más penosa de las prisiones, y optan por ahorrársela. Siguiendo a sus delirantes y megalómanos gurús, evitan cualquier tentación de libre albedrío, no vaya a ser que la razón les robe el alma. Alimentando rencor, vileza y envidia con grotescas deformaciones de la realidad, sosteniendo durante años como verdades hechos fehacientemente falsos, pasan por la vida vomitando veneno. Son cumplidos ejemplares de mala persona, de esa «capaz de insanos vicios y crímenes bestiales / que bajo el pardo sayo esconde un alma fea / esclava de los siete pecados capitales» (Machado Por tierras de España). Trabajan a tiempo completo de heraldos del camelo, la fealdad y la muerte, son en suma «mala gente que camina / y va apestando la tierra…» (Machado He andado muchos caminos). 


[i] ¡Imposiciones no!

Prestidigitadores