domingo. 28.04.2024
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Con total probabilidad, muchos lectores o lectoras habrán dedicado algún momento de sus vacaciones, ya sean pasadas o recientes, a deambular por las naves de una catedral gótica –o a contemplar las de la Abadía de Westminster, durante las omnipresentes retrasmisiones de los actos fúnebres por la muerte de Isabel II– dejándose sorprender por esa maravilla de la ingeniería medieval, donde los muros –gracias a un complejo sistemas de descargas, en el cual los arbotantes juegan un papel esencial– se sustituyen, en mayor o menor medida, por vidrieras, que convierten dicho edificio en metáfora de la luz celestial.

Tales joyas arquitectónicas estaban consagradas a la Virgen María, al compartir una doble naturaleza: humana por su nacimiento –para el dogma de la Inmaculada Concepción habrá que esperar hasta 1854– y divina, al ser coronada por la Santísima Trinidad, representación bastante frecuente en estos edificios. Es precisamente esta doble naturaleza, y con ello su papel de intermediación entre el hombre y la divinidad, lo que motiva dicha consagración.

Ante tal magnificencia, bien pudiera pensarse que la Iglesia Católica otorga a la mujer un lugar preeminente, cuando la realidad es todo lo contrario. Volviendo a las catedrales góticas: si observamos con detalle claustros, tímpanos, jambas de la portada u otros lugares, no tardaremos en encontrar en un capitel, columna o similar, la representación de Eva como símbolo del pecado y, con ello, de todos los males de la humanidad.

Ante tal magnificencia [Virgen María], bien pudiera pensarse que la Iglesia Católica otorga a la mujer un lugar preeminente, cuando la realidad es todo lo contrario

Hace un tiempo escribíamos para este mismo medio un artículo titulado La puta manzana donde analizábamos en tono irónico dicha acusación –primero a Eva y por extensión a todas las mujeres– de referidos males. ¿Esta contradicción, que señalábamos como ejemplo en las catedrales góticas, es un error de interpretación por nuestra parte?; ¿es una muestra más de la doble moral de la Iglesia Católica, manifestado en tantos y tantos aspectos?; ¿se trata, según manifiesta el título, de una relación compleja, como eufemismo de una relación tumultuosa?

Sea como fuere, el caso es que, desde los primeros momentos, dicha iglesia reserva para la mujer un papel de sumisión o, al menos, subsidiario con respecto al hombre. Así lo manifiestan varias epístolas de S. Pablo de Tarso en S. I:   El varón no ha de cubrir su cabeza, porque es imagen y gloria de Dios, más la mujer es gloria del varón. (Corintios 11.7-9). Vuestras mujeres callen, porque no les está permitido hablar (...) si quieren alguna cosa, pregunten en su casa a sus maridos. (Corintios 14.34-35) No permito a la mujer enseñar ni tomar autoridad sobre el varón, sino estar en silencio (Timoteo2-11-15).

S. Agustín de Hipona (S.IV-V) Doctor de la Iglesia, afirma: la mujer es un ser inferior y no está hecha a imagen y semejanza de Dios. Corresponde a la justicia, así como al orden natural de la humanidad que las mujeres sirvan a los hombres.

Otro doctor de la Iglesia, S. Tomás de Aquino, por si queda alguna duda, afirma en su “Summa Theológicae”: considerada en relación con la naturaleza particular, la mujer es algo imperfecto y ocasional. Porque la potencia activa que reside en el semen del varón tiende a producir algo semejante a sí mismo en el género masculino. Que nazca mujer se debe a la debilidad de la potencia activa, o bien a la mala disposición de la materia, o también a algún cambio producido por un agente extrínseco, por ejemplo, los vientos australes, que son húmedos.

Tomás de Aquino: “(..) La mujer es algo imperfecto y ocasional. Porque la potencia activa que reside en el semen del varón tiende a producir algo semejante a sí mismo en el género masculino”

Buena parte de las consideraciones con respecto a la mujer aún continúan vigentes en pleno siglo XXI y prueba de ello es el debate social generado por la reciente aprobación de la denominada ley del “solo si es sí o Ley Orgánica 10/2022 de Garantía Integral de la Libertad Sexual frente a la prevalencia de un sistema que exigía la demostración de la negativa y resistencia de la víctima, culpabilizándola en muchos casos y poniendo el foco en comportamiento de esta, no del agresor.

Mientras, en la tradición griega y romana, dioses y diosas tienen una vida sexual muy activa, comportándose como seres humanos y produciéndose auténticos culebrones por celos, infidelidades y demás, en el cristianismo se impone la ausencia del sexo como virtud, la cual es encarnada en la figura de la Virgen María y su inmaculada concepción. Así, el sexo, para la mujer se convierte, como poco, en una mancha, si se hace por mero interés reproductivo, o directamente en pecado cuando no tiene dicha finalidad. La capacidad de la mujer para engendrar vida, la convierte en objeto de pecado. Una extraña contradicción.

Es cierto que no faltarán desde el seno de la propia Iglesia Católica, personajes como Santa Hildelgarda o Sor Juana Inés de la Cruz, que alcen sus voces –y sus escritos– contra esta situación; pero sus valiosas opiniones no suponen más que unas gotas de agua en este océano de culpabilización y maltrato de la mujer, por los siglos de los siglos.

Iglesia y mujer: una relación compleja