sábado. 27.04.2024

Ignacio Apestegui | Una enferma terminal y un suicida hablando de la vida podría ser el inicio de un chiste malo o de una novela buena. Uno nunca sabe con esas cosas. Aún así también es el inicio de este artículo.

Cuando la mujer de mi padre decidió firmar la no reanimación en su testamento vital, fue derivada a cuidados paliativos y pidió el alta para pasar sus últimas semanas en casa, recordé algo que había escrito hace no mucho: intentar que al final del día las cosas positivas sumen más que las negativas.

No me gustan los grandes gestos. Puede que escriba con palabras esdrújulas y una prosa rimbombante pero lo cierto es que para traer paz a mi vida, tan necesaria para un suicida, lo mejor es cambiar los versos épicos de las frases subordinadas por frases simples en presente de indicativo.

Ángela, mi madrastra malvada (es una mujer maravillosa a la que adoro, pero siendo madrastra, Disney obliga, ya comprende usted), decidió no alargar su vida más allá de lo que le dio su leucemia. Tiempo que contaba ya en semanas más que en meses o años cuando escribí este artículo allá por enero del 23.

Ella me dijo que no era tan mala la idea e hicimos ochocientos kilómetros para cocinarle ocho pequeños bocados de felicidad

Un tiempo para ella lleno de dolor y sufrimiento

Conozco esa sensación y entiendo sus ganas de que acabe. La vida es resistente, dicen, pero solo es tan resistente como el dolor que sientes. Vivir con dolor, sea físico o emocional, es duro. Vivir con tanto dolor que vivir se vuelve inaguantable, es terrible.

Pensando en ella, también en mí, tuve la idea de ir allí y prepararle un menú de alta cocina en su casa. Pequeños bocados de sabor, elegancia y, claro está, felicidad. Nada más imaginarlo me dije que era una tontería. Otra más en mi larga lista de idioteces. Cocinar para una enferma sin apetito no parece una idea muy inteligente la verdad. Aunque me hacía ilusión y creía que podía ser algo bonito.

Mi amiga, mi confidente, mi pareja me sirve de baremo para esas ideas espurias. Hablar de tus miedos, tus dudas, consigue exorcizar esos demonios que tantos tenemos en la cabeza. Resumiendo, que ya empiezo a divagar, ella me dijo que no era tan mala la idea e hicimos ochocientos kilómetros para cocinarle ocho pequeños bocados de felicidad.

Y pasaron tres noches, mil palabras y ocho platos

No hace mucho escribí «Hoy no voy a morir», intentando expresar algo muy difícil, cómo voy vaciando el día de dolores y pesares y éstos van decantando la balanza de la razón hacia la desesperación y el suicidio. Escribí sobre hablar de lo que nos duele y como le quita fuerza en esa suma-resta que hago al final de la jornada para lograr llenarme la boca con esa frase de prosa simple. «Hoy no voy a morir».

Eso no siempre es fácil o posible, por ello, además de enfrentar el dolor, podemos afrontar el lado favorable de la balanza. Ser proactivo y sumar en positivo. Lograr pequeñas victorias para ese maldito equilibrio. Con ellas, al final del día, habremos logrado llegar a ese lugar donde decir: «Hoy no voy a morir».

La protagonista aquí sufría hasta no querer vivir. Sin hambre. Sin sueño. Sin ganas. Por eso recorrimos España de norte a sur para verla, para poder despedirnos, para estar junto a ella. La alegró. La animó. Al día siguiente, según le íbamos sacando la secuencia de bellos bocados, de sabores intensos, bocados de textura untuosa, delicados y efímeros, disfrutó de cada uno de ellos. Comió como no había hecho en semanas. Sonrió, rió más bien, como no había hecho en más tiempo aún.

El altruismo, las pequeñas acciones, los gestos diarios son los que cuentan en la balanza al final del día

Pequeños bocados de felicidad

Ella acabó el día habiendo sumado en esa balanza suficientes bocados para dormir bien. Para despertar con ganas para aguantar unos días hasta que sus hijos y nietos llegaran para visitarla. Bocados que arañan la fuerza en esa guerra contra la enfermedad. Sumar hasta llenar suficiente su alma con paz y decirnos adiós.

También yo llené mi lado positivo de la balanza. He de reconocerlo. Mi generosidad es egoísta. Dentro de diez años, cuando recuerde este fin de semana, estaré en paz. Y hoy también, cuando escribo estas letras para que Ángela sepa que verla sonreír con cada bocado de mi menú me llenó de felicidad. Me llena de paz. Hará que esta noche repita otra vez, «hoy no voy a morir».

El altruismo, las pequeñas acciones, los gestos diarios son los que cuentan en la balanza al final del día. Ayudar a un compañero de trabajo, a un vecino con la compra, a una persona a cruzar la calle. Preguntar a tu pareja cómo se siente. Llamar a tu madre. Escuchar con interés los problemas de tu hija. Reír de un chiste malo. Lo que te va a ayudar a sumar en positivo en esa balanza al final son los pequeños bocados de felicidad.

Ángela con su sonrisa amable llena de bocados de felicidad la vida de las personas que la rodean. Aquellos que tenemos la suerte de haberla conocido estamos marcados con esa impronta. Pero todos podemos tomar ejemplo de esta idea. Todos podemos tener a nuestra Ángela a la que hacer sonreír. Hay multitud de Asociaciones de Ayuda a Otros. Multitud de ONGs, de Protectoras de Animales y de vecinos, de amigos, de familiares, de Ángeles a los que podemos dar un bocado de felicidad.

A los depresivos, a los adictos, nos cuesta querernos. Es una cuesta arriba muy empinada. Nuestra voz interior sólo conoce palabras dolorosas. Por eso resulta más fácil en ese tira y afloja del final del día, mientras aprendemos a querernos un poco, aportar en positivo demostrando amor a los demás. Llevando bocados de felicidad a todas esas causas y personas que apreciarán nuestro amor.

Dando a Ángela unas pocas sonrisas más que disfrutar.

Pequeños bocados de felicidad