sábado. 27.04.2024
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Homo homini lupus. Pintura de Maximilian Pirner de 1901.

No ha existido casi nunca eso que llaman la paz social, la polarización -otra modernez lingüística que no transforma nada- es tan antigua como la mentira, lo que sucede para que se consiga una concordia ficticia es que los de arriba son muy fuertes y están blindados y los de abajo cuerpo y mente los tienen sobradamente ocupados en salir adelante, que es como el padrenuestro de cada día, pero sin trascendencia y proferido por inercia desde el tedio y el desencanto.

Hace veintitantos siglos -parece que fue ayer- Aristóteles definió al hombre como un animal político. Con el devenir histórico y la mala leche que da la evolución sociocultural, lo de animal se ha sofisticado una barbaridad y, aunque en muchos pagos está maltratado y desprotegido, no se encuentra en vías de extinción. Con respecto a lo político, se ha ganado en democracia, o sea, se han reforzado y alambicado nuestras contradicciones en el difícil equilibrio entre norma y libertad, dentro de un guion de actuación intrigante y camastrón en las polis que no conocen ni las madres geoestratégicas que las parieron.

Se está consumando, a caballo entre un franciscanismo heterodoxo y una fraternidad protráctil, la instauración de una nueva exotiquez de raíz burguesa y urbana, que no está basada en la romántica evasión espacial o temporal, sino en la humanización de los animales y en la animalización de la libertad que, pese a las democracias (industrializadas), cada vez funciona en mayor medida como una jaula de oro o como un laboratorio de cobayas con supuestos fines científicos y filantrópicos. Pasmo, exotismo y normalización es la evolución natural de los inventos humanos. Quieren culturizar la naturaleza. Alienar lo que permanece inalienable. Las mascotas están desarrollando el instinto clasista y los pajarillos cantan y no tienen derechos de autor y hasta la fauna empieza a tener serios problemas identitarios. No caen en la cuenta de que ya tenemos suficiente con que estemos alienados los animales políticos. Todo comienza con los animales de consumo en sus ecosistemas de mentira y en sus mataderos de verdad, continúa con el hombre devorador y opulento, y termina con la muerte, esa misma que se arrastra desaliñada por tanatorios y monterías.

Urge una pedagogía en la concienciación de que no somos inmortales e inspirada en la realidad (no artificiosa), edificante pero sin colorantes. Urge desarticular el relato monocorde y utilitarista que anula la perspectiva y la raigambre (la cultura veraz). Se echa de menos una educación concreta de quiénes y, sobre todo, qué somos. Hacen falta autenticidad y verdaderos redaños en las ideas sin caer en platonismos falsificados. La manipulación adecuada y la propaganda oportuna convierten la ramplonería en prestancia.

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Cualquier ser humano, conveniente y decentemente culturizado, se mueve, corre, vuela, repta por objetivos que nos ayudan a entender mejor nuestra naturaleza, y que ciframos, por equívoco o por autoengaño, en la palabra felicidad. Marx consideró que nuestro objetivo supremo es la acumulación de riqueza. El genial Bertrand Russell pensaba que la clave que realmente define nuestra condición es el poder. Todos nuestros actos tienen como propósito último el poder. Freud presentó un tercer objetivo mucho más natural (y asilvestrado) pero más sano, el sexo. El autor de la Beat Generation William Burroughs, pocos días antes de morir en 1997, escribió en la última entrada de su diario: “No hay solución final. Sólo conflicto. La única cosa que puede resolver este conflicto es el amor. Amor puro”. El amor suele pasar desapercibido como objetivo supremo en nuestras vidas, pero involucra a los otros tres en términos cualitativos, riqueza, poder y sexo.

Homo homini lupus