jueves. 28.03.2024

Libertad y responsabilidad, ¿para qué?

Terencio

Ignoro hasta qué punto la salud pública es conveniencia exclusiva y excluyente del Estado, al mismo nivel, por ejemplo, que la violencia que ejerce sin contemplación alguna contra quienes atentan contra la salud de la Patria, representada por banderas, himnos, escudos y demás simbología al uso demagógico y, sobre todo, contra territorios que persisten en convertirse en nuevos Estados y que, probablemente, reproducirán los mismos esquemas de violencia legitimada a la que nos tienen acostumbrados los Estados que mamaron de las ubres de Leviatán. Pues no hay que olvidar que estas nuevas Naciones convertidas en Estado «si no ejercen la violencia, no subsistirán». Hobbes dixit.

Es cierto que no existe ningún artículo constitucional que diga: «El Estado tiene el derecho a ejercer la violencia, legal y legitimada, contra aquella violencia individual o colectiva que ponga en duda o subvierta el Estado de derecho». No lo dice, pero es como si lo dijera. No lo dice entre líneas, porque entre líneas no hay nada, pero sí en el artículo 8: «Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional».  

Más claro no puede ser, porque ¿cómo defienden las fuerzas armadas esas bondades territoriales de la integridad y del orden constitucional? Con la inestimable persuasión de la violencia física. Si nos consuela llamarla violencia democrática, adelante; no atemperará su impacto.

A estas alturas de la vida, donde quien más quien menos ha sufrido las caricias de semejante violencia, a nadie se le escapa que el Estado de derecho se sustenta en la violencia estructural y sistémica que ejercen las fuerzas del propio Estado y que, obviamente, no vamos a cuestionar, pues están nada más y nada menos que respaldadas por santa Constitución y el derecho del Estado. De hecho, existen muchos ciudadanos a quienes les parece de puturrú de foie que así sea, pues, instalados en una «servidumbre voluntaria» casi fatalista, entienden que, si así no fuera, este mundo sería, más que un infierno, una pesadilla infame, valga la redundancia.

El espectáculo actual forma parte de las grandes aporías. Es decir, y como sugiere la palabra, una situación sin poros y orificios por donde respirar, sin puertas para salir, y sin salidas para escaparse cuándo y cómo desee uno, a no ser que decidamos irnos a vivir a una isla perdida o pedir asilo de ciudadano en una tribu de las Amazonas, si es que queda alguna.

Hablar de libertad en un Estado donde la violencia es el fundamento democrático de este Estado es, cuando menos, ridículo, digno de risa. La situación no es nueva y recuerda a la que el escritor Mariano José de Larra, Fígaro entre otros alias, sometía al látigo inmisericorde del sarcasmo cuando a un amigo le decía respecto a la libertad religiosa existente en la España de su tiempo, que no es el nuestro pero casi: «¿Que no existe libertad religiosa en España? Se equivoca, amigo. Usted puede ir a misa de ocho, de nueve y de diez».

Y que, en los tristes tiempos de esta pandemia, podría traducirse: «¿Que no existe libertad? Pues claro que no. Nunca ha existido. Ni en tiempos de normalidad, ni de subnormalidad pandémica. Ahora, bien, si usted llama libertad, única, grande y libre, al hecho de ir al bar, desplazarte a un botellón, a una terraza, ir al cine, al teatro, a una librería, a una sidrería, a la piscina, a Malibú, a pasear el perro, a estar con los amigos, cuando te dicen que puedes hacerlo o lo haces en tiempos de sublime normalidad, pues, entonces, me callo. ¿Y asunto concluido? Complicado. Porque seguro que el Estado, cuando contempla el ejercicio de la libertad reducido a estas distracciones ambulatorias, se frotará las manos de satisfacción. Con una ciudadanía con un concepto de libertad tan «exigente», hay Estado hasta el fin de los tiempos.

 Alguien aseguraba que «la pandemia servirá para reinventarnos en la futura normalidad». La frase es de un idiota integral, pero hasta de los bobos, como decía Terencio, en “El verdugo de sí mismo”, «se puede obtener un axioma digno de Hipócrates o de Anaximandro». A ver si me explico. Sospecho que, tras la pandemia, nadie se re-inventará, ni se re-significará, pues la semántica es del amo, del Estado, como ya indicó Lewis Carroll y ratificó más crípticamente, para eso era filósofo, M. Foucault. Queda un consuelo para los optimistas más informados, como el que escribe. Sabemos que las palabras son construcciones mentales. Y, aunque no predeterminan nuestra forma de pensar, ni de actuar, pero sí pueden predisponernos a favor de ciertas maneras de pensar y de actuar, estaría bien que intentáramos reflexionar sobre el contenido de esas dos palabras, las más utilizadas durante esta época: libertad y responsabilidad.

Basta mirarlas para percibir que son dos conceptos abstractos. No existen en la realidad. Son palabras «falsables». Nadie habla con la libertad, ni los presos, aunque sueñen con ella. Nadie toca, ni huele la responsabilidad, aunque constantemente nos estén llamando a cobijarnos en su regazo, individual como colectivamente, lo que tiene su ramalazo promiscuo.

Las únicas libertades y responsabilidades que existen en la práctica son aquellas que impone el Estado. Libertad para acatar y someternos a los cauces –palabra de la que deriva coces–, que, paradójicamente, nos salvarán de la esclavitud de la enfermedad y de la muerte. Pero, como quiera que sin libertad no puede haber responsabilidad, esta, en términos del Estado, se resuelve cumpliendo –dando respuesta–, al Código Penal, que contempla la responsabilidad a la que estamos acostumbrados.

Así que, sin necesidad de cambiarnos, ni de reinventarnos, ni para ser mejores ni peores, sería higiénico limitarnos a pensar de qué modo se puede ejercitar la libertad y la responsabilidad individuales en un Estado que no te da opción a ello, excepto a ejercitar la libertad y la responsabilidad que te marca dicho Estado.

Libertad y responsabilidad, ¿para qué?