domingo. 28.04.2024
Equipo_de_ISEGORIA
Javier Muguerza en 2006 con algunos miembros del equipo de la revista Isegoría: Concha Roldán, Roberto R. Aramayo (autor de este artículo), Javier Muguerza y Paco Maseda.

Cuando uno hace balance de sus mentores con cierta edad, viene a descubrir que ha tenido muchos de muy distinta naturaleza. Mi padre y mi hermano mayor lo fueron por motivos obvios. Y a ellos les debo lo mejor de cuanto soy. También lo fue sin duda el hermano de mi padre, que se llamaba como yo. Luego descubrí que no era casualidad y que me habían puesto mi nombre de pila por él. Aquellos veranos en París y tantos otros lugares de Francia me hicieron apreciar ese país vecino donde conocí a mis abuelos republicanos y aprendí a chapurrear el francés con mi prima Caty, que al día de hoy sigue reinventándose a sí misma. Debo disculparme por este proemio, pero son cosas de la edad.

Mi propósito es ceñirme al ámbito estrictamente académico, aun cuando eso no les desvincula en absoluto de mi trayectoria personal. Manuel García Marcos, mi profesor en el Instituto Cardenal Cisneros me hizo querer estudiar filosofía por su forma de ser, antes que por los contenidos de su asignatura. Tenía un estilo muy diferente al de sus colegas. En la Universidad Complutense, sin embargo, los maestros brillaron por su ausencia. Fueron mis compañeros de clase quienes ejercieron como tales. Juan Antonio Rivera me contagió su entusiasmo por la lectura y ambos recorrimos Europa tras los pasos de nuestro admirado Wittgenstein. Carlos Gómez Muñoz dominaba la obra de Ortega, porque había estudiado nada menos que con Antonio Rodríguez Huáscar y eso le hacía expresarse con una meridiana claridad.

Cuando Aranguren se reincorporó a su cátedra fue todo un acontecimiento para nosotros. Alguien a punto de jubilarse tenía un espíritu juvenil envidiable, que contrastaba mucho con la seriedad y el supino aburrimiento que destilaban otros catedráticos instalados en sus poltronas acaso por no ser peligrosos para la dictadura. En ese auténtico erial destacaba la entrega de un joven ayudante llamado Antonio Pérez Quintana, quien lograba hechizar a su alumnado en el seminario que impartiera y al que se iba porque lo daba él, sin importar su tema o que fuese válido para obtener una u otra calificación. Mientras estaba en la pizarra eras capaz de comprender al mismísimo Hegel, cuyos conceptos no había forma de apresar en solitario. Eusebio Fernández y Juan Miguel Palacios también me hicieron interesarme por Kant, pero fue Antonio Pérez el que me animó a dedicarle primero mi tesina y luego mi tesis doctoral. 

Antonio Pérez vivía para, con y por unos alumnos a los que dedicaba todo su tiempo. Se firmaban corros en los pasillos para charlar y debatir a cualquier hora del día. Nos hacía sentir a cada uno como si fuéramos alguien muy especial y tuvieran pleno sentido nuestras inquietudes. Tanto descuidó su propia carrera, que yo mismo me doctoré un poco antes, aun cuando él ejerció como mi director de tesis pese a no figurar con ese título en parte alguna. La Complutense le dejó partir y los alumnos de La Laguna ganaron un gran profesor. Ni siquiera se hizo catedrático, porque la carrera universitaria no siempre atiende los méritos más genuinos. Tampoco se hizo emérito, aunque no ha dejado de dar clase, animar y dirigir trabajos e impartir conferencias.

En breve cumplirá los ochenta, con un vigor intelectual y una pasión por el estudio que jamás llegaré yo a tener. Cuento con verlo en Tenerife, porque quiero visitar el archivo de Javier Muguerza, mi otro gran maestro, al que fui presentado por Manuel Francisco Pérez López, una de las cabezas más lúcidas que conozco y qué tuve la suerte de tratar durante muchos años en el CSIC hasta su jubilación. Paco Pérez me familiarizó con el oficio de traductor al compartir la primera edición que hice del texto kantiano Teoría y práctica. Fue una traducción que avanzaba muy despacio, discutiendo cada línea mientras fumábamos nuestra pipas en su despacho.

A Javier Muguerza le había visto en un homenaje a Deaño. Dejó sobre la mesa su paraguas y su pipa, tras desembarazarse de su característico loden, antes de comenzar su charla citando un aforismo del Tractatus. Recuerdo con viveza sus laudatios a los doctorados honoris causa de José Ferrater Mora y Adolfo Sánchez Vázquez. Sus conferencias eran siempre una delicia. Escribía sus textos como si fueran destinados a ser declamados por un intérprete y su lectura resultaba cautivadora. En una ocasión se prestó a leer un texto mío, porque teníamos una sesión paralela en el Instituto de Filosofía y me hubiera encantado escucharlo, cosa que no pude hacer al estar interviniendo yo mismo en otra sala. 

Negarse a secundar la obediencia debida para no cometer una injusticia es algo crucial, cuya generalización evitaría mucho daño y sufrimiento

Javier Muguerza y quien suscribe compartíamos, entre muchas otras cosas, ese interés adictivo por Kant que Antonio Pérez me había inoculado. Juntos organizamos un proyecto de seminarios dedicados a la Crítica de la razón práctica y a La paz perpetua que propiciaron sendos bicentenarios. Javier Muguerza, con su imperativo de la disidencia, supo capturar uno de los núcleos esenciales de formalismo ético kantiano, traduciéndolo a una terminología que le permitía dialogar con los grandes problemas ético-políticos del presente. Negarse a secundar la obediencia debida para no cometer una injusticia es algo crucial, cuya generalización evitaría mucho daño y sufrimiento. Su Alternativa del disenso se sitúa entre La razón de la esperanza y Desde la perplejidad.

El archivo que custodia la universidad tinerfeña, una de sus tres instituciones, junto a la UNED y el CSIC, tiene la suerte de contar con el buen hacer y el cariño de quienes lo custodian. Siempre cito el nombre de Ana Gutiérrez, pese a que me regañe por hacerlo, al ser la persona con quien yo trato y me mantiene al tanto sobre los avances del citado archivo. La familia de Javier acertó plenamente al donar la biblioteca y el archivo a La Laguna. Bastaba ver el mimo dispensado a los fondos bibliográficos de Felipe González Vicen, para poder aventurar que serían bien tratados. En su momento a mi me dieron todas las facilidades para publicar la tesis doctoral de D. Felipe, bien acompañada por la tercera edición de La razón sin esperanza, un libro que marcó una época en la filosofía española.

El 24 de octubre se inaugura una exposición que ya tuvo lugar en la UNED y ojalá pasara también por el IFS-CSIC, titulada Los sueños de la razón y la razón de los sueños, o viceversa, que viene a ser lo mismo. Si la pereza no frustra mis planes, me propongo estar allí ese día, porque además me dará ocasión para ver a mi otro querido mentor, Antonio Pérez Quintana. Me recibo de haberles dedicado sendos homenajes con Paco Álvarez, Francisco Maseda y Concha Roldan. Hace cuatro años en La Residencia de Estudiantes hubo un homenaje al entonces recientemente fallecido Javier Muguerza con una nutrida participación, como al día siguiente se hizo eco El País en su primera página. La revista Isegoría también publicó una despedida coral bajo el rótulo de “Gero arte, Javier”. Me siento muy afortunado de haber tenido tan buenos maestros, para con quienes mi deuda personal e intelectual es infinita.  

Mis queridos maestros: Javier Muguerza y Antonio Pérez