jueves. 02.05.2024

Me tocó vivir en Madrid cuando el mes de noviembre era una bacanal fascista. Hacía dos años que el dictador había muerto con las lágrimas de Arias Navarro televisadas. Carnicerito de Málaga se sentía desolado, su mundo se desmoronaba con la desaparición del padrino, pero eran lágrimas de cocodrilo, Arias y los suyos sabían que no se iba a tocar nada de lo conseguido durante la tiranía por los acólitos de Franco, ni sus fortunas, ni sus delitos, ni su poca vergüenza. En noviembre, poco antes del día veinte, guerrilleros de Cristo Rey, gentes de la Triple A, de la CEDADE, falangistas y otros violentos tomaban las calles bate de beisbol en mano, pistolas en el cinturón y banderas al viento. Un día, por esos días, un querido amigo estaba en la cola de un cine de la calle Fuencarral. Habían colocado fotocopias de su cara en muchas paredes del centro. Aguardaba a que le dieran la entrada para ver Tigres de Papel, una exitosa película de Fernando Colomo que estuvo muchos meses en cartelera. Sin mediar palabra, un grupo de encapuchados le abrieron la cabeza a cadenazos. Estuvo varias semanas en el Hospital Clínico de San Carlos sin saber cómo saldría de allí. Cuando, por fin, le dieron el alta, él fue la única persona interrogada por la policía. Nunca se supo nada de sus agresores. Era algo habitual.

Me tocó vivir en Madrid cuando el mes de noviembre era una bacanal fascista. Hacía dos años que el dictador había muerto con las lágrimas de Arias Navarro televisadas

La primera vez que vi la concentración fascista del 20 de noviembre tenía diecisiete años. Banderas de Falange y del Requeté, banderas de Franco, banderas de odio inundaban la ciudad desde la Puerta del Sol hasta la Plaza de Oriente protegidas por las fuerzas del orden público. Recuerdo ver en aquellos días a Carmina Ordoñez con el uniforme falangista pasear en un citroen descapotable por la calle Mayor mientras miles de personas cantaban el Cara al Sol. Yo compraba El País, un periódico de lo más rojo del mundo, y al entrar en la calle Arenal, un hombre me dijo: Si vas a seguir por aquí mejor que tires eso a una papelera. Lo tiré y continué hacia la Plaza de Oriente, el rugido era ensordecedor, las palabras más coreadas eran los vivas a Franco y José Antonio Primo de Rivera, a Cristo Rey, los mueras a todo lo demás. Cristianos todos ellos, venidos de todos los rincones del país, ni una palabra de concordia, ni una sola de solidaridad, de comprensión, de tolerancia hacia los diferentes, hacia quienes creían que un país que se tenga en estima no puede glorificar a un genocida. Después de horas de concentración, de cánticos y de irracionalidad visceral, los asistentes volvían a los autobuses o llenaban los restaurantes de los alrededores para celebrar su particular día de la victoria. 

Estos días, al ver lo que están haciendo en Ferraz los hijos y nietos de aquellos, he sentido un estremecimiento, un temblor que me sale del tuétano de los huesos

Al caer la tarde, Madrid se convertía en un cementerio tomado por ultraderechistas dispuestos a partirte el cráneo si no cantabas el himno que ellos te indicaban. Opté por no salir más durante esos días, por quedarme en mi barrio de La Ventilla hasta que escampase, hasta que ese arsenal de odio se diluyese entre los pitorrazos de los coches que tanto gustan a Isabel Díaz Ayuso. Estos días, al ver lo que están haciendo en Ferraz los hijos y nietos de aquellos, he sentido un estremecimiento, un temblor que me sale del tuétano de los huesos y me golpea en lo más profundo de mi alma: El fascismo español ha sido cuidado con extremo celo en los hogares y en las escuelas concertadas, en los medios de comunicación reaccionarios y en los campos de fútbol, en las iglesias, en las cofradías de las fiestas y en los foros donde se habla de los otros como enemigos a batir. Hoy, como entonces, he visto el odio en carne viva, mientras los más callamos y, como entonces hice yo, nos lamemos las heridas conectados al ordenador o a la serie de moda.

Es legítimo discrepar de la amnistía que el gobierno, si llega a serlo, dará a los dirigentes del Procés, no hay nada malo en ello. Hay personas que creen en la mano dura, en la venganza, en el palo y el garrotazo como única forma de entender la política. En una democracia tal decisión se puede combatir en el Parlamento, en los tribunales y el Constitucional. Lo que no es legítimo es llenar de odio las calles contra una parte de España o insistir mañana, tarde y noche en que quien tiene mayoría parlamentaria en una democracia parlamentaria sea un golpista, pero aquí, debido a la herencia franquista, a que tenemos una derecha de ese cariz, todo lo normal se convierte en anormal y viceversa.

El fascismo español ha sido cuidado con extremo celo en los hogares y en las escuelas concertadas, en los medios de comunicación reaccionarios

Es normal que decenas de miles de españoles fusilados y torturados yazcan en fosas comunes sin que nadie, ni siquiera sus familiares directos sepan donde están. Lo anormal es intentar encontrarlos y darles sepultura como mandan las leyes nacionales e internacionales. Es normal que un grupo de jueces ultraconservadores lleven cinco años sin dimitir del Consejo General del Poder Judicial y sean quienes sigan organizando y administrando la vida del Tercer Poder del Estado a las órdenes del partido que los nombró. Es normal que ese mismo órgano judicial se pronuncie sobre la ley de amnistía antes de conocerla y sin saber en qué consiste, como es normal que en seis años desde los desgraciados acontecimientos de Cataluña los jueces españoles no hayan conseguido la extradición de Puigdemont de ninguno de los países a los que se ha solicitado; es anormal que se pida la dimisión inmediata de todos los miembros del Poder Judicial con el mandato caducado y se proceda a su renovación por los órganos competentes. Es normal que los gobiernos del Partido Popular protagonizaran uno de los periodos más corruptos de esta etapa democrática y que la mayoría de los protagonistas de los robos estén en libertad y gocen de todos los derechos de las personas decentes y, en muchos casos, del aplauso entusiasta de sus acólitos; no es normal pedir, exigir, que la justicia sea igual para todos, Es normal que apelando a la Constitución se suprima el derecho a la vivienda para una parte importante de los jóvenes que se ven obligados a vivir en chabolas de diez metros cuadrados por un dineral que no tienen, no es normal exigir la construcción de viviendas públicas que se alquilen a precio tasado y permitan tener un techo a quienes de otra manera no lo tendrán. Es normal arrancar y destruir placas con poemas de Miguel Hernández porque era comunista, sí, comunista como los que se la jugaron contra la dictadura para que hoy tengamos una democracia que permite a los fascistas salir a las calles y amenazarnos; no es normal agradecer a Miguel Hernández, a Federico García Lorca, a Antonio Machado, a Pablo Neruda, a César Vallejo, a Luis Cernuda y a tantos otros, lo mucho que hicieron por España y lo alto que dejaron el pabellón español en el mundo en tiempos que hoy añoran los que claman venganza en la calle Ferraz. Es normal hablar de libertad, llenarse la boca de constitucionalismo, alabar la división de poderes cuando has sido tú y sólo tú quien aprobó la Ley Mordaza, una ley que da poderes inmensos a la policía en detrimento de los derechos de los ciudadanos; es anormal pedir su derogación.

Ninguno de los artículos de la actual Constitución que protegen la sanidad pública, el derecho a la vivienda o la supeditación de la riqueza nacional al bien común, existen para ellos

La derecha española, ultraderecha en la actualidad, tiene un problema con la democracia: Cree que las leyes democráticas, que el funcionamiento de la democracia se rige por la Ley de Principios del Movimiento Nacional. Ninguno de los artículos de la actual Constitución que protegen la Sanidad Pública, el derecho a la vivienda o la supeditación de la riqueza nacional al bien común, existen para ellos; tampoco aquellos sobre los que se basa el estado democrático actual y nos definen como democracia parlamentaria. Según su particular entender aquí puede y debe gobernar quien no sea capaz de armar una mayoría parlamentaria, para lo que, indudablemente, habría que suprimir el Parlamento. Tal es la aberración en la que se mueve la ultraderecha española, estando dispuesta en su desvarío a avivar el fuego del odio hasta el extremo en que todos, menos ellos, quedemos chamuscados. Nos merecemos otra cosa, otra derecha. Ésta es hija del pasado más lamentable de nuestra historia.  

Lo normal y lo anormal