domingo. 28.04.2024
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El profesor López Aranguren, en 1976, en la Facultad de Filosofía y Letras.

Esta semana he asistido a la segunda de las XXVIII Conferencias Aranguren organizadas por el IFS-CSIC en La Residencia de Estudiantes. En la víspera, Teresa López de la Vieja hizo varias alusiones a quienes le habían precedido en esta encomienda y nos habló de las virtualidades que puede tener una Ética pública bien implementada y que se ha mostrado eficaz para evitar la corrupción, razón por la cual felizmente no es noticia. Habría que reflotar esa sociedad sumergida, que no hundida, donde la ciudadanía muestra un comportamiento ejemplar por debajo del radar mediático y que constituye una suerte de Atlántida simbólica, un recordatorio de la necesaria simbiosis entre moral y política.

Por su parte, Antonio Campillo abordó la recomendación que le hiciera en su momento Concha Roldan, cuando le comunicó la invitación cursada por el claustro del Instituto de Filosofía. Hizo un sugestivo maridaje de su propia trayectoria profesional y del periodo cuyos problemas quiso presentar, logrando fusionar las perspectivas ontogenética y filogenética. Comenzó proyectando una foto histórica tomada en el Paraninfo de la Complutense. Aranguren dictaba una lección magistral nada más reintegrarse a su cátedra de Ética y Sociología. Entre los asistentes de la conferencia de este jueves había unos pocos que también habíamos estado allí en 1976.

Las inquietudes intelectuales de su doble formación hizo que Campillo se decantara por filosofar sobre la historia. Sus publicaciones, algunas de las cuales fueron gestándose mientras realizaba distintas estancia la en el IFS-CSIC, testimonian los avatares de sus intereses que, pese a sus lógicas variaciones vuelven a confluir en el siguiente recodo del camino. La categoría de progreso ya no sería operativa, desprovista del marco teleológico que la sustenta. Sin embargo, con Rousseau y Kant, sigo considerando útil distinguir el progreso moral del teleológico y la eventual discrepancia entre ambos, por paradójica que resulte.

La especie humana está esquilmando el planeta Tierra y unas élites privilegiadas acaparan unos recursos que dejan a una inmensa mayoría en situaciones harto precarias e indigentes

Como quiera que sea, la especie humana está esquilmando el planeta Tierra y unas élites privilegiadas acaparan unos recursos que dejan a una inmensa mayoría en situaciones harto precarias e indigentes. Por supuesto esa implacable e impía depredación tiene responsables bien identificados, que se las ingenian para no rendir cuentas de ningún tipo. El despiadado individualismo que pretende optimizar sus beneficios a cualquier precio y sin miramiento alguno hacia los daños colaterales, ha ganado la partida por el momento. Se confunde bienestar con un consumo desaforado e insostenible, se prima el tener y se olvida el ser. Envidiamos a los ricachones aunque nos parezcan abominables.

Ni siquiera el paréntesis de la pandemia sirvió para recordarnos que cabe suscribir otros valores más autónomos y menos dependientes del azar o las marrullerías. En lugar de cambiar nuestras costumbres cotidianas, retómanos con ahínco las inercias previas al confinamiento. Lejos de plantearse un contrato social con otras prioridades, volvimos a las andadas como si nada hubiera pasado, tal como hacemos en medio de dos conflictos bélicos tan cercanos como peliagudos. Nos acordamos de su existencia cuando suben las hipotecas o los recibos energéticos, pero nos hemos habituado a que se justifiquen cosas injustificables al verse respaldadas por poderosos intereses económicos y geoestratégicos.

La emergencia climática se agudiza cada día, sin que los acuerdos internacionales logren detener un deterioro galopante. Los más jóvenes han mostrado ser más conscientes del problema, pero las agendas políticas continúan siendo impermeables para tomar medidas conjuntas. Ante semejante diagnóstico, se diría que lo suyo es cultivar el carpe diem. Sin embargo, Campillo nos hace reparar en que, aun cuando ya no contemos con un calendario de la revolución, sí cabe cartografiar unos mapas de la resistencia. Hay pequeñas comunidades que han sabido conseguir reseñables grados de autonomía energética o alimentaria y sirven para suscribir un blochiano principio esperanza en medio de tanta desesperación.

Hay que revertir el conformismo y la desafección política de los más jóvenes. Lo que hay puede cambiarse gracias a nuestro concurso, aunque necesite una revolución interna dentro de cada cual. Hace falta una neoilustración, como la reclamada por Cassirer contra el nazismo en particular y los totalitarismos en general. Con su Enciclopedia Diderot se propuso cambiar el modo común de pensar, ofertando enfoques alternativos de los planteamientos estandarizados como hegemónicos. El reto es cómo aplicar hoy esa teoría en la práctica. Ciertamente los experimentos espontáneos pueden tener su eco y provocar un salutífero efecto dominó. Las campañas de resistencia pueden darse por doquier y en cualquier momento. El pesimismo antropológico que Gramsci comparte con Kant no excluye mostrarse optimistas para contribuir a cambiar el porvenir.

La tarea no es fácil, porque las consignas demagógicas calan con mucha eficacia en las emociones a flor de piel del malestar social. Las paulatinas e innumerables conquistas del movimiento feminista se liquidan como por ensalmo con el sambenito de “feminazi”. El ideario socialista se conjura con el falso dilema entre socialismo y libertad, como si esta pudiera darse sin unas condiciones que propicien cierta igualdad y una mínima empatía. Incluso los inmigrantes bien asentados repudian que sus antiguos compatriotas pueda seguir sus pasos en sus lugares de acogida, esos países más prósperos que  cierran sus puertas a las inmigraciones bélicas. climáticas y socioeconómicas. Subrepticiamente se viene a poner en cuestión una dignidad que parece incompatible con la indigencia, como si está fuera el corolario natural de un comportamiento inapropiado.

Las desigualdades económicas, de género e intergeneracionales, desmantelan un tejido social que sólo puede reconstruirse paliando las colosales asimetrías

Las desigualdades económicas, de género e intergeneracionales desmantelan un tejido social que sólo puede reconstruirse paliando esas colosales asimetrías. El activismo cívico es fundamental. A la filosofía le corresponde reinventarse para no quedar encerrada en su torre de marfil y trasladar sus reflexiones críticas a la ciudadanía. En realidad se precisaría un proceso de secularización que desacralizara los nuevos dogmas revelados por la teotecnocracia. Se nos promete una suerte de inmortalidad cibernética, transfiriendo nuestros recuerdos a un futuro dispositivo digital. Ya no se nos ofrece colonizar el espacio exterior, sino un tiempo inagotable. La fantasía del transhumanismo puede tener consecuencias harto perniciosas. Mientras tanto hay mucha gente que habita durante muchas horas al día una realidad virtual desconectándose de su entorno afectivo.

Tiene razón Campillo. Hay que generar nuevas localizaciones en los mapas de la resistencia cívica, participando en las que podamos y fomentando las que puedan implementar personas más idóneas. No podemos acatar como si fuera una verdad revelada e indiscutible las premisas del ultra neoliberalismo económico que repudia nuestra imprescindible interdependencia. Debemos apostatar de un credo tan dañino para la especie humana y aquellas otras que comparten su hábitat planetario con ella. Hay que oficiar como ciudadanos cosmopolieticos.

El eco social y cosmopoliético de las microscópicas iniciativas ciudadanas