jueves. 28.03.2024

Cautiverio

Desde los balcones baja el barullo de los aplausos en agradecimiento a los trabajadores de la salud, mientras los estridentes megáfonos de la policía hacen eco en las calles desiertas. Es la séptima jornada de cuarentena obligatoria decretada por el gobierno argentino, y –tal como ya anticipan los medios de comunicación- todo hace presuponer que el aislamiento se extenderá al menos hasta mediados de abril.   

De la noche a la mañana se interrumpió la manera en la que interactuábamos; y lo que conocíamos como “vida social” tornó en una virtualidad sobrecargada de emociones. El virus nos obligó a alejarnos, a tomar distancia, a evitar la tentación de cometer dos de los actos más reconfortantes. Los besos y los abrazos  -quizás las únicas razones por las cuales tiene algún sentido la existencia- se convirtieron en factores de riesgo, dejando huérfanos de motivos a millones de almas sensibles que ahora deambulan de una farmacia a otra en busca de alcohol en gel.

La cobertura en continuado obliga a los medios a crear nuevos panelistas. Algunos refutan el uso de barbijos, otros pormenorizan en los treinta segundos que debe durar el lavado de manos, en el distanciamiento social, en las nuevas normas de conducta que debemos adoptar para paliar la pandemia.

El miedo se palpa en los pasillos, en los ascensores, en esas hileras de seres distantes que elevan las voces, conformando un coro monotemático. El enemigo es invisible, no tiene rostro. Aterra porque no hace distinciones de clase, cebándose sin piedad contra ricos y pobres, contra blancos y negros, contra izquierdos y derechos, contra creyentes y ateos. 

En el encierro los días son muy largos. Tanto que hay quienes han tenido tiempo para observar qué sucede ahí afuera sin nuestra presencia. “Las aguas de Venecia lucen cristalinas”. “La crisis del coronavirus limpia el aire de Madrid, Roma y París”.

Con el apuro por procurarnos de productos para mantener desinfectado nuestro hogar, la noticia que da cuenta del positivo impacto medioambiental producido por el encierro pasa casi desapercibida. “Delfines y cisnes nadan en aguas limpias en Venecia. En Italia se comprueba que hay menos contaminación atmosférica, y en Alemania también mejora el aire. Se reduce la contaminación en toda Europa y en China, cuna del virus, las fábricas dejan de producir nubes de smog. Causa y efecto de la pandemia, el contagio del virus puede ser entendido como producto de la destrucción de ecosistemas que, de a poco, muestran signos de recuperación”.

La parálisis productiva y el aislamiento social están dejándonos una lección. Si somos tan inteligentes como hemos creído hasta el momento, quizás cuando la pandemia acabe seremos capaces de pensar nuevas formas de cuidar nuestra casa común. Respecto de esto los médicos del hospital de Wuhan, donde comenzó todo, escribieron un valioso testimonio: “Tenemos razones para creer que la aparición y propagación de enfermedades contagiosas es la elección que hace la naturaleza para reequilibrar su relación con los humanos. El progreso y el desarrollo de la sociedad humana no deben verse amenazados por enfermedades contagiosas. Aquí, pedimos a todos que respeten la naturaleza, valoren la ciencia y adopten estilos de vida saludables”.

Los medios hegemónicos no han reproducido este mensaje. Aún así, hay quienes creen que mientras estemos en cautiverio tal vez tengamos el tiempo suficiente para reflexionar acerca de lo que hemos hecho hasta ahora, y de lo que estamos dispuestos a hacer cuando el miedo sea apenas un recuerdo; cuando podamos ver nuestros rostros reflejados en las aguas de Venecia, respirar el aire limpio de las grandes capitales, abrazarnos y besarnos.  

Cautiverio