sábado. 27.04.2024
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Hubo un tiempo en que se consideraba que “la rebelión de las masas” amenazaba el orden social y las tradiciones civilizadoras de la cultura occidental. En nuestros tiempos, sin embargo, la principal amenaza parece provenir de aquellos que están en la cúspide de la jerarquía social, no de las masas. Este notable vuelco de acontecimientos desconcierta nuestras expectativas acerca del curso de la historia y pone en cuestión ideas asumidas desde hace mucho tiempo. 
Christopher Lasch. “The revolt of the elites and the betrayal of democracy”. 1995


El avance sostenido de la ultraderecha en todo Occidente y la decadencia de los partidos tradicionales en Europa son las secuelas políticas del estancamiento económico en el núcleo del sistema capitalista. Sin crecimiento, aumenta la desigualdad, se desvela el mito de la movilidad social, no es posible mantener el pacto social y la consiguiente frustración determina que una parte importante y creciente de los ciudadanos deje de confiar en la política. Más concretamente en la democracia liberal. Siempre fue así.

Ese malestar social ante el sistema vigente se materializa en dos grandes corrientes ideológicas descalificadas como populistas: la ultraderecha, que busca refugio en un pasado que no acepta irrepetible, y una izquierda variopinta, en ebullición, con objetivos diversos, cuyo común denominador es sentirse traicionada por sus elites y partidos tradicionales. Aparentemente todos los partidos comparten los valores de la Ilustración (la libertad, igualdad y fraternidad) pero evitan mencionar la causa de la extrema polarización: el inefable tabú de la lucha económica. Ni siquiera en un momento como el actual, en que la creciente desigualdad amenaza la democracia, las elites de la izquierda tradicional dejan de considerar periférica la lucha económica, centrando su acción desde hace décadas en reivindicaciones identitarias de género, étnicas, etc. Al igual que las elites conservadoras, consideran que, de los problemas económicos, como la desigualdad, se ocupa el mercado y no la política. Como la realidad es compleja, los temas económicos deben estar fuera del debate público, reservado a los que saben. En este asunto la mayoría no preparada, el común, deben renunciar a su condición de ciudadanos con poder de decisión, para convertirse en meros consumidores. Detrás de ese argumentario se esconde la voluntad de las elites de evitar a toda costa el debate sobre las clases sociales. 

La izquierda mundial se encuentra enfocada a luchas identitarias, de género, raciales… sin atreverse a enfrentarse de forma racional, con un proyecto de acción universal, al conflicto central del que los demás son derivadas: la lucha económica

Esa pérdida de soberanía provoca el desapego a la democracia.

En los años ochenta, el pensamiento económico ortodoxo, ya neoliberal, establecía que una economía libre de regulaciones estatales y fronteras permitiría a los mercados de capital dirigir sus inversiones de forma eficiente espoleando el crecimiento económico. Adicionalmente, dejar que los mercados decidieran libraba a los políticos de la responsabilidad de elegir entre dilemas sociales, conflictivos con consecuencias electorales, del tipo, ¿debería el país invertir más en vivienda, educación o transporte? ¿en investigación y desarrollo o en energías limpias? ¿en ampliaciones de grandes aeropuertos o en redes ferroviarias de cercanías? ¿Qué balance se debe establecer entre inversión pública y privada? Desde luego, transferir al mercado la soberanía es un hecho político. 

Y fue lo que hizo Reagan. A comienzos de los ochenta se presentó a las elecciones presidenciales con el lema “El Gobierno es el problema y el mercado la solución”. Durante su campaña Reagan prometió reducir el déficit cortando radicalmente impuestos y gastos sociales y aumentando el gasto militar. Según su teoría, que denominaba política de oferta (y Bush padre, ‘voodoo economics’), la reducción drástica de impuestos espolearía la inversión y el crecimiento de tal forma que la recaudación fiscal aumentaría. Y ocurrió que los recortes de impuestos no generaron suficiente incremento de inversión y el déficit federal explotó. Paul Volcker, presidente de la Reserva Federal desde 1979, para acabar con la inflación había restringido la oferta monetaria a tales niveles que los tipos de interés se dispararon provocando una recesión. Se temió que este fracaso privaría a las compañías del crédito necesario para nuevas inversiones.

Pero surgió lo imprevisto: los altos tipos de interés atrajeron un aluvión de inversión extranjera, encabezada por Japón, en bonos del Estado. Con ello se financió el déficit federal y se recuperó la economía durante los 80, pero no revivió la América manufacturera como había prometido Reagan.

Aunque la economía creció, la participación de inversión fija en el PIB (Producto Interior Bruto) disminuyó: coincidiendo con la mundialización, las multinacionales norteamericanas movieron sus inversiones al extranjero y confiaron el incremento de sus beneficios a la especulación financiera. Al final de los años 80, las finanzas, los seguros y la propiedad inmobiliaria sobrepasaron a la economía manufacturera en la participación en el PIB, tendencia que continuó durante el primer decenio del actual siglo. 

Para las empresas manufactureras tradicionales pesaban más en sus balances los resultados financieros que los resultados operativos de fabricar y vender cosas. A principios del milenio, la Ford obtenía más beneficios de los préstamos para la compra de sus coches que de la venta de estos. Cuando el presidente de la US Steel cerraba sus fábricas en los años 80, explicaba que “ya no estaba en el negocio de fabricar acero, sino en el negocio de fabricar beneficios” [1]. La desinversión de las grandes corporaciones manufactureras supuso un golpe letal para el cinturón fabril del noreste y medio oeste de EE.UU. que arrastró a su empleo y sindicatos. Ese proceso de financiarización de la economía iniciado por Reagan fue abrazado por dos presidentes demócratas, Clinton y Obama.

La crisis que vivimos es de naturaleza material, no ética. Es una crisis producida porque el crecimiento, en que se basaba el todavía vigente modelo económico, se ha parado y no cabe el regreso a modelos anteriores

Si en las décadas de los años 50 y 60 los beneficios del sector financiero alcanzaban del 10 al 15% de los beneficios empresariales, a mediados de los 80 alcanzaban el 40%, equivalente a cuatro veces del total de los conseguidos por las industrias manufactureras. Después de hundirse en la crisis del año 2008, actualmente han recuperado sus niveles anteriores.

El espíritu del nuevo capitalismo se encarnó en el arquetipo de tiburón de las finanzas que utiliza el abundante crédito disponible para comprar y desmantelar las compañías manufactureras vendiendo divisiones productivas, reduciendo costes y plantillas al servicio de la ‘maximización del valor del accionista’. 

Al tiempo que los financieros volaban las empresas manufactureras, destronaron a la clase directiva que reinaba desde los años cincuenta y, con ella, sus valores. Poco tiene que ver el arquetipo actual del rico exhibicionista, individualista, hedonista con el descrito por Werner Sombart en “El burgués” o Max Weber en “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, ahorrador, frugal, responsable frente a la sociedad, movido más por el deber que por el placer… O así se veían ellos.

En el contexto de las nuevas tecnologías, la mundialización de la economía y la ideología liberal, la nueva clase gestora hizo estallar las costuras de la desigualdad. En 1980, cuando Reagan fue elegido presidente de los EE.UU., un presidente de gran empresa ganaba 35 veces la media de un trabajador. En el año 2000, con un presidente demócrata como Clinton, la proporción era 366:1. 

Y así, el modelo dominante en el corazón de Occidente desde los cincuenta, manufacturero y regulado por un Estado de bienestar que en Europa lideraban los socialdemócratas, cambió radicalmente en los años ochenta a otro neoliberal, desregulado y predominantemente financiero. El modelo de crecimiento se había agotado y se restauró el liberalismo como ideología hegemónica.

Ante la avalancha liberal, una parte importante de la izquierda adaptó sus valores a la aparente nueva realidad. En uno de los acostumbrados ‘avances estratégicos hacia la retaguardia’, abandonó la lucha por una sociedad sin clases sustituyéndola por una democratización del acceso a la clase alta de los mejores del común, idea no conflictiva, inclusiva y trasversal. La llamó meritocracia, palabra que aparece por vez primera en 1958 en una terrible distopía, “The rise of meritocracy”, escrita por Michael Young, que fue diputado por el partido laborista británico.

Describía allí una sociedad en que la clase dirigente se elige según la fórmula “Cociente Intelectual + esfuerzo = mérito”. La inteligencia frente a la herencia como mecanismo para la transmisión dinástica de riqueza y privilegios a través de generaciones. “La mejor forma de derrotar a la oposición obrera”, observa el protagonista de la distopía de Young, “es apropiándose y educando a los mejores niños de las clases bajas cuando todavía son jóvenes, permitiendo al chico listo abandonar la clase baja para entrar en la clase más alta a la que tiene condiciones para escalar”. Los que quedan atrás, sabiendo que “han tenido todas las oportunidades”, no pueden legítimamente quejarse de su suerte. ‘Por primera vez en la historia humana el hombre inferior carece de apoyo para salvar su autoestima’, resalta.

La natural tendencia a la desigualdad del sistema se está acelerando: la concentración de poder de las grandes empresas, la erosión de la competencia… ahondan como nunca la división en clases sociales

El mito meritocrático fue acompañado por una preocupación obsesiva por la autoestima, base de la autoayuda, terapéutica social que necesitaban los perdedores, inventada en California en los años cincuenta e incrustada en la cultura mundial con un carácter cuasi religioso. Trata de aliviar el sentido de fracaso (o ira) de aquellos que no fueron capaces de trepar por la escalera educacional (movilidad social, sintagma que aparece en la gran crisis del 29) evitando así tocar, eso sí, la tramposa estructura existente de reclutamiento de las elites (la adquisición de credenciales educacionales). 

La realidad confirmó que esta aristocracia del talento mantiene los vicios de la hereditaria. Gran parte de las nuevas elites, convencidas de que sus méritos nada deben a la sociedad (los self-made men, desprecian a las masas perdedoras, hacia las que pueden sentir “compasión” pero no la obligación” que sentían algunos antiguos burgueses hacia sus conciudadanos (no les concierne ya lo de noblesse oblige). La meritocracia es una parodia de la democracia. La movilidad social no socaba la influencia de las elites, sino que la refuerza y con ello incrementa la posibilidad de ejercer irresponsablemente un poder de liderazgo sobre una gente a la que ‘nada deben’. Su verdadero éxito no consiste en liderar a la gente común sino en escapar de ella. Y esta forma de pensar añade a la herida de desigualdad el insulto.

Si en teoría este procedimiento de elección de elites mejora el anterior, aun si hubiese funcionado la educación como escalera de movilidad social (su aplicación tramposa es demasiado obvia), en la realidad su eficacia para reducir la desigualdad es nula. 

En EE.UU., la mayor parte del crecimiento económico desde 1980 ha ido al 10% más rico, cuyos ingresos crecieron el 121%, mientras la mitad de abajo de la población mantenía unos ingresos medios en términos reales similares a los de 1980. No ha habido crecimiento de ingresos para el trabajador medio durante medio siglo. En 2018, el 1% más rico recibió el 20,2% del ingreso nacional mientras la mitad más pobre de la población recibió el 12,5%. El 10% más rico ingresa el 47% del producto nacional (esa proporción asciende al 37% en la Europa Occidental) [2]. 

Además de las desigualdades en los ingresos, se agranda la brecha de intereses; gran parte de los privilegiados que componen el 20% de la cúspide social, la alta clase media de directivos y profesionales, se han hecho independientes no solo de las ciudades industriales en ruina, sino de los servicios públicos en general. Tienen su propia sanidad, educación y seguridad privadas y no encuentran justificado pagar por unos servicios públicos que no usan. Se han separado de la vida de la gente común.

Lógicamente el poder económico acumulado por esta oligarquía está secuestrando todas las instituciones políticas. Desde mediados de los ochenta el coste de ganar un asiento en la Cámara de Representantes o en el Senado, se ha más que duplicado. A los nuevos congresistas, los lideres de los partidos les recomiendan dedicar tres o cuatro horas al día a su trabajo (acudir a las audiencias de los comités, votaciones, reuniones con los representados…) y cinco a atender a los patrocinadores y a telefonear a los posibles donantes. En 2012, más del 40% del dinero gastado en las elecciones federales provino, no del 1% de la cúspide más rica de los ricos, sino del 1% de ese 1%. En 2016 casi la mitad de las donaciones a los candidatos presidenciales de los dos partidos vino de solo 158 familias.

El dinero no solo compra las elecciones; compra el acceso a las agencias que elaboran las reglas con las que se gobierna la economía. Del 2000 al 2010, las corporaciones norteamericanas, encabezadas por las financieras, las de defensa y las tecnológicas triplicaron sus costes en lobbying y relaciones públicas (este crecimiento sugiere que la inversión en estas actividades legales corruptas es muy eficiente). Cabe deducir intuitivamente que esa captura oligárquica priva de palabra a sus ciudadanos cuando sus intereses divergen de los de la plutocracia. Esa intuición se ve confirmada por trabajos científicos que demuestran que, en los cambios de política económica federal, el ciudadano medio, aunque tenga mayoría abrumadora, ejerce poca o nula influencia en la elaboración de esas políticas. Están ahogados por los ricos y los grupos de interés.

En las últimas décadas el encarecimiento de las campañas reduce la representación política a una minoría adinerada muy alejada de las necesidades de la población general. 

Mientras tanto, la natural tendencia a la desigualdad del sistema se está acelerando: la concentración de poder de las grandes empresas, decadencia de la producción en pequeña escala, profesionalización del conocimiento, la erosión de la competencia… ahondan como nunca la división en clases sociales.

La crisis financiera del 2008 evidenció el derrumbe del modelo neoliberal.

Contra la tiranía económica de un pequeño grupo que determina, a través del dinero, la propiedad y el trabajo, la vida de la gente corriente, los ciudadanos solo pueden apelar al poder organizado del gobierno. Pero una gran parte de los “perdedores” de la globalización, como los trabajadores industriales, consideran a su gobierno rehén de Wall Street.

La diferente forma en que los gobiernos progresistas de Clinton y Obama aplicaron las ayudas de salvamento a la industria del automóvil y a los bancos justifican las sospechas. 

Cuando la administración de Obama ayudó a General Motors y Chrysler, expulsó a muchos directivos, impuso reducción de salarios a los sindicalizados trabajadores del sector y reestructuró las compañías. Para ayudar a Wall Street no expulsó directivos, ni puso freno a sus escandalosos salarios, ni limitó el cobro de dividendos, ni impuso pérdidas a sus accionistas y acreedores. Ni siquiera pidió a las instituciones financieras que recibieron ayudas públicas que aumentaran sus créditos o dejaran de obstaculizar la reforma de la industria financiera. Simplemente soltó el dinero sin pedir a nadie responsabilidades. Renunció a ejercer, en defensa del bien público, el poder de decisión que le otorgaba el capital invertido. 

La injusticia practicada era inocultable y reconocida por el propio Obama. Seguramente evitó la catástrofe económica porque, a veces, el bien público requiere ciertas dosis de injusticia. Pero la causa última fue que el poder financiero era ya demasiado grande como para dejarle caer o enfrentarse a él. Obama fue incapaz de dirigir la ira de los oprimidos contra los poderes económicos, como había hecho Roosevelt en el New Deal y eso no lo perdonó su electorado tradicional. Cuando la izquierda es incapaz de imponer a los poderes económicos responsabilidad democrática, la gente busca en otro sitio. Cuando los ciudadanos fueron a las urnas en 2016, después de ocho años de administración de Obama, el 75% decía que buscaban un líder ‘que rescatara el país de los ricos y poderosos’. 

Y encontraron a Trump.

A modo de aclaración:

En estos momentos en que el modelo económico vigente en los últimos cuarenta años ha entrado en crisis debilitando con él su concreción política, la democracia liberal, es difícil no coincidir con Lasch en que el mayor peligro para su supervivencia ya no proviene de una rebelión de las masas, tan temida por Ortega en los años 20 del pasado siglo, sino de la concentración de poder en unas elites que han emergido de una marea de desigualdad que pone en peligro cualquier apariencia de democracia. 

Sin embargo, la crisis que vivimos es de naturaleza material, no ética. Es una crisis producida porque el crecimiento, en que se basaba el todavía vigente modelo económico, se ha parado y no cabe el regreso a modelos anteriores. Además, para aumentar la complejidad del problema, razones ecológicas dificultan la posibilidad de crecimiento.

En esta tesitura, la izquierda mundial se encuentra desorientada, atomizada, enfocada a luchas identitarias, de género, raciales… sin atreverse a enfrentarse de forma racional, con un proyecto de acción universal, al conflicto central del que los demás son derivadas: la lucha económica.

Sin un proyecto permanente realizable, todas las luchas sociales posibles se quedan en simples revueltas fuentes de frustración.


[1] “Democracy´s discontent”. Michael J. Sandel. 2022
[2] Distributional National Accounts. 2018. Thomas Piketty, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman. 


Antonio Sánchez Nieto | Miembro del colectivo Hormigas Rojas

Democracia y desigualdad: ¿por qué crece el descontento político?