martes. 30.04.2024

Puro teatro

Al tiempo que se representaba uno de los primeros pases de “El enfermo imaginario”, moría Jean Baptiste Poquelin. Molière, como quiso ser conocido, perdió en una tarde de febrero de 1673 la batalla contra una tuberculosis mal curada. O, como prefiere la leyenda, quizás su último mutis fuera otro. En pie, frente al público, subido a las tablas y vestido de amarillo, dando origen así a la superstición, al veto a cualquier prenda de ese color en los estrenos, desde entonces y para siempre.

Casi tres siglos y medio después, en Madrid, en un centro cultural extramuros de la M-40 se programa la reposición del clásico. Una mesa, dos sillas y metros y metros de telas de todo color y composición, retales sacados de sabe dios dónde, bastan a una troupe de aficionados para levantar de nuevo la farsa.

Ni escenografías móviles, ni efectos especiales de impacto, ni mágicos juegos de luces, ni sublimes interpretaciones. Tampoco hay rastro de los ballets y músicas que adornaban la versión original de esta comedia dell´arte. Por otro lado, nadie lo espera. En su lugar, asistimos a una adaptación en dos actos, comprimida a 50 minutos, aunque para ello se sacrifiquen diálogos y personajes.

La obra transcurre a trompicones, con los espectadores en vilo ante los esfuerzos de los actores por sostener y llevar a buen puerto un texto que unas veces se repite amenazando con entrar en bucle y otras se va de la memoria, haciendo evidente la eternidad que encierra un segundo de silencio.

No hay tiempo para subtextos. Bastante tienen ya con lo suyo. Otra compañía, más sutil o experimentada, probablemente subrayaría o actualizaría los temas principales de la trama. Pero, hasta en la peor de las interpretaciones, se destilan entre titubeos y errores los valores que Molière entretejía: la necesidad de juicio recto y sentido común, las falacias y peligros de los vendedores de miedo o humo, la importancia de los afectos frente a lo material.

Afirma Arthur Miller que el teatro es fascinante por lo que tiene de accidental, tanto como la vida. Y no asistimos aquí a una celebración; más bien a una batalla. Una trinchera que es defensa del teatro clásico y popular, un meterse voluntariamente en el mismo barro que pisara el propio Molière, con el espíritu de “La Barraca” de los Lorca, Hernández o Altolaguirre para acercar el teatro al pueblo.

Decía David Mamet que “cuando veamos que de nuevo se aprecie y recompense a los actores que llevan al escenario o a la pantalla generosidad, deseo, vida orgánica, acciones ejecutadas libremente -sin deseo de recompensa ni miedo a la censura o la incomprensión- tendremos una de las primeras señales de que nuestra época introvertida y desdichada ha comenzado a cambiar, y que volveremos a tener el anhelo y la disposición de contemplarnos a nosotros mismos.”

Y ese deseo se cumple. A pesar de lo que presagia el terrible bamboleo de la cuerda floja, finalmente huirá la malvada y codiciosa esposa, comerán perdices los enamorados y sanará de su imaginario mal el enfermo, entre aplausos y vítores de un público divertido, satisfecho y con el aliento liberado. Un público generoso en el reconocimiento a los cómicos de barrio. Como debe ser. Puro teatro.



Puro teatro