jueves. 25.04.2024

¿Quién representa a quién?

escaños vacios

Decía Walter Scott que las personas más abominables de su tiempo eran los médicos, los abogados y los confesores porque todos ellos vivían a costa de las desgracias ajenas. Ignoro, caso de vivir el autor de “Ivanhoe” en nuestro tiempo, si añadiría los políticos a esa cofradía usufructuaria de la infelicidad del prójimo. Sea como fuere lo cierto es que nunca como hoy se ha oído decir tanto disparate contra los políticos, sean cuáles sean su santo y seña de identidad ideológica. Con clamar que todos son iguales y unos corruptos, no hay más que hablar. El reduccionismo hace tiempo que habita entre nosotros y no hay manera de sacudírnoslo de encima, pues ahorra el consumo de muchas células mentales.

Sin embargo, cada cuatro años la ciudadanía acude a la llamada del Estado, pues considera que los partidos políticos representan sus intereses y que nadie como ellos para defenderlos ante la autoridad del Estado Recaudador. Si no, es incomprensible contemplar ese entusiasmo de quienes, tras el resultado de unas elecciones, han salido victoriosos o, por el contrario, “las han perdido”. Probablemente, sea el miedo quien avive la imagen de que, si el Parlamento dejase de funcionar, la sociedad se precipitaría en un caos cainita y distópico, espectáculo que no estaría de más que alguna vez sucediera. Se comprobaría de una vez por todas hasta qué punto una gran mayoría de servidores del Estado tendría que buscarse un acomodo laboral en otra sucursal menos complaciente con su, en ocasiones, inutilidad como funcionarios estatales.

Se dice que hasta la fecha el mejor sistema político conocido es el de la democracia, a pesar de las perrerías ladradas contra él, incluidas las de Borges. No lo dudo. Ahora bien, ¿no existe otra manera de asegurar la presencia de la sociedad en los aparatos del Estado sin pasar por las omnipresentes horcas caudinas de los partidos políticos? ¿No hay otro modo más directo de conocer la voluntad de la ciudadanía? ¿No se hartan los partidos de estar todo el santo día representando a una ciudadanía que, para más inri, reniega de ellos?

En fin. Aun dando por hecho que los partidos representen la ciudadanía en el Parlamento y en otros foros administrativos del Estado, digamos que se trata de una “representación” cuando menos que abducida. Pero ya se sabe que “hecha la ley, hecha la trampa”. Todos saben, algunos mejor que otros, que es un imposible, no metafísico, sino jurídico “representar” a todas las personas de una sociedad, menos aún cuando muchas de ellas ni siquiera han elegido a quienes dicen que los representan, ni quieren que los representen. Se parece demasiado a la parodia de los hermanos Marx, Chico y Groucho, sobre “la parte del contratante de la primera parte…”.

En la práctica, nadie acepta que, política, cultural y, ya no digamos, religiosamente, los partidos políticos los representen

En la práctica, nadie acepta que, política, cultural y, ya no digamos, religiosamente, los partidos políticos los representen. La pretensión de un partido político por representar la sociedad de una tacada es una absurda falacia. A pesar de ello, la caracterización que se hace de una comunidad autónoma o del país entero, es esa, que el partido que gana las elecciones representa supuestamente la sociedad. Si los partidos de izquierda las ganan, la sociedad es progresista. Si lo hacen las derechas, conservadora. De este modo, tenemos de forma simultánea una España progresista y un Madrid conservador. Conductismo ridículo donde los haya. Los partidos políticos parece que se han empeñado en tener a España bailando la yenka sin tregua.

Algunos analistas han dicho que los resultados de los comicios en Madrid han sido “un ejercicio de irresponsabilidad política y de una falta de lógica mayúscula por parte de la ciudadanía”, pues, “no solo ha votado a la derecha que ha gobernado contra ella durante la pandemia, sino que se ha echado en brazos del fascismo”.

La consideración de que el pueblo es sabio cuando me vota e ignorante si lo hace al enemigo, es muy pertinente, pero no resuelve el asunto planteado. Menos aún, si se tiene en cuenta la voluntad del votante, que tan pronto vota Atenas como Esparta.

Sin duda que esta volubilidad del votante es consecuencia de la aludida representación partidista que sería menos fraudulenta si los intereses de la ciudadanía se defendieran de verdad.

Pero no solo. En la claque política de los votantes hay “gente pa tó”, como dijera el torero al filósofo Ortega y Gasset. Incluso existen escritores que han llegado a decir: “voté UPyD, luego Cs, ahora Ayuso, y, más tarde espero votar al PSOE”. Ante lo cual, uno se preguntaría si estos votantes son unos descerebrados o veletas de hojalata.

Ante tal situación urge más que nunca incorporar la ciudadanía al ejercicio sin trabas del control de los aparatos del Estado. No hará falta e recordar a J. Bentham, para reconocer que la eterna división de poderes de Montesquieu tiene aherrojada la democracia. Lamentamos muchas veces que existan muchas leyes totalmente obsoletas para los tiempos en que estamos viviendo. Sin embargo, ¿cuál es la pachorra jurídica que nos lleva a seguir en 2021 aplicando unos principios políticos redactados en 1748?

El poder judicial campa a sus anchas en esta democracia. No existe un equilibrio entre esos poderes, menos aún independencia. Dicen los jueces que no intervienen en política, pero, resuelven la mayoría de los conflictos políticos. Menos mal que, según ellos, “garantizan el derecho de todos”. ¡Qué bondadosos!

¿Por qué el poder judicial no se somete al control de la ciudadanía? Si esta elige a sus “representantes” políticos, ¿por qué no hace lo propio respecto a los jueces? ¿Qué ya lo hacen los políticos en el Parlamento? Imponer al ayuntamiento de Madrid la recolocación de unas placas al callejero de la ciudad con el nombre de unos fascistas -y aunque no lo fueran-, ¿no es una cacicada judicial y política?

Dicha sentencia judicial, no solo humilla el trabajo de los historiadores, sino que deja la representatividad de los partidos políticos con el culo al aire. Guardar silencio ante ciertas sentencias judiciales, con un tufo a franquismo repugnante, no es más que la constatación de que la vetusta e inoperante doctrina de la separación de poderes hace agua.

Dicho acatamiento servil no es compatible con la defensa de la ciudadanía a la que los partidos se arrogan su representación. Así que mejor será que se sigan a la sombra de una higuera que es donde, al parecer se encuentran habitualmente: en la higuera.

Existen muchas maneras, inéditas ellas, mediante las cuales la ciudadanía podría intervenir de forma presencial, y no delegada, en esas tareas de control de los tres poderes asumidos. Maneras que de forma permanente habría que revitalizar, pues, si en algo es artero el poder político instalado, es en dar la vuelta a cualquier proyecto progresista nacido desde abajo en beneficio propio, desvirtuando así su finalidad democrática. Pues, al final, todo lo que toca un partido se parte y se convierte en medio de sus intereses, rara vez coinciden con los de la ciudadanía.

¿Quién representa a quién?