domingo. 28.04.2024

Necesitamos tu ayuda para seguir informando
Colabora con Nuevatribuna

 

La memoria histórica es muy corta, a veces como la de los peces. Las circunstancias en las que se trabaja en los países del Tercer mundo, en particular en las Zonas de Procesamiento de Exportaciones o de elaboración de artículos para el mercado occidental, pasan desapercibidas a los consumidores. La mercancía aparece ahí, salida de la nada, en los cajones de los bazares o las estanterías de los grandes almacenes; en el viaje se han evaporado el dolor y la sangre de quienes la han producido. El ciudadano gasta sin pensar más allá del derroche de luces y la música estridente del centro comercial o la boutique in. Pero hace cinco o seis generaciones, las condiciones laborales en Europa eran similares a las que imperan en esos lugares. Y la razón era igualmente el desbocado afán de lucro de unos cuantos y la desidia de los que se benefician de ese estado de cosas. 

En 1825, un médico francés describía así la vida de las clases laboriosas de la época: «Para los obreros, vivir es no morir». Hasta mediados del siglo XIX, la fatiga continuada, la malnutrición y la falta de higiene, agua potable y cuidados médicos acarreaban envejecimiento y muerte prematuros. Todavía en 1884, una propuesta a la Comisión de Reformas Sociales en España dejaba claro que el salario medio no cubría ni la mitad del coste de las necesidades más básicas. Mientras tanto, la moral burguesa reinante a lo largo del siglo XIX, que rendía culto a la disciplina, el esfuerzo y la puntualidad –de los otros–, no perdía ocasión de demonizar a los obreros, tildándolos de indolentes y perezosos. Pero cuando el americano Colmann visitó Manchester en 1845, lo que vio fue «naturaleza humana desventurada, defraudada, oprimida, aplastada, arrojada en fragmentos sangrientos al rostro de la sociedad». La conclusión que extrajo de tal panorama es inequívoca: «Todos los días de mi vida doy gracias al cielo por no ser un pobre con familia en Inglaterra» (cit. en Hobsbawm Industria e Imperio).

Hoy tenemos al precariado convertido en un nuevo proletariado cuyas filas no dejan de ensancharse, incluyendo a muchos jóvenes con altos conocimientos

La existencia de las primeras generaciones de trabajadores posteriores a la Revolución Industrial fue dura, corta y brutal. Luego la situación fue mejorando en el mundo occidental, coincidiendo con desdichas y catástrofes en tierras exóticas. No obstante, convendría no olvidar que en Europa «la vida del pobre fuera del trabajo transcurría entre las hileras de casuchas, en las tabernas baratas e improvisadas y en las capillas también baratas e improvisadas donde se le solía recordar que no solo de pan vive el hombre» (ib.). Las pocas décadas de vida de los miserables pasaron en medio de unas iglesias que les ofrecían fantasía para comer junto con el pan –o en su lugar– y unas élites que opinaban que «si no tienen pan, que coman bollo», como dice la frase atribuida a María Antonieta.

Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó? 
En los libros figuran los nombres de los reyes. 
¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra? 
Y Babilonia, destruida tantas veces, 
¿quién la volvió a construir otras tantas? ¿En qué casas 
de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron? 

[…]

Una victoria en cada página. 
¿Quién cocinaba los banquetes de la victoria? 
Un gran hombre cada diez años. 
¿Quién paga sus gastos?

Una pregunta para cada historia

(Brecht Preguntas de un obrero ante un libro).

Cualquier vistazo, aun superficial, a los parámetros que deberían interesar a los economistas si se preocuparan por las personas, y no por las ecuaciones, revela el problema cardinal del capitalismo: la desigualdad. Esta no hará sino crecer en tanto no se aplique una política fiscal coherente, progresiva y justa que haga pagar a quienes más tienen lo que moralmente les corresponde. Solo así una redistribución de la riqueza redundaría en un estrechamiento de la grieta social. Malamente llegará esto a buen puerto con subastas electoralistas sobre rebajas fiscales cuyo corolario es la cuasi nula aportación de las grandes empresas, emporios financieros y fortunas. No es posible mejorar la educación, la sanidad o las pensiones rebajando impuestos a los que más tienen. Verdad tan evidente es desechada una y otra vez, por activa y por pasiva, esgrimiendo el mito de que cuando sube la marea, todos los barcos flotan, desde el megatransatlántico a la barquichuela del pescador de caña. Esto no puede darse por bueno si los esquifes humildes tienen el suelo agujereado. 

Se necesita una sobredosis de hipocresía para negar que en cuanto la próxima crisis asome la cabeza, un paro ya de por sí alto volverá a dispararse y los ingresos de las familias, aún convalecientes, se desplomarán. Las vidas de los eternos perdedores resultarán arruinadas, mientras de las piscinas de los ricos no se evaporará ni una gota de agua. Eso sí, apenas iniciada la crisis aparecerán los profetas del optimismo, de Bernanke a Salgado, para decirnos que atisban brotes verdes. Recuerdan el «a veces veo muertos» del niño de El sexto sentido. Porque sus brotes verdes permanecen bajo la tierra yerma que pisa el grueso de la población. 

Los generosos emolumentos de los directivos van asociados a una red de clientelismo, enchufes, relaciones, nepotismo y, por supuesto, herencia

Cuando la crisis anterior estaba en su apogeo, en 2012, Paul Krugman diagnosticó certeramente la dificultad para enfrentarse a ella. «Lo que bloquea esta recuperación es solamente la falta de lucidez intelectual y de voluntad política» (¡Acabad ya con esta crisis!). Cabría también hablar de ausencia de voluntad intelectual y de lucidez política. Clérigos y príncipes –tanto monta, monta tanto– fracasaron en el control de la situación. Las medidas tomadas para atajar la catástrofe venían dictadas, contra toda lógica, por un fanatismo teórico que no podía sino agigantar a los grandes y jibarizar a los pequeños. Esto no significa que se equivocaran al elegir el tratamiento. Acertaron al utilizar el adecuado para llegar al objetivo buscado, que no era la curación de la mayoría. 

Hoy tenemos al precariado convertido en un nuevo proletariado cuyas filas no dejan de ensancharse, incluyendo a muchos jóvenes con altos conocimientos. Se desperdicia el talento, y los salarios que permitían sentirse parte de la clase media son cosa del pasado, una especie en peligro de extinción, ya solo al alcance de trabajadores con décadas de antigüedad. Al mismo tiempo, los generosos emolumentos de los directivos van asociados a una red de clientelismo, enchufes, relaciones, nepotismo y, por supuesto, herencia. Este estado de injusticia y desigualdad extremas es inadmisible. Si en su momento despertó oleadas de indignación (15 M, Occupy Wall Street, La nuit debout…), terminó siendo aceptado. Nunca debió hacerse, pero se hizo, y ahora es muy difícil volver las tornas. Las concesiones a fuerzas poderosas se pagan severamente. Si cedes torres y alfiles a cambio de nada cuando juegas con un gran maestro, se esfuman tus posibilidades no ya de ganar, sino de firmar tablas.

Una pregunta para cada historia