viernes. 26.04.2024
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Recurro, una vez más, a Nuevatribuna para alzar mi voz ante situaciones sanitarias, políticas o sociológicas que considero de grave impacto para el conjunto de la comunidad. En este caso, por la situación que la actual pandemia está generando a nivel planetario y concretamente en nuestro país.

Y lo hago porque al médico le han sido asignados, más bien intrínsecamente adquiere, determinados papeles de carácter deontológico y teleológico, unos valores morales, que le confieren indudable protagonismo y asimismo alto grado de compromiso y responsabilidad.

En ese sentido se pronuncia el Código de Ética de la Organización Médica Colegial de España, editado en 1999, cuando en el Capítulo II expresa que la profesión médica está al servicio del hombre y de la sociedad. Luego, en el artículo 6 especifica que el médico ha de ser consciente de sus deberes profesionales para con la comunidad (...) Están obligados a denunciar las deficiencias, en tanto puedan afectar a la correcta atención de los pacientes.

Y se dan graves circunstancias en el momento actual para que los médicos y sus instituciones representativas, manifiesten su parecer y se rebelen ante la gravedad de la situación que afecta a buena parte de la humanidad.

Tal como he puesto en evidencia en otras ocasiones el eficiente sistema sanitario español de antaño ha menoscabado considerablemente su eficacia como consecuencia de las políticas neoliberales llevadas a cabo con los sucesivos recortes presupuestarios que hicieron caer todos los indicadores que hacían de nuestro sistema uno de los mejor valorados del mundo. Han sido políticas neoliberales que han puesto contra las cuerdas el llamado Estado de Bienestar que tanto esfuerzo llegó a concitar.

Y eso se está notando especialmente en este momento de extrema gravedad y alta demanda de asistencia sanitaria, donde las carencias estructurales promovidas por lo anteriormente señalado, tanto de personal como de camas hospitalarias y equipamiento, están llevando a la saturación de todo el sistema sanitario; sobre todo en las comunidades que peor dotación presupuestaria han promovido en sanidad y asistencia social.

Al mismo tiempo, los efectos de la pandemia están sacudiendo muchos de los principios éticos que deben estar presentes, de forma prioritaria, en el modo de ejercer la actividad política y su implementación social.

En alguna de sus publicaciones, la filósofa valenciana Adela Cortina se pregunta que para qué sirve la ética y en qué consiste la justicia  -ver ¿Para qué sirve realmente…? la ética y Justicia cordial-. Y concluye que la ética sirve, entre otras cosas, para recordar que es una obligación ahorrar sufrimiento y gasto haciendo bien lo que sí está entre nuestras manos. Asimismo, que cualquiera que pueda ayudar a proteger los derechos de las personas está obligado en justicia a hacerlo y que los derechos humanos nunca pueden ser violados por un presunto bien superior.

En ese sentido, tengo la creencia que en momentos en los que la situación social y sanitaria adquiere tanta gravedad y amenaza aún más el futuro, en esos casos críticos, en ese instante, pienso que no se debe permanecer indiferente, que es preciso la movilización de la conciencia cívica para que, con la participación de todos los estamentos sociales, se analicen concienzudamente los efectos que están ocasionando las políticas antes mencionadas y se hagan llegar a los responsables gubernamentales para modificar su conducta.

El llamado obscuro de Éfeso, Heráclito, se expresó con claridad meridiana en uno de sus apotegmas cuando hace alrededor de 2500 años expresó: no conoceríamos el nombre de justicia si no existiesen injusticias. Y en estos momentos, la diversidad de injusticias es tan manifiesta que no puede ser tolerable.

Sin ir más lejos, la acumulación del capital en unas pocas familias económica que provoca una desigualdad social gigantesca, analizada y denunciada por economistas de contrastada solvencia, como Piketty, están creando unas tasas de pobreza de tal magnitud que pone en peligro la convivencia social y la catalogación de la dignidad humana. La loable actuación de distintas organizaciones no gubernamentales, colectivos vecinales, religiosos y otros grupos sociales, que con los comedores sociales y distintas acciones ayudan a paliar la situación de los ya millones de españoles que se encuentran en riesgo de pobreza o de exclusión social, ponen en entredicho las políticas de protección social llevadas a cabo en nuestro país. El 26% de la población española se encuentra en esa situación de pobreza y cabe esperar que aumente de forma inexorable como consecuencia de la pandemia. Una situación que debe ser atendida por las distintas estructuras del Estado con determinación y sin mayor dilación porque, como antes señalaba, los derechos humanos nunca pueden ser violados por un presunto bien superior.

En Por qué la austeridad mata, Stuckler y Basu profundizan en los perniciosos efectos que causan las políticas de recorte; se trata de dos profesores en economía de la salud y epidemiología, en las Universidades de Oxford el primero y Stanford el segundo. Los autores han analizado de forma muy inteligente, y con rigor científico, lo que sucede desde el punto de vista económico y sanitario cuando se aplican las medidas de choque y austeridad.

Los resultados han sido devastadores. En general, los países que aplicaron las terapias de choque aumentaron un 18% las tasas de mortalidad. Los parámetros analizados son abundantes y de cuestionable encaje en esta exposición, pero, en definitiva, la expectativa de vida bajó en 2.4 años. Y a estos hechos los responsables políticos y económicos que los han generado los llaman efectos colaterales inevitables. Por el contrario, según los autores citados, las políticas de estímulo económico actúan en sentido opuesto.

En un artículo publicado en este diario con el título de Lo primero no hacer daño (primun non nocere) hacía referencia, con la necesaria documentación, del deterioro que las políticas de recorte habían producido en el sistema sanitario español. Unas deficiencias que ahora, con la situación epidemiológica que padecemos se han puesto de manifiesto de manera dramática.   

Y más si se tiene en cuenta la definición de salud que la Organización Mundial de la Salud (OMS) aprobó en 1946: La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no consiste únicamente en la ausencia de enfermedad o discapacidad. Es decir, la salud deja de ser solamente un estado orgánico con buena función para convertirse en una cuestión de Estado con implicaciones políticas, sociales, económicas y medioambientales de gran calado.

En consecuencia, el derecho a la protección de la salud está vinculado de forma estrecha a la de otros derechos fundamentales que, si bien mencionó la ONU en su carta fundacional de 1945, dejó expresamente definidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, cuyo capítulo 25 manifiesta que toda persona tiene derecho a la salud, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios. Son derechos que fueron ratificados mediante el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU firmados en 1966; aunque con entrada en vigor en 1976 de conformidad con el artículo 27. Son derechos que, tal como mencionaba, no pueden ser violados por un presunto bien superior.

El derecho a la protección de la salud obliga al Estado a garantizar a los ciudadanos la mejor cobertura sanitaria posible

De modo que el derecho a la protección de la salud obliga al Estado a garantizar a los ciudadanos la mejor cobertura sanitaria posible. Y aquí está, precisamente, el quid de la cuestión: a qué llamamos la mejor cobertura sanitaria posible y cómo definirla. No creo que quepan dudas sobre este asunto si aventuramos que ese objetivo estará en consonancia con el PIB de cada Estado, pero también, y sobre todo, en la forma de distribuirlo. En realidad, a eso que en la jerga sanitaria más académica se llama efectividad; un apelativo que tiene que ver, además de la distribución de la renta, con los distintos condicionantes de la salud como son el nivel educativo, el entorno laboral y el medio ambiente. 

De cualquier forma, de lo anteriormente expuesto se pueden derivar un conjunto de derechos y estrategias específicas para dar cumplimiento a la citada Declaración. Derechos que necesariamente están vinculados de forma obligada con los de alimentación, vivienda, trabajo, educación, la no discriminación, junto al acceso a la información y la participación: a todos ellos trato de referirme con mayor o menor grado.

Así pues, y de una manera específica, el Estado está obligado a establecer un sistema sanitario sin discriminación por motivos de etnia, color, sexo o religión para la protección de la salud, para la prevención y tratamiento de enfermedades transmisibles. Está obligado a dar cobertura sanitaria por igual a todos sus ciudadanos y acceso a los servicios de salud apropiados, a medicamentos esenciales, a promocionar la salud materna e infantil junto a proporcionar una educación y concienciación sobre la salud, entre otros compromisos.

Es preciso señalar que los españoles tienen garantizados los señalados derechos porque la Constitución de 1978 no solo menciona en el artículo 10 del Título I que España ratifica la Declaración Universal de los Derechos Humanos y otros acuerdos internacionales sobre esas materias, sino que en el artículo 43 del mismo Título declara que se reconoce el derecho a la salud. Incluso, y señalo esto por las implicaciones que este asunto puede deparar en la salud, el artículo 47 dice que todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Algo que en el momento actual parece una entelequia; y ahí está sin mencionar otras, la reciente y dramática situación que han padecido, en los momentos de mayor rigor invernal, algunos vecinos de la Cañada Real de Madrid.

Con todo, son, estos, si lo comparamos con la situación sanitaria y social anterior a 1945, logros prodigiosos que han cambiado de forma trascendental la vida de los ciudadanos de buena parte de la humanidad pero que, en estos momentos, están más que comprometidos.

Por otro lado, en vez de la necesaria colaboración que en estos momentos se requiere por parte de la ciudadanía y de todas las estructuras del Estado, la confrontación que algunos partidos políticos han desatado en plena pandemia puede afectar también negativamente en los mecanismos para atajarla.

Así, las reiteradas falsas noticias que es posible observar recientemente en relación con esta problemática actúan en ese sentido. Faltar a la verdad es una práctica abyecta que, desgraciadamente, está ahora muy extendida. Desde el punto de vista ético que estamos analizando, sería conveniente dejar constancia de tal proceder en aquellos que, de forma deliberada, dan por cierto lo contrario de lo que se ha probado como verdadero; es decir, la mentira.

Lo dijo ya Platón en La República o el Estado: la mentira debe ser castigada severamente porque puede socavar los cimientos del Estado. Una actitud, la mentira, tan extendida en el fragor actual de la dialéctica política que induce a la desconfianza entre la ciudadanía; y esa circunstancia es muy peligrosa para el desarrollo solidario de la convivencia. En realidad, tal como escribe Cicerón a su hijo Marco en Sobre los deberes nada hay que mantenga más eficazmente unido al Estado que la confianza y ella se gana actuando con justicia y prudencia: esa, se me ocurre, que permite hallar soluciones acertadas en momentos de incertidumbre.

Si llegamos a un acuerdo en relación con lo dicho sería procedente legislar para que la mentira sea considerada un delito y castigada en el derecho penal con amplia repercusión, no solo en la colectividad política, porque hace ya algún tiempo que vengo observando, con voluntad de denuncia, que existe una tendencia, en buena parte de la sociedad, a tirar balones fuera y culpar a otros de la precariedad del presente, en general a los que tienen responsabilidades de gestión de la cosa pública. Sin embargo, a mi entender, los políticos no son otra cosa que la parte emergente de la sociedad en la que desarrollan su actividad.

En ese contexto, si con la moderna bioética se puede definir al médico como un profesional entrenado para tomar decisiones prudentes en momentos de incertidumbre, y digo yo que mejor, además, si son acertadas, se trata de una proposición que debería ser aplicable a los que toman decisiones políticas que afectan a la vida de los demás.

En los momentos críticos que estamos padeciendo puede darse el caso de tomar decisiones que algunos puedan considerar de rango autoritario, incluso de porte dictatorial; algo, sin embargo, que en el sistema democrático que tenemos la fortuna de poseer pueden solventarse de forma acertada.  

Así, podría suponerse que el toque de queda, una expresión que tiene su fundamento en los tiempos de guerra -y podría ser conceptuado sin demasiado error de tal manera el presente epidemiológico donde están muriendo millones de seres humanos- sería una decisión autoritaria que conculca la libertad individual. Sin embargo, con tal medida se trata de evitar la propagación excesiva de la infección y ahorrar en vidas humanas.

De igual forma, si el Estado considera lícito y adecuado rescatar de forma multimillonaria y a fondo perdido, a la banca por los errores cometidos por su gestión pienso que, de la misma manera, sería necesario crear los mecanismos necesarios, tal vez la nacionalización, para controlar los medios de producción de mascarillas, equipos de protección individual (EPI), respiradores, oxígeno y vacunas que no solo ahorrarían vidas sino que al mismo tiempo, evitarían las injusticias que  la especulación con tales materiales conducen al enriquecimiento de los especuladores y ahondan en las desigualdades e injusticias de porte heracliano citado previamente. Qué paradoja, cuando se destina dinero público a la investigación de vacunas que luego son comercializadas por la industria privada.

Aún más, si el Estado considera lícito y adecuado rescatar de forma multimillonaria y a fondo perdido, a la banca por los errores cometidos por su gestión pienso que algo similar habría que hacer con los trabajadores, autónomos y empresas que, no por sus errores, sino por una situación epidemiológica gravísima sobrevenida están sufriendo una catástrofe económica de difícil solución de forma autónoma. Ahora bien, al mismo tiempo habría que legislar convenientemente para suprimir los contratos abusivos que los empresarios de cualquier signo ejercen sobre los trabajadores contratados.

Se puede argüir que son medidas que pueden sobrepasar las posibilidades presupuestarias que maneja el Estado, pero, como antes decía todo está en la forma de la distribución de los distintos elementos presupuestarios y en la manera de recaudarlos.

Estamos sufriendo un momento crítico como nunca antes habíamos padecido y eso exige acciones y soluciones igualmente excepcionales. El hombre, decía Séneca, es el artesano de su propia vida. La moral y la ética son los instrumentos que condicionan el vivir del ser humano. Y no lo duden, la trayectoria vital puede tener dos direcciones: una, que en ética se denomina proactiva, permite anticiparse al futuro y diseñar el rumbo de los acontecimientos, en la otra, o reactiva, los acontecimientos nos corroen porque los hemos dejado llegar sin hacer nada con el modelo de vida que hemos decidido llevar. Es decir, pienso que buena parte de lo que le sucede al hombre es responsabilidad suya. Haciendo mío el pensamiento de los intelectuales citados en este artículo, dentro de mi exiguo bagaje y de mis posibilidades, vengo tratado de crear un estado de opinión a favor de una ética proactiva. De ahí, por lo tanto, la justificación de este texto.


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