viernes. 19.04.2024

No me das ningún miedo

libro

Ray Bradbury, el escritor estadounidense, caminaba con un amigo después de cenar juntos cuando un policía los paró. Al agente no le parecía plausible que simplemente pasearan sin que ese acto no implicara intenciones delictivas. Tradujo la rabia y la perplejidad en un relato que tituló “El peatón” y que está en alguna de las colecciones de sus cuentos publicados. Tiempo después otro peatón de ficción conoció a Clarisse McClellan, que giraba bajo la lluvia  a la luz de las farolas y pisaba las hojas de los árboles con los pies desnudos. De ese encuentro nació Fahrenheit 451, una novela sorprendente. En ella, las personas dedican sus vidas intrascendentes a la satisfacción que les produce una sucesión continua de programas televisivos interactivos que ocupan cada centímetro de las paredes de sus casas, una ficción a la que pertenecen; la comunicación interpersonal apenas se reduce a la contribución simultánea pero no colectiva a esa programación, en la que asumen papeles. Viven vidas ficticias. A veces se juntan, pero permanecen aislados porque no se comunican verdaderamente. El silencio y la reflexión están mal vistos, la conversación dialógica es casi impensable, la memoria es un obstáculo para el progreso y la paz social, la lectura está prohibida, los individuos viajan escuchando música o televisión en unas pequeñas conchas que se meten en las orejas. Bradbury la publicó en 1953.

También en 1953 Asimov publicó por entregas en la revista Galaxy Science Fiction su novela Bóvedas de acero, el comienzo de la serie Robot (yo la llamo así y no recuerdo si lo oí en algún lugar o le puse nombre, perdónenme el detalle) -que tal vez había empezado a concebir en los relatos que se recogieron más tarde en el volumen Sueños de robot pero que habían ido viendo la luz con anterioridad- y que entroncaría más tarde con el Ciclo de Trántor. La serie Robot avanza a través de mundos basados en la distancia social, psicológica como en la Tierra o también física, como en Solaria. En esa visión de nuestro planeta, abarrotado, la circulación es veloz, precisa, pautada en bandas mecánicas de caminantes que no pueden pasear ni detenerse salvo en el destino; que no intercambian conversación. Ignorar a los demás es una necesidad; de nuevo la paz social exige, sobre todo en algunos contextos, extremar la intimidad y la incomunicación. En Solaria, sus habitantes pasean a placer, porque las distancias entre individuos son tan grandes que no pueden encontrarse. La comunicación es siempre virtual y generalmente superflua en lo emocional. El protagonista de la saga se llama Elijah, Elías, como el profeta y completará un proceso personal en que salir de sí mismo y aprender a comunicarse en múltiples contextos lo ayudará a formar una nueva generación de exploradores para los que tan importante es salir a las estrellas como pisar la tierra, plantar un árbol, usar el cuerpo para algo más que conducir la mente, vivir para algo más que producir.

En 2018, el editor y aventurero Erling Kagge publicó un libro titulado Caminar. Es una interesante reflexión sobre los efectos de vivir a pie, de la velocidad como factor que condiciona la percepción, de la conciencia del propio cuerpo y la propiocepción como vía de autoconocimiento, de nuestro ser social como extensión de nuestra conciencia psicológica y física. Paseaba por una calle de Los Ángeles como parte de un proyecto sobre caminar ciudades y en esa ciudad sin apenas aceras, un policía reprodujo sin saberlo el episodio que Bradbury acabó desarrollando en más de una de sus maravillosas obras literarias, porque sus caminantes recorren a modo de justicia poética su Feria de las tinieblas, su País de octubre, sus Crónicas Marcianas, Las doradas manzanas del sol, su Vino del estío, los canales de Venice en La muerte es un asunto solitario o la piel de El hombre ilustrado. Por poner algunos ejemplos.

Los tres escritores son hijos de su tiempo. Eran o son así porque nacieron y crecieron en un mundo determinado y su manera de estar en el mundo y lo que escribieron también lo transformó. Sigo releyendo a Almudena Hernando y su reflexión acerca, como punto de partida, de que construimos una cultura material que a su vez nos construye. Maneja el concepto de identidad fractal, que me parece de tanto interés y tan ilustrativo.

Vivimos y vamos a seguir así un tiempo con la necesidad de mantener esto que se ha dado en llamar distancia social, pero que, si lo pensamos con detenimiento, no es nuevo. Cuando yo daba clases de español a alumnos venidos de países nórdicos me llamaba poderosamente la atención la distancia física de sus relaciones; cuántos malentendidos comunicativos no radican en el idioma, sino en la cultura asociada al idioma, que también se traduce a veces en usos lingüísticos. También en los que llamamos países mediterráneos de Europa se ha ido imponiendo una distancia social que nada tiene que ver con la salud, sino con esa cultura material en la que crecemos y que desarrollamos: música para escuchar solos en dispositivos con cada vez más capacidad de almacenaje y selección minuciosa, que favorecen la autosuficiencia y la expresión del deseo personal; dibujos animados interactivos (con un grado de selección limitada, pero que introduce la percepción de cierto grado de individualización); plataformas de productos audiovisuales para elegir, incluso de manera simultánea, diferentes contenidos en diferentes dispositivos vinculados a una misma cuenta; juegos on line en grupo pero con los jugadores dispersos en sus respectivas casas. Leer también es habitualmente una actividad solitaria, aunque no tiene por qué serlo, pero no te aísla físicamente del entorno. Y el cine tiene un factor de socialización evidente, incluso cuando una va sola.

En estos meses se ha avanzado tímidamente en otras formas de distancia que reducen el movimiento, como el teletrabajo. Bien planteado, supone indudablemente muchas ventajas -en los contextos en que el teletrabajo es posible- que resolverían algunos problemas derivados de nuestro actual sistema, como los desplazamientos desde ciudades dormitorio o pueblos periféricos a grandes ciudades, que tantas dificultades medioambientales y de salud pública, laborales, personales y familiares, circulatorias y de infraestructuras generan. El reto de cada cambio es su planteamiento y su desarrollo ético en equilibrio con su viabilidad económica. Lo malo es que hemos crecido y abundamos en un mundo en que esta viabilidad está sometida a leyes que vulneran sistémica y sistemáticamente ese equilibrio; salir de la trampa es difícil e implica un esfuerzo contante por analizar cada una de nuestras decisiones, en todos los ámbitos de nuestras vidas. El teletrabajo puede suponer también una menor capacidad de organización colectiva, por ejemplo en lo sindical, cuya desafección ya es un hecho y tiene causas complejas que no pienso simplificar ni ahora ni nunca, pero que ponen a los trabajadores por cuenta ajena en situación de vulnerabilidad. La actividad empresarial, al menos en lo que conozco de primera mano, que es la pequeñísima empresa, tampoco es fácil; la aventura de crear puestos de trabajo de calidad, garantes de todos los derechos adquiridos y apostando por esas otras condiciones que la legislación no contempla pero que debería contemplar supone un desgaste personal, no sólo económico, muy importante. Hacerlo es una felicidad y al mismo tiempo la incertidumbre constante y la vulnerabilidad son como dormir en el filo de la cama: el sueño es inconstante, sobresaltado y no descansa.

En fin, más allá de la capacidad de organización, hay un peligro inherente en empezar a percibir a las personas como “gente”, como sustantivo colectivo que me parece que va adquiriendo connotaciones despersonalizadoras y despreciativas. La lejanía física implica más distancia emocional que intelectual, creo yo. Puede verse con facilidad en las redes sociales, donde las discrepancias intelectuales acaban frecuentemente en enfrentamiento, no en el ámbito racional, sino porque la incapacidad empática que la distancia física e incluso la despersonalización de los perfiles va desarrollando nos impide avanzar en la dialéctica.

La paz basada en la evitación de los conflictos sólo lleva al narcisismo, la mediocridad, la soberbia. Es un espejismo peligroso, que nos impulsa a inhibirnos de la construcción personal y comunitaria.

Me resulta especialmente dolorosa la situación de los niños y niñas o adolescentes ahora mismo. El cierre de centros educativos era necesario; la vuelta está siendo gestionada de manera miserable, en lo económico y en lo humano, por las administraciones, que delegan toda responsabilidad en el personal educativo sin dotarlos de medios y ninguneando y despreciando su trabajo con su silencio, su falta de concreción, su irresolutividad, su falta de honestidad y transparencia. Tal vez la cultura material que más nos ha forjado sea todo lo relacionado con el ámbito educativo: la arquitectura de los centros, el mobiliario, la configuración de los patios, las dinámicas de entrada y salida, las relaciones entre docentes y estudiantes, las relaciones entre iguales, los materiales de trabajo y las dinámicas de trabajo, los espacios de participación familiar, los horarios, el número de menores en los centros por cada educador, los nombres con que tratamos de definir nuestras posiciones relativas (educadores, docentes, enseñantes, maestros, acompañantes, estudiantes, alumnos, aprendices…). Es también la cultura material cuya transformación estamos descuidando en mayor grado, tanto en lo que concierne a los espacios comunes como a los familiares.

He visto unas fotos sobre centros escolares en Francia, con peques de unos tres años en cuadrados dibujados con tiza en el suelo de cemento gris y he querido llorar, porque la socialización es al menos el 80% del aprendizaje de nuestras vidas y nos dará, bien trabajada, las herramientas para gestionar todo lo intelectual o racional que seamos capaces de afrontar. El sueño de la razón, es decir, la negación de que las emociones y su proceso de asimilación y la capacidad para generar una respuesta y no sólo una reacción no participan de nuestro conocimiento, ha creado muchos monstruos desde la Ilustración hasta ahora.

Conozco muchas iniciativas y trabajos maravillosos que tratan de transformar esta realidad, pero voy a ponerles un ejemplo, como hago siempre, lo más cercano posible. En el colegio de mi hijo, cualquiera de sus compañeros sabe que antes de usar una pieza o un material que no esté ordenado, sino que ya ha sido utilizado y forma parte de una composición o está de alguna manera en proceso, debe preguntar por quién lo ha utilizado y debe pedirle permiso para usarlo en otro proceso o construcción; es habitual que los implicados mantengan un diálogo breve sobre el sentido de lo que está hecho y del cambio, para comprender por qué puede o no ser puesto en juego de nuevo. La reflexión del deseo, cuando es solitaria y carece de diálogo, también carece de contraste, de objetivación y puede eludir el conocimiento de la causalidad y la motivación del deseo, lo que dificulta mucho la conciencia de sentido. Este trabajo es necesario para contribuir a un conocimiento no atomizado sino integrador, a una sociedad no atomizada sino integradora. Digamos que la lógica racional analiza y la empatía evalúa.

No somos fundamentalmente lo que decimos (aunque lo que decimos y cómo lo decimos nos desnuda tanto, tanto) sino lo que hacemos. Hablamos de la importancia de la educación, pero no reestructuramos todo lo necesario para pensar en el sentido de lo que hacemos, lo que necesita realmente, en dotarla de medios acordes a ese sentido; sí en algunos grupos, sí en foros de educadores, sí arañando espacios a pequeña escala, pero no de forma sistémica. Hablamos de la importancia de la familia, pero restringimos el significado de la palabra desde la exclusión y el prejuicio; y no propiciamos que se legisle para garantizar la conciliación laboral y familiar. Hablamos de la curva demográfica con miedo, pero las medidas que se toman no van en el camino de reconocer las necesidades y circunstancias del desarrollo de la infancia, ni de reconocer a la infancia como capital social. Hablamos de la necesidad de determinados servicios, pero no estamos dispuestos a una carga impositiva que los haga posibles. Hablamos de respeto y de ecuanimidad, pero protestamos y nos oponemos a la visibilización y reconocimiento de identidades que reducimos a los márgenes, perpetuamos nuestros privilegios. Aplaudimos a los sanitarios, pero salimos a la calle sin mascarilla o somos negligentes en su uso.

Los personajes de Bradbury y de Asimov mejoran sus sociedades desde la comunicación, la escucha activa, la búsqueda de sentido, el cuidado, la emoción en colaboración con la razón. Redefinen el uso de la cultura material que los lastraba, comprendiendo que es una herramienta que puede usarse de muchas maneras y no un fin en sí misma.

Bradbury temía la energía nuclear, temía las bombas, temía la radiación. Con un uso muy medido de radiación se hacen pruebas diagnósticas y se intenta reducir la proliferación de células cancerígenas. Conocemos la teoría. A veces nos da miedo ponerla en práctica, a veces choca con nuestros intereses personales, con nuestro egoísmo, a veces nos acomodamos y nos dejamos llevar.

No sé cómo titular esta reflexión. Siempre gana la esperanza en mi ánimo, por eso me implico, por eso me cuestiono, por eso me expongo. En la novela de los bomberos que hacen hogueras para quemar los libros, Clarisse le dice a Montag: “¿Sabes qué? No me das ningún miedo”. Pues eso.

No me das ningún miedo