domingo. 28.04.2024
Detalle "Saturno devorando a su hijo" Peter Paul Rubens, Madrid. Museo del Prado
Detalle "Saturno devorando a su hijo" Peter Paul Rubens, Madrid. Museo del Prado

Siempre ha llamado la atención de estudiosos y aficionados la estrecha relación entre genio y melancolía. Es lo que resume el tema de los hijos de Saturno y su correlato de locura, ansiedad y muerte. Esto no significa que el desvarío sea automáticamente indicio de excepcionalidad, si bien es frecuente que sujetos desquiciados sean seductoramente nocivos y peligrosos. De igual modo, aunque los haya tranquilos, de vida regulada y metódica, la prevalencia del desbarajuste mental entre los gigantes artísticos es mayor que en el resto de la población. Son innegables los lazos que unen ambos aspectos en tantos creadores. Es difícil imaginar que alguien sin un cierto desequilibrio vea los colores deslumbrantes, la ardiente luminosidad, los arabescos tortuosos o los soles cegadores de Van Gogh. La fuerza telúrica del magma que llevó a Artaud al manicomio de Rodez es la misma que alimenta esas erupciones volcánicas que son Los Tarahumara o Heliogábalo. Este sempiterno outsider de las letras francesas es un escritor bastante más fundamental que el grueso de sus demasiado numerosos inmortales. Es imposible exagerar la importancia que, para el arte dramático de mayor relevancia de los siglos XX y XXI, tiene El teatro y su doble. Las más renovadoras y atrevidas puestas en escena contemporáneas serían impensables sin la impronta dejada por ese texto. Y a su vez, este no es ajeno a la desmesura hipersensible de su autor. 

La genialidad de las novelas de Virginia Woolf no es separable de la angustia que la mantiene constantemente al borde del desastre. En su obra se percibe que su vida es un ir sucumbiendo poco a poco a la marea de limitaciones que la ahoga. Parafraseando a Teresa de Ávila, vive sin vivir en ella y muere porque no muere, pero ayuna del consuelo de la trascendencia. Su problema fue que nunca encontró a nadie al otro lado de la mesa. Familia, marido, amigos, colegas se revelaron incapaces de dar la réplica que buscaba y necesitaba. Si en La señora Dalloway, Septimus salva del abismo a Clarissa con su propia desaparición, no podrá hacer lo mismo con su creadora. Al adentrarse en el río aquel día de 1941 para no regresar jamás, tal vez haya rememorado las líneas con las que cierra Las olas. «La muerte es el enemigo. Es la muerte contra lo que cabalgo lanza en ristre y cabello al viento, como un joven, como Percival cuando galopaba por la India. Pico espuelas al caballo. ¡Contra ti me arrojaré, invencible y obstinado, oh muerte! Las olas rompían sobre la playa».

La genialidad de las novelas de Virginia Woolf no es separable de la angustia que la mantiene constantemente al borde del desastre

El diario que Cesare Pavese redactó entre 1935 y 1950 bajo el título El oficio de vivir fue uno de los libros de cabecera de mi generación. Vasta compilación de reflexiones literarias, preocupaciones culturales, autocrítica artística, contrariedades vitales, desengaños amorosos y explosiones de lucidez, está presidido por la sombra de la guadaña. El colofón del texto, «Todo esto da asco. No más palabras. Un gesto. No escribiré más», precede en nueve días a su suicidio. Es la confesión de cómo, a partir de un determinado momento, el discurso es superfluo cuando el dolor va más allá de lo que aún merece la pena soportar. El oficio de artista es muy duro. A veces sucumbe, aplastado por sus demonios interiores, o mejor dicho por su daimon. Aun así no es un mártir religioso, sino un héroe a la antigua usanza. En soledad se dispone a afrontar el porvenir, por aciago y amargo que sea; mantener la dignidad hasta el final es la única victoria.

Como buena argentina, Alfonsina Storni descendía de los barcos. Nacida en la Suiza italiana, llegó con sus padres a la nueva patria siendo niña. Su sensibilidad extraordinaria habría hecho de ella una extranjera en cualquier parte de este planeta. A los 20 años debe abandonar Rosario camino de Buenos Aires, al quedar embarazada siendo soltera. Con voluntad de hierro, transformó las estrecheces que sufrió en jalones de un recorrido de vocación lírica y construcción personal. En su poesía ocupan un lugar de honor la libertad, la emigración y la conciencia feminista. Revisitemos la Plaza en invierno. «Bancos inhospitalarios / húmedos / expulsan de su borde / a los emigrantes soñolientos. / Oyendo fáciles arengas ciudadanas / un prócer / inmóvil sobre su columna, / se hiela en su bronce». Argentina, años 30. Y parece que fue hoy, en Europa, siglo XXI. La arrogancia de los varones recibe su merecido en versos como «Estuve en tu jaula, hombre pequeñito, / […] / digo pequeñito porque no me entiendes, / ni me entenderás / […] / Hombre pequeñito, te amé media hora. / No me pidas más» (Hombre pequeñito). Sus versos, nacidos en la escuela del dolor, adquieren profundidad metafísica y altura ontológica. Alcanzada por una grave enfermedad, se arrojó al Mar del Plata desde el espigón de la Perla con 46 años. Así se fue Alfonsina «vestida de mar», como después cantó Mercedes Sosa. Antes tuvo tiempo de enviar a la prensa un último poema en el que anuncia el final, dejando una punzada irónica irrevocable: «Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame / […] / Ah, un encargo: / si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido…» (Voy a dormir).

Hans Bellmer es un pintor, escultor y dibujante alemán cuya obra, rebosante de erotismo mórbido y ansiedad existencial, no es muy conocida del gran público, si bien es gustada por una minoría que ha hecho de él un artista de culto. Su compañera, Unica Zürn, brilló en el París de los años 50 y 60 por su personalidad de fuertes acentos líricos, capaz de encandilar al grupo surrealista con el que Bellmer se codeaba. Pieyre de Mandiargues definió su belleza como diabólica, lo cual en su boca era el más elevado de los halagos. Ese anverso deslumbrante tenía un reverso doloroso y temible: la esquizofrenia. La enfermedad le supuso numerosos internamientos en hospitales psiquiátricos, con toda su corte de encarnizamientos terapéuticos y sufrimiento sin fin. Ya en la primera infancia vivió confrontada a un ambiente exterior preñado de hostilidad, a la vez que a sus tormentosos demonios interiores. Particularmente desequilibrante para su conciencia herida y vulnerable debió de ser su relación conyugal, desarrollada sobre el filo de la navaja del sadomasoquismo emocional. Ella fue modelo de elección de algunas de las atrocidades salidas de la imaginación fértil aunque desquiciada de él. En 1970, quizá en una venganza refinada y suprema, Unica se suicida ante las narices del artista que, postrado en una silla de ruedas, no puede hacer nada para evitarlo. En la obra literaria de Zürn encontramos joyas de notable fulgor como El hombre jazmín o el relato turbadoramente autobiográfico Primavera sombría. Es la historia de una niña que, contrariada en el ámbito familiar y en su primer amor, decide quitarse la vida. «Le gustaría estar guapa cuando esté muerta […] que la gente la admirase, que nunca nadie hubiera visto una niña muerta más hermosa que ella». La niña de ficción marcó el camino que la escritora emprendió a los 54 años. 

En la mitología del aficionado, el binomio alcohol-escritor en el siglo XX remite indefectiblemente a un nombre: Malcolm Lowry

El alcohol es un camino líquido que el genio transita para perderse –o para encontrarse–. En la mitología del aficionado, el binomio alcohol-escritor en el siglo XX remite indefectiblemente a un nombre: Malcolm Lowry. Ebriedad y creación son las fuerzas que le permiten afrontar el caos del mundo e intentar ordenarlo. Bajo el volcán es probablemente la novela más trágica, en el sentido griego, de su centuria. El cónsul es un trasunto del propio autor y su imposibilidad de escapar a un destino inapelable, magnífico y devastador. Su extrema lucidez le da acceso a un grado superior de sabiduría pero, extraviado en su laberinto alcohólico, no logra hallar la senda de la redención. No dejo de imaginarlo deambulando por Cuernavaca de cantina en cantina, con los rasgos de Albert Finney, que lo encarna prodigiosamente en la infravalorada adaptación cinematográfica de John Huston. No puede ignorarse que la adicción al delirio dionisiaco de Lowry es crucial en la génesis de su obra maestra, y que el resto de su producción no alcanza la altura del Volcán. La legendaria novela era en principio solo una parte de su colosal proyecto narrativo El viaje sin fin –todo un programa– que desgraciadamente nunca se materializó.

Joseph Roth, que junto a Broch y Musil conforma la trinidad indispensable de la literatura mitteleuropea del primer siglo XX, fue el padre de otro inmortal borracho. Desterrado en París tras el triunfo del nazismo, el escritor vienés cuenta con la compañía de unos cuantos exiliados, el alivio de jirones de recuerdos y el consuelo que mana de la botella. El protagonista de La leyenda del Santo Bebedor es Andreas, un clochard que vaga por el París inmediatamente anterior a la guerra. Un extraño le regala 200 francos que él acepta a modo de préstamo, comprometiéndose a devolvérselos a Sainte Thérèse de Lisieux en la iglesia de Sainte Marie de Batignolles. Todo se confabulará para impedirle cumplir su propósito. Alcohol, mujeres, conocidos, una sonata de espectros lo desvía del buen camino. Al final entrega el dinero a una jovencita llamada Teresa en la sacristía del Templo. «Así exhaló el último suspiro y murió. Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte». El crítico y novelista Hermann Kesten comenta que cuando Roth se lo contó, le preguntó: «¿No es divertido?». Unas semanas después, murió. Esta alegoría fascinante liga de forma admirable dolor y gracia. Quizás tenga razón Carlos Barral, que algo sabía del asunto, al señalar en el prólogo que «la embriaguez alcohólica, controlada hasta donde sea posible, es un método de conocimiento cultural y de interpretación del mundo en general, absolutamente imprescindible». Como abstemio desde hace décadas, no puedo confirmarlo, si bien tampoco estoy en condiciones de negarlo. Lo cierto es que la moneda tiene otra cara, la de las secuelas terribles de la adicción y su contribución a la ruina física, anímica y vital. 

Ejemplo señero es Dylan Thomas, que sucumbió con 39 años a un coma etílico provocado por la ingestión, en una sola sesión, de 18 whiskies. Puede que se tratara de un récord mundial, pero de consecuencias nefastas. En su poesía y su prosa no tiene especial reflejo la bebida, aunque sí las causas de su continuado abuso. Su obra es un viaje impregnado de nostalgia en busca de la inocencia perdida, del Paraíso de los orígenes. A bordo de una nave calafateada con relucientes palabras, intenta esquivar las amenazas gemelas de esa Escila y Caribdis de la modernidad que son Eros y Tánatos. Los estudiosos han rastreado en sus versos multitud de influencias, de los poetas metafísicos ingleses del XVII al surrealismo del XX pasando por las composiciones visionarias de William Blake. Sin embargo predomina la tradición céltica tan viva en su tierra galesa, el tono sagrado y oracular de una voz poética que reivindica los lazos indisolubles entre la vida y la muerte.

Carlos Barral : «La embriaguez alcohólica, controlada hasta donde sea posible, es un método de conocimiento cultural y de interpretación del mundo en general, absolutamente imprescindible»

Los dolores y tribulaciones del genio no son mayores ni peores que los de cada uno de nosotros. Él tiene el poder y el valor de expresarlos, darles nombre y apellido, verbos, adjetivos y adverbios; asume y redime la angustia y el deseo de todos, y por eso nos reconocemos en él. «He tenido la capacidad de poner los demonios delante del carro de combate»(Bergman Imágenes). El creador es hostigado por los espíritus malignos y los despiadados troles que habitan su interior, como el de todo hijo de vecino, pero los enrola en su desigual lucha contra las tinieblas. Su búsqueda de la sabiduría y la inocencia no ceja ante la violencia y las prohibiciones de leyes escritas o no. Rebeldía intelectual y clarividencia estética son las armas que empuña para ser fiel hasta las últimas consecuencias a un compromiso ético. Ahí está su diferencia con el resto de los mortales. Su mirada lúcida denuncia el rutinario mal cotidiano y arroja luz sobre él. A imagen del caballero Antonius de El séptimo sello, acepta jugar una partida de ajedrez sabiendo que necesariamente terminará en jaque mate. Y lo hace no solo para conseguir más tiempo, sino para alimentar un atisbo de esperanza, preservando a esos Jof y Mia que representan un residuo de pureza en un mundo carcomido por el mal. 

Si el artista puede adoptar todos los rostros, del satírico al melancólico, de la alegría infantil al desequilibrio neurótico, lo que nos ofrece rebasa la frontera de la tediosa existencia normal para adentrarnos en niveles profundos. Aporta cataplasmas intelectuales a nuestro mal de vivir, llevándonos a lugares en los que no hemos estado antes y que no conoceríamos sin su concurso. El bálsamo del arte genial va más allá de aliviar penas de amor, conflictos generacionales, zozobra espiritual o sufrimiento por la injusticia. Nos eleva hurgando bajo la superficie, cumpliendo su función más básica, revelar. Es también descubrimiento de joyas escondidas o robadas por una realidad devaluada. Contesta la adaptación al simulacro que nos envuelve y escudriña en sus intersticios y ranuras el brillo de verdades más intensas, más duraderas. 

El genio, aparte de los sinsabores y amarguras que le proporcionan la vida y sus habitantes, carga con los de sus criaturas de ficción. Aleksandr Pushkin, menos ducho en el manejo de las armas, pereció en un duelo con un petimetre alsaciano llamado d’Anthès. La causa última fue un presunto devaneo amoroso entre este y la esposa del escritor, Natalia Goncharov, mujer de deslumbrante belleza según sus contemporáneos. No caeremos en la crónica rosa y el cotilleo a cuenta de las desgracias de los grandes hombres. Solo quiero remarcar que a este gesto de romanticismo letal se entregó el mismo hombre que, tras concluir Eugenio Oneguin, comentó consternado a sus amigos: «¿Sabéis que mi Tatiana ha rechazado a Oneguin? Nunca habría esperado eso de ella». La amalgama de mundo real y virtual no es un invento de la era informática.

La poiesis no puede ser el asilo de la vida que huye ni la máscara de la duplicidad existencial, pues entonces no ha alcanzado su objetivo. No se hace gran arte con el fin de aplacar las propias obsesiones, de lamer heridas que atormentan día y noche, ni ha de contemplarse utilizando al creador de parapeto para tener a raya nuestros temores. La opción válida es tomar las riendas y acompañarlo en sus aventuras como Sancho al ingenioso hidalgo, asumir su rostro y su voz plantando cara a la realidad hostil y transformarla, abandonando la presunción para salir en busca del saber y la experiencia. Si el genio está solo ante el peligro, nosotros lo estamos aún más, ya que carecemos de su envergadura espiritual. Uniéndonos a él, a otros y a quienes nos son queridos, no dejaremos de ser un haz de soledades agavilladas, aunque al menos nos habremos atrevido a desafiar la oscuridad. A cualquier edad no existe tarea más urgente y necesaria. Puede que Aristóteles pecara de optimista cuando escribió que «todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber»(Metafísica), pero hay quienes no aceptan que el acceso al árbol de la sabiduría esté vedado. Chaucer pone en boca de la comadre de Bath «Prohibidnos algo, y lo desearemos». 

El genio, aparte de los sinsabores y amarguras que le proporcionan la vida y sus habitantes, carga con los de sus criaturas de ficción

Los humanos tenemos presentes nuestras limitaciones. No nos creemos irracionales, ni tampoco ángeles etéreos y perfectos. El conocimiento empieza con la conciencia de nuestra naturaleza corpórea, «but Love has pitched his mansion in / the place of excrement» [i] (Yeats Crazy Jane Talks with the Bishop). Evidentemente Jane no estaba tan loca como se decía. ¿Desencantados con la propia condición? Admitámoslo. No obstante, predispuestos a soñar con otra. Pascal decía que hablar de sí mismo es el más inútil de los pecados. Sin embargo, solamente partiendo del interior es posible aspirar a comprender el universo que nos rodea, recordando que no solo el infortunio es duro. El peso de la dicha puede ser agobiante para seres sujetos a la caducidad y al azar. Nathaniel Hawthorne, el autor de La letra escarlata, afirmó que «hay en la felicidad algo más tremendo que en el dolor. Este es terrenal, aquella está compuesta de la materia y la sustancia de la eternidad». Arrostrarla exige coraje y decisión, ansia de plenitud y por ende avidez de vida. No es para cualquiera, y no ha de confundirse con ese sucedáneo low-cost que es el bienestar. Como Rilke supo, y así nos lo contó, «todo ángel es terrible» (Elegías de Duino).

Solo una sensibilidad capaz de exponerse sin reticencia lo es también de apurar hasta el fondo el gozo de los días de gloria. Se requiere singular fortaleza de espíritu para llegar al corazón de esos instantes en los que el tiempo se detiene, se fija, y la vida rebosa por doquier. Todo es más claro y dulce, nos desprendemos del lastre de la prosa cotidiana y una suave ternura se apodera de nosotros. La cualidad de sentir intensamente no es un milhojas, no se compone de capas separables. Quien detenta el secreto de alcanzar las más altas cumbres está dotado igualmente para caer en las simas más profundas. Pueden encontrarse inversiones con un riesgo menor, pero jamás producirían tan elevados rendimientos. Anotemos como una victoria que por una vez la lamentable jerga financiera ha servido para construir una metáfora sobre la dignidad humana.


[i] El Amor ha alzado su mansión / en el lugar del excremento.

La marca de Saturno