sábado. 20.04.2024

La libertad de pensar lo que no puede ser visto

huma

Estuve hablando con Be Gómez [1] -poeta, narrador, docente, activista- en un directo de Instagram, virtualmente, desde la librería Sputnik de León, sobre la poesía y la escuela, la poesía en la escuela, la escuela que contiene la poesía.

Hablamos del canon, de lo que falta, de los sesgos, de la falta de tiempo, de los currículos repetitivos que lastran un enfoque más creativo y creador, más experimental, más de poner en práctica desde la lectura y también desde la experiencia del mundo; hablamos de la necesaria desmitificación de la poesía, de su sustancia tan apegada a la piel; de formas de acercarla o evidenciar su cercanía a la cotidianidad de nuestros alumnos y alumnas; de lo cursi, de lo que no lo es. De muchas cosas. Be y yo entendemos el mundo de alguna manera desde la poesía, que no es sólo un producto, sino un mecanismo. Y de eso quería hablar hoy, también en relación a la escuela y al color, porque, al menos yo, también miro o proceso el mundo desde esa perspectiva, desde la de la luz y la percepción de la luz.

Esta reflexión, pues, parte de la conversación con Be y con quien quiso unírsenos aquel día, y de la lectura de un ensayo sobre el color, Cromorama (Ricardo Falcinelli traducido por Mercedes Corral para la editorial Taurus); en concreto, de su capítulo “Marrón neuronal. Cómo construye el cerebro los colores”.

Mi peque y yo jugamos con frecuencia a “las palabras” (muchas horas de coche); palabras encadenadas a veces, palabras que empiezan por o terminan por, palabras que se diferencian en un sonido. Este último juego es especialmente interesante, porque algunas veces hemos hablado sobre cómo un solo sonido es significativo, sobre cómo una sola diferencia marca una distinción. La verdad es que todos estos juegos nos llevan con frecuencia a la poesía; también le gusta jugar a palabras que riman, pero todas las variantes del juego tienen que ver con los mecanismos poéticos, de una u otra forma.

Las Humanidades son necesarias en la escuela y fuera de ella. Reducen el fanatismo

Simplificando (me disculpen, por favor, los compañeros de Filología), el significado de una palabra está compuesto por partes más pequeñas llamadas “semas” (unidades mínimas de significado léxico o gramatical); de igual manera que entre “pato” y “gato” es un solo sonido el que marca una diferencia distintiva, un solo sema también marca una diferencia similar. Así, por encima, podemos decir que “silla” y “sillón” comparten semas (asiento, respaldo, patas, para una persona) pero se distinguen en la oposición sin brazos/con brazos; de forma que silla y sillón son distintos aunque compartan hiperónimo o clase. Todos o muchos elementos son coincidentes, pero uno distingue. Reconocemos así la unicidad de un conjunto de elementos organizados precisamente por su factor distintivo, que ,metafóricamente, vamos a interpretar como su contorno, porque en la oposición con otro elemento (uno al menos) de otro conjunto organizado de ellos, marca una especie de frontera. El contorno y la distinción son ideas relacionadas.

Leyendo el ensayo de Falcinelli descubrí que es un factor esencial también en nuestra manera de procesar la luz. Todo empezó con un gato al que dos neurobiólogos, David Hubel y Torsten Wiesel, habían implantado un electrodo en el cerebro para saber qué sucedía al mirar un objeto. Resultados desconcertantes llevan normalmente a descubrimientos sorprendentes; resulta que las neuronas del gato respondían, no a los objetos, sino a la alternancia u oposición entre estímulo y ausencia de estímulo, en variables diversas, por ejemplo, en el desplazamiento de líneas verticales. Uno de los aspectos más importantes para entender la realidad a través de la vista es el contorno de las cosas, su frontera, lo que nos permite distinguir; que no es lo mismo que diferenciar.

Una forma de conocimiento humano, su enunciación mediante la lengua articulada, se basa en esta capacidad de distinción también, marcada por la precisión; la ciencia utiliza un lenguaje cuyo rasgo más importante es la univocidad. La palabra precisa y exacta, idealmente sin posibles interpretaciones, por más que los paradigmas que la ciencia construye estén siempre sujetos a revisión y por lo tanto en constante cambio. Digamos que enunciar lingüísticamente la ciencia supone un ejercicio, en principio, de verdad o adecuación de la percepción a la realidad de forma sincrónica, en el momento de su enunciación, pero no necesariamente de forma diacrónica, con el paso del tiempo. Esto vale también para el resto de lenguajes que usa la ciencia, pero no es eso lo que me interesa. Hablábamos de poesía. Mientras que en el ejemplo de la silla y el sillón, podemos establecer dos conjuntos de elementos (semas) que se solapan o son compartidos o coincidentes menos en uno de ellos, en un recurso como la metáfora ocurre lo contrario: dos palabras suponen dos conjuntos de semas que no tienen por qué coincidir salvo en uno y esa mera coincidencia basta para establecer una conexión que, además, amplifica la resonancia de la percepción de esas dos palabras por separado: todos los semas de las dos palabras se suman conectadas por único punto de su contorno y construyen una imagen nueva. Esto de la construcción va a ser muy importante, tanto en el color como en la poesía y en la enseñanza.

Mientras que la ciencia de los datos establece paradigmas descriptivos (y de nuevo estoy simplificando), el arte vive en paradigmas explicativos que son una búsqueda de sentido, una tendencia a la divergencia en la mirada, y abunda en las conexiones semi lógicas, intuitivas, en los saltos de conocimiento sin la presencia discursiva de la razón. Ninguno de los dos enfoques es estanco, eso es verdad.

El caso es que nuestro cerebro parece interesarse más por los contrastes, luminosos y cromáticos en el caso de la visión, fonéticos y semánticos (entre otros) en el caso del lenguaje articulado. Los bordes tienen más información que la masa uniforme. Pero el cerebro no se limita a medir, eso lo hacen los conos en la retina; el cerebro -aquí llegamos a la magia- interpreta las mediciones de una forma muy interesante. Digamos entonces que el cerebro construye una imagen, como habíamos hecho con la metáfora -también una construcción-, que es intensa, amplia, evocadora, conectada o necesitada de contexto; porque resulta que las mediciones de color primario (sensación elemental en la que no se advierte mezcla) de los conos de la retina son tres (rojos, verdes y azules) y sin embargo percibimos el amarillo también como sensación elemental, de lo que Ewald Hering -anterior a nuestros neurobiólogos- había deducido que “la sensación cromática se comunicaría siempre [en el cerebro] como pareja de opuestos”. También el lenguaje conoce o procesa la realidad así, a través de la oposición; puesto que hay azul no puede haber amarillo, puesto que hay brazos no puede ser silla. Falcinelli escribe “la oposición y el contraste serían, pues, el lenguaje con el que el sistema nervioso nos permite pensar el mundo”.

La poesía, sin embargo, como ya hemos visto va más allá: el lenguaje en general va más allá. Wittgenstein, cuenta Falcinelli, ya abordó la cuestión de la oposición cromática desde la relación entre la lógica y la experiencia: se puede decir lo que no se puede ver, se puede decir lo que no puede suceder, porque se puede pensar. El lenguaje supera, afianzándose en él, este sistema de conocimiento desde la oposición, en sus formas más sencillas y también, volviendo a la metáfora, en las más arriesgadas, porque la metáfora lleva al extremo el contraste y la oposición al tiempo que los niega: el extrañamiento de ese y otros recursos poéticos acentúa la oposición con la idea de realidad de los lectores debido a todos los semas y otros elementos en conjuntos diferentes y no coincidentes y por lo tanto distintos que, sin embargo, suman generando algo nuevo en una paradoja del pensamiento. ¿Será una estrategia de interpretación similar a la del gusto por los colores complementarios, absolutos o divididos, que fascinan a los artistas del color? También el lenguaje y por ende la poesía es cambiante, como las relaciones entre células, como las sinapsis; también en el lenguaje hay especialización, de forma que genera una especie de mapa multidimensional trenzando información diversa, como ocurre con las células de la corteza cerebral, que no atienden todas a lo mismo pero interactúan formando una imagen enlazando los elementos percibidos.

El color es una construcción mental. El lenguaje es una construcción mental. Parece en ambos casos que los factores de intensidad o cantidad de información de los contornos, la evocación, su amplitud y su contexto son claves del funcionamiento del cerebro; suceden sólo dentro de nuestra cabeza. La poesía también es una manera de interpretar el mundo, dentro de las capacidades del lenguaje, y al mismo tiempo es una reveladora de cualidades o dimensiones que sin embargo permanecen ocultas cuando usamos la lengua de forma habitual, sin subvertir sus normas. No solo la metáfora, esa conexión que redimensiona nuestra percepción, sino también la sinécdoque, que nos desplaza a puntos de conexión de la significación de diferentes realidades; la hipérbole, que magnifica; el hipérbaton, que descoloca el orden alterando el foco de nuestra percepción. La poesía, como la pintura o la fotografía, es juego, pero no solo, es también conocimiento y sabiduría. El juego es en sí mismo un acto de sabiduría.

En fin, el cerebro toma los datos y evalúa su contexto (al mirar, al leer) para dar sentido, para reconocer a pesar de las variables meramente circunstanciales; en esto del color, eso se llama constancia cromática, que viene a ser cierta estabilidad en el reconocimiento de las cosas en el mapa de relaciones que la mente ha creado. La mente es consciente no obstante de esas variaciones circunstanciales, como ocurre en el lenguaje. Por eso la palabra “luz” tiene un significado denotativo en ambos casos pero no es percibida de igual manera en la frase “la bombilla emite luz”, que en los versos de Carlos Piera “eres opaca y transparente, pozo/ de luz, condensación oscura/ de un infinito/ intacto” (Religio y otros poemas).

Todo esto conecta de forma evidente para mí con la escuela y la enseñanza, porque un aprendizaje significativo es holístico e integrado y, si es honesto en su relación con la realidad (que ya hemos visto en dos ejemplos cómo es pensada), conforma mapas no restrictivos, sino inclusivos, nos permite seguir ampliando, pasar de los contornos a las conexiones, incorporar información nueva, discernir, criticar. Responsabilidad y libertad a partes iguales. La poesía es importante en la escuela porque no es solo regla o ley (no son datos percibidos por los conos de la retina, ni siquiera es la explicación de la alternancia intensiva de esos estímulos), es la palabra en acción, no sólo asegurando su constancia cromática o reconocimiento, sino subvertiendo el contexto a través del ritmo, el sonido, la posición, o descolocando su semántica a través de la conexión tangencial, la paradoja, el oxímoron, la antítesis. No es ocultación, sino que obedece a estrategias del cerebro para interpretar la realidad, para ayudarnos a vivir, para advertir los matices pero también darles su valor; las palabras, como los colores, como los hechos no existen de forma aislada sino que son el resultado de sus interacciones. Un diccionario al uso es como un Pantone, nomenclatura alejada de la experiencia real. Necesaria, pero no suficiente.

Josef Albers, dice Falcinelli, “está convencido de que el color debe ser usado, mirado y comparado a fin de comprenderlo realmente”. Con el lenguaje ocurre lo mismo y la poesía es el campo de juego más divertido, menos restrictivo, más osado para ello. Su belleza, la belleza en general, tiene que ver con la armonía (como las armonías triádicas o tetrádicas en la pintura), pero también con el reconocimiento del orden y la necesidad de ese orden que solo la subversión pone de manifiesto. Lo opuesto al aprendizaje es la comodidad, lo que no vemos realmente, lo supuesto, lo homogéneo sin apenas información relevante para nuestro cerebro. La poesía es un experimento de entropía que nos enfoca en los bordes y contornos, es una experiencia que inunda nuestro cerebro de información significativa, es una fuente de aprendizaje, por su contenido, pero sobre todo por cómo moldea nuestra forma de pensar; le da a nuestro cerebro precisamente lo que necesita o, por decirlo de otra manera, logra que nuestro cerebro entre en resonancia con la percepción de la realidad.

Es paradójico y hermoso. Es reconocer la libertad de poder pensar lo que no puede ser visto. La poesía de Be Gómez, tan mordiente, tan fronteriza, tan gustosa en esto de apostar por el riesgo de centrar los márgenes para que los miremos y nos miremos en ellos, y nos descubramos, también sabe mucho de eso.

Las Humanidades son necesarias en la escuela y fuera de ella. Reducen el fanatismo. Llevaba varias semanas queriendo hablar de esto, pero la decapitación de un profesor francés es un doloroso recordatorio de que la formación en Humanidades es necesaria, de que no debemos dar ni un paso hacia atrás sino recuperar el espacio que paulatinamente les ha sido recortado. Sería simplista reducir ese horrible suceso al enfoque cada vez más servil de nuestros sistemas educativos, pero sería también un error pensar que no es relevante.


[1] Be Gómez ha publicado el poemario Todos los finales en la editorial Bala Perdida.

La libertad de pensar lo que no puede ser visto