jueves. 28.03.2024

¿Por qué llamarlos liberales si son fachas?

Las derechas de este país podrán presumir de lo que quieran, de franquistas y de anticomunistas, valga la redundancia, pero alardear de liberales sería, lo es, un insulto a la inteligencia.

Si Diógenes perdía el culo buscando un hombre, ahora se las vería igual de mal si su búsqueda se cifrase en encontrar liberales en los predios actuales de la derecha. ¿Dónde se esconden? ¿Existen de verdad? A ningún dirigente de las derechas se les oye citar jamás a Raymond Aron, Isaiah Berlin, John Rawls, Popper o Hayek. Todo un síntoma. Y, bueno, concitar en este contexto a Vargas Llosa sería más un chiste que un argumento.

La verdad es que las derechas de este país podrán presumir de lo que quieran, de franquistas y de anticomunistas, valga la redundancia, pero alardear de liberales sería, lo es, un insulto a la inteligencia. Que las derechas se presenten ante la sociedad como defensores y garantes de la libertad de este país, pone de manifiesto el nivel del deterioro institucional por el que el Estado de Derecho se encuentra en cuanto esas derechas se hacen con su control o aspiran a él cuando no lo tienen.

Es cierto que ningún gobierno, sea de la naturaleza que sea, ha permitido el uso de la libertad de la ciudadanía en toda su extensión de la palabra; la Iglesia, menos. La sociedad ha vivido en un estado de permanente servidumbre voluntaria, como ya lo describió Étienne de La Boétie y remachó Hobbes en su libro El Leviatán, del que solo nos acordamos del derecho del Estado a ejercer la violencia a cambio de nuestra seguridad, pero no de su defensa del sometimiento absoluto de la Iglesia al poder civil.

Es posible que los gobiernos, habidos y por haber, no hayan sido respetuosos con la libertad de la ciudadanía, pero eso no nos conduce a considerar que todos los gobiernos son lo mismo, ni el mismo. Ni, menos aún, a caer en la ceguera de creer en la libertad que nos prometen quienes no han creído jamás, ni en la libertad a secas y, menos aún, en la libertad del ciudadano. Dicho de otro modo, no estamos tan desorientados como para no ser capaces de distinguir a un liberal de mentiras y a un facha de verdad, valga la redundancia.

Un libro de J. Stuart Mill

Nada mejor para esclarecer este asunto que pasar a quienes se autoproclaman liberales por el escáner del libro de John Stuart Mill, Sobre la libertad (1859) -edición de Alianza Madrid, 1997s-, y concluir que su concepto y práctica de la libertad es lisa y llanamente una mierda que huele fatal, dadas las digestiones políticas de las que aquella procede.

Quien haya leído este libro, se cuidará muy mucho de atribuirse la vitola de “liberal”. Y, si son de derechas y lo hacen, será pagando un tributo muy alto a la hipocresía.

Como quiera que el hábito de leer no es el más extendido entre quienes se dedican a la política profesional dedicado a los demás, sin tiempo, por tanto, para dedicarse a tan inútil labor, como diría Nuccio Ordine, resumiré algunas de las cualidades que, según John Stuart Mill, eran consustanciales a un liberal de su tiempo y, sin duda, a las del liberal hodierno.

Aceptar la necesidad absoluta de las minorías, por mucho que nos duela su existencia.

Dice Mill: “Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de la misma opinión y esta persona sostuviera la opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como lo sería ella misma si teniendo poder bastante impidiera la humanidad”.

A lo que añadía un axioma tan difícil o más de aceptar: “Nunca podemos estar seguros de que la opinión que tratamos de ocultar sea falsa y, si lo estuviéramos, ocultarla sería también un mal”.

¿Qué políticos de derechas están por defender tales postulados en el ámbito de la disputa pública? En este sentido, no parece que existan muchos políticos que les cuadres bien la cualidad de liberal, respetando los derechos de las minorías a ejercer como tales, ni la pluralidad ciudadana existente en tantos campos de la existencia.

Consecuente con el postulado anterior, Mill no dudaba que todas las opiniones deben ser sometidas a debate, a la discusión pública, aun cuando quien las defienda considerase que son las verdaderas en exclusiva por ser las de una mayoría.

Si el ser humano se atrinchera en lo que siempre ha sido, eso que solemos llamar tradición -una experiencia basada muchas veces en ninguna experiencia científica o empírica que avale su valor-, la sociedad será un infierno, pues al momento creará fanáticos y perseguirá a quienes no lo sean.

Para el utilitarista Mill muchas ideas al encajonarlas en dogmas y en principios irrestrictos se convierten con el tiempo en instrumentos de tortura mental y física. Mill aboga por la discusión y por la experiencia para rectificar las equivocaciones, pero, por encima de esta, situará el debate, la disputa, la reflexión, la duda.

Contar con la experiencia del pasado está muy bien en la medida en que sirve para orientarnos en el presente. Pero advierte: “ni todas las experiencias, ni todas las ideas son válidas para el bien de las naciones”. Solo hay una forma de saberlo: ponerlas en tela de juicio, sobre todo, si su aplicación produce daño en la gente, aunque esta gente sean cuatro gatos.  

Mill entendía que “las opiniones y las costumbres falsas ceden gradualmente ante los hechos y los argumentos; pero para que los hechos y los argumentos produzcan algún efecto es necesario que se expongan”, que se aclaren a la luz de la razón, pues solo así se distingue lo que inmoviliza el pensamiento y encadena la libertad en cualquier orden.

Si las partes en litigio aducen dogmas y verdades absolutas como argumentos para defender las propias posiciones, la sociedad pagará por ello un alto precio, incluido el exterminio de unos por los otros. Las verdades inmutables, casi siempre sostenidas por la fuerza, son un cáncer para la convivencia y el respeto a las personas.

Para Mill, un buen antídoto contra el absolutismo de las verdades, que se presentan como dogmas y sin ninguna base empírica, consiste en el escepticismo. El escepticismo no es que nos salve de la intransigencia y de la intolerancia de quienes apoyan su pensamiento en dogmas, sea políticos o religiosos, porque estos los sostienen mediante las armas, pero desde el respeto a la libertad, es el mejor método para acceder a lo más pueda aproximarse a lo que consideremos como verdadero.

Y no se deduzca que Mill despreciara las opiniones del pueblo, pero respecto a ellas mantenía este matiz: “Las opiniones populares son frecuentemente verdaderas; pero rara vez o nunca lo son del todo”. A lo que podría añadirse su contrario: eso mismo sucede con las opiniones de la clase política, por muchos másteres que tenga en sus bolsillos.

La verdad es fruto del disenso

Es habitual advertir de que social y políticamente se avanza por consenso, pero no es así. Porque lo habitual es que esos consensos respondan a las necesidades de quienes llegan a ellos.

Solo el conflicto y el disenso son la fuente de una aproximación a lo que puede ser considerado como verdad social y política y esto sucede cuando los poderes ceden a las pretensiones de verdad y utilidad de las gentes que piden satisfacer sus necesidades más perentorias. Si se avanza es porque hay conflicto.  Los consensos solo satisfacen las ansias de poder que crean y explotan las necesidades colectivas en su provecho.

Mill reflejaba una perspicaz inusual cuando advertía: “en un debate, el mal realmente temible es la tranquila supresión de una mitad de la verdad”. De ahí que intuyera que “siempre hay esperanza cuando las gentes están forzadas a oír las dos partes; cuando tan sólo oyen a una es cuando los errores se convierten en prejuicios y la misma verdad, exagerada hasta la falsedad, cesa de producir sus efectos”.

De ahí que advirtiera de que “la única garantía de la verdad está en que todos sus aspectos, todas las opiniones que contengan una parte de ella, no sólo encuentren abogados, sino que sean defendidas en forma que merezcan ser escuchadas”.

Reglas del debate

Mill no era un ingenuo, aunque, en ocasiones, lo parezca. Conocía muy bien la clase política de su época. De hecho, los fragmentos que nos transmite relativos a las reglas a seguir cuando se disputa o debate con el contrincante, son de perenne actualidad. Veamos.

“No argumentar sofísticamente, ni suprimir hechos y argumentos, ni exponer inexactamente los elementos del caso o desnaturalizar la opinión contraria. La peor ofensa que puede ser cometida consiste en estigmatizar a los que sostienen la opinión contraria como hombres malos o inmorales”.

¿Suena la cosa?

Luego continúa: “Aquellos que sostienen opiniones impopulares están expuestos a calumnias de esta especie porque, en general, son pocos y de escasa influencia, y nadie, aparte de sí mismos, tiene interés en que se les haga justicia”.

Estaría bien que en el Parlamento, en lugar de colocar en sus paredes retratos de quienes en su día figuraron como presidentes del hemiciclo, se colocaran algunas advertencias de Mill. Esta sería ideal: “Las opiniones serán escuchadas si son expuestas mediante una estudiada moderación del lenguaje y evitando lo más cuidadosamente posible toda ofensa inútil”.

“¿Moderación en el uso del lenguaje?”, dices. No parece que los políticos de derecha sean, precisamente, modélicos en este aspecto. Mill lo consideraba cualidad esencial en el talante del político liberal. Pero, por lo que se ve, hace ya mucho tiempo que la derecha de este país considera que el valor de sus argumentos está en relación directa con la calidad de sus exabruptos.

La verdadera moralidad de la discusión pública

Si complicado resulta cumplir con la advertencia anterior de Mill, mucho más difícil será apechugar con el fragmento que viene a continuación. Si se cumpliera lo que en él se dice, las derechas de este país tendrían que abandonar el Parlamento sin más. No dan la talla liberal. En cuanto a los socialistas y a los comunistas, nada que decir, toda vez que siguen siendo eso, socialistas y comunistas, al menos eso es lo que las derechas les aplican como insulto una y otra vez.

Dice John Stuart Mill:

“Debe ser condenado todo aquel en cuya requisitoria se manifiesta la mala fe, el fanatismo, la intolerancia, pero no deben interferirse estos vicios del partido que la persona tome, aunque sea el opuesto al nuestro; y debe reconocerse el merecido honor a quien, sea cual sea la opinión que sostenga, tiene la calma de ver y la honradez de reconocer lo que son en realidad sus adversarios y sus opiniones, sin exagerar nada que pueda desacreditarlas, ni ocultar lo que pueda redundar en su favor. Esta es la verdadera moralidad de la discusión pública”.

Después de lo visto, alguien se preguntará: ¿dónde están estos políticos liberales? ¿Los ha habido alguna vez en el Parlamento español desde que se inició la llamada transición política?

No creo que la derecha española sea, en términos de vocabulario, más zafia a la hora de insultar. Ambas disponen del mismo diccionario barriobajero para hacerlo, pero ya que las derechas presumen de ser liberales hasta las cachas, estaría bien que, como clase bien alimentada y educada, intentara al menos aparentar que lo son. Hoy queda claro que de liberales tienen lo que Franco tenía de demócrata.

Desde luego, John Stuart Mill no los reconocería como tales.

¿Por qué llamarlos liberales si son fachas?