viernes. 29.03.2024

¿Síndrome de Graham Greene? O dicho de otro modo: ¿Dónde están las cárceles para los curas pederastas?

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El cardenal Law, acusado de encubrir pederastas, en El Vaticano, donde reside bajo protección

Durante estos últimos años, se ha discutido mucho en torno al pecado/delito de la pederastia infantil y juvenil protagonizada por sacerdotes, a quienes, como diría el escritor católico Graham Greene “Dios parece haberles olvidado en sus pensamientos”. Y cito al autor de las novelas El tercer hombre y El poder y la gloria, porque, en el asunto de la pederastia eclesial, ciertos católicos hablan de un supuesto síndrome de Greene.

Graham Greene era un bebedor y un putero compulsivo. Tanto es así que llevaba anotadas en una libreta el nombre de sus 47 prostitutas favoritas, ubicadas en Londres, Capri y Antibes. Se separó de su primera mujer en 1948, lo que no le impidió compartir su soledad con otras cinco. Finalmente, terminaría sus días en 1991, en los brazos de Ivonne Cloette, tal y como lo relata su biógrafo amigo Leopoldo Durán.

A Greene le gustaba el sexo tanto como escribir. Una inclinación cultivada que no llegaría a ofuscar del todo su inteligencia, pues en el summum de los escándalos para católicos pusilánimes, consideraría a Juan Pablo II “un horror de papa; un reaccionario”, al mismo nivel de espanto que le producía el presidente Reagan.

Sin duda que Greene estaba adornado por lo que en estos tiempos de tanto sonambulismo ético se podría denominar aprobación moral selectiva. Tanto que, para escándalo de ingenuos, no le molestaban ni los ladrones honrados (¿?), el asesino afectuoso y el ateo supersticioso, una figura desde luego insoslayable en su literatura, lo mismo que el sacerdote pecador a los ojos de los hombres, pero santo a la sabiduría infinita de Dios.

A los católicos les gusta recordar que Greene dejó escrito que “en el alma del peor criminal sigue habiendo la posibilidad de que llegue a ser un santo, y que en el alma de la persona más santa hay siempre suficiente maldad como para que se convierta en un criminal”. En realidad, Greene se limitó a hacer la paráfrasis del texto paulino que decía: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia." San Pablo, obviamente, era parte y juez del enunciado.

De hecho, Greene no dijo esta boca es mía ante los numerosos escándalos de pederastia protagonizada por sacerdotes, tanto en Europa como en el mundo. No sé si tuvo tiempo de comprobar si la mierda que iba saliendo a la luz pública lo mantuvo en la idea de que en el alma de un pederasta podía albergarse el aparato digestivo de un santo. Ignoro, también, cuál es el criterio del Vaticano en esta sublime cuestión, es decir, si de verdad cree que los pederastas son santos y en los que no hemos sabido apreciar su oscura santidad. En cualquier caso, para contrastar esta santidad sería condición sine qua non preguntar por ella a quienes fueron sus víctimas. La verdad es que es muy difícil llegar a la santidad -no la que postulaba Greene, más literaria que otra cosa-, si el apéndice inferior transformable solo se satisface violentando el sancta sanctórum de un niño o de un adolescente.

A los católicos les molesta que los analistas de este pecado/delito -pecado para la Iglesia; delito para el Código Penal-, caigan en la hipérbole y pongan a los católicos, lleven o no sotana, bajo sospecha. No. Sabemos bien que no todos los católicos, ni todos los curas de este mundo, son pederastas. También, hemos leído que si el papa se marchara con una corista a bailar tangos o a hacer la picardía -actividad amatoria nada original entre los papas del pasado por lo menos-, la fe del católico seguiría intacta. Sin duda. Lo mismo sucede con los partidos políticos. Siguen siendo honrados a pesar de haberse convertido en una factoría de corruptos en serie.

Es lo que sugería en líneas anteriores: la permisividad moral selectiva está a la orden del día. Perdonamos sin excusas los delitos de la familia, no los del vecino aunque el crimen sea el mismo. Lo vemos a todas horas y en todas las tesis y másteres de este mundo.

Pero hay un dato histórico que los católicos solapan continuamente y que origina que el papa actual no actúe de modo justo con las víctimas de este holocausto consumado por sus clérigos. No basta con que el papa condene el pecado (sic) y se rasgue las vestiduras en sus peripatéticas visitas. Es inaudito que la pederastia perpetrada por un sacerdote siga considerándose en la práctica pecado y no delito. Esto es una infamia y un insulto, porque los delitos de los curas siguen considerados por el poder civil de un modo discriminatorio.

Hace bien poco que el Vaticano ha ordenado la suspensión durante 10 años del sacerdote José Manuel Ramos, de la diócesis de Astorga (León), acusado de abusos sexuales cometidos hace 35 años en el colegio Juan XXIII de Puebla de Sanabria, en Zamora. ¿En qué cárcel ha ingresado este sacerdote? ¿Alguien lo sabe?

El papa habla de sus pederastas como si fueran pobres pecadores que albergaran en el fondo del bazo un alma de santidad a lo Graham Greene. ¿Existe algún acuerdo con el Vaticano por el que sus violadores queden exentos de que se les aplique la justicia correspondiente? El tono afable y perdonavidas con el que este papa recrimina sus abusos, pues lo suyo es justicia divina, arroja la evidencia de que en este campo del crimen no existe justicia humana.

En este contexto, y como ocurre en tantísimos acontecimientos protagonizados por la Iglesia, convendría recordar que esta fue mucho más justa en este asunto que la que apunta la actual autoridad vaticana. Se acusa muchas veces a los anticlericales por proponer medidas punitivas drásticas contra estos pecadores exigiendo que se los trate como a cualquier laico pederasta. Quizás, tengan razón y a lo mejor les gustaría aplicar a estos sacerdotes lo que el papa Pío V, san Pío, no vaciló en proponer como solución al escándalo de homosexualidad, pederastia y efebofilia entre el clero, allá por el siglo XVI.

En Horrendum illud scelus -ese horrendo crimen-, escrito en 1568, sería así de contundente: “Por lo tanto, el deseo de seguir con mayor rigor que hemos ejercido desde el comienzo de nuestro pontificado, se establece que cualquier sacerdote o miembro del clero, tanto secular como regular, que cometa un crimen tan execrable, por la fuerza de la presente ley sea privado de todo privilegio clerical, de todo puesto, dignidad y beneficio eclesiástico, y habiendo sido degradado por un juez eclesiástico, que sea entregado inmediatamente a la autoridad secular para que sea muerto, según lo dispuesto por la ley como el castigo adecuado para los laicos que están hundidos en ese abismo”.

En modo alguno, está en mi ánimo pedir la pena de muerte para nadie. Pero estaría bien que los partidos políticos de izquierda impulsaran de una vez por todas un decreto ley, no para certificar esa diferencia entre pecado y delito pues es más que un hecho, sino para que el cura pederasta, aunque tenga en el fondo un alma de santo greeneano, termine en una cárcel del Estado y no en un convento cisterciense. Solo por justicia.

¿Síndrome de Graham Greene? O dicho de otro modo: ¿Dónde están las cárceles para los...