jueves. 28.03.2024

Tolerancia

La tolerancia parece ser un tranquilizante de conciencia. Un relajante interior de la musculatura dispuesta siempre al ataque como defensa de los valores propios.

La tolerancia parece ser un tranquilizante de conciencia. Un relajante interior de la musculatura dispuesta siempre al ataque como defensa de los valores propios, de los inamovibles dogmas que han enmarcado nuestra escala de valores, superior siempre a los valores del otro, al que ya bastante hacemos con reconocerle la bondad de su pensamiento. Es una transigencia que los demás no merecen, pero que nuestra inmensa bondad nos permite admitir como buenos, aunque en realidad no lo sean. Y entonces realzamos nuestra grandeza humana tolerando la existencia del otro tal y como el otro es.

Nuestra sociedad, tan dada a la hipocresía, ha asumido la tolerancia como un valor contrapuesto a la intransigencia de otros períodos de la historia, incluido el hoy. Hemos hecho de ella una virtud y la asignamos como una cualidad de bondad en las personas que estimamos o cuyas cualidades ensalzamos como resumen de una vida que se fue. No sé si figurará en las lápidas de los cementerios, en los mausoleos de las grandes fortunas o en las cintas de los ramos fúnebres que aportan las compañías que aseguran el eterno descanso para nuestros huesos cansados. Pero siempre aparece en los discursos que ensalzan a los que queremos encumbrar a la perfección humana. Era una persona tolerante y eso le proporciona un aprecio necesario de todos aquellos que lo quisieron.

Somos tolerantes con los inmigrantes. Toleramos que tengan en cierto modo derecho a huir del hambre, de la miseria y se instalen entre nosotros. Toleramos su forma de vestir, de educar e incluso sus principios religiosos aunque evidentemente no tengan la grandeza de nuestro catolicismo, con su semana santa sevillana, su corpus toledano o el sacrificio sangriento de aquellos que se azotan las espaldas hasta sangrar para ganarse la bondad del dios de Rouco o Cañizares. Nuestra tolerancia les otorga esas posibilidades que no nacen de un derecho, sino de nuestra grandeza.

Toleramos a los homosexuales porque bastante tienen con la desgracia de serlo (o la enfermedad de serlo, como le gusta decir al obispo de Alcalá de Henares)  No vamos a golpear sus almas con nuestro desprecio. Toleramos su amor, su unión de pareja (lo de matrimonio no conjuga con nuestro catolicismo ni nuestra tradición, ni siquiera con la etimología del término). Esas uniones son un ataque a la vida de familia cristiana, aseguran  los más fanáticos defensores del matrimonio “como Dios manda” Pero una gran mayoría tolera ese amor porque no afecta a mi vida de pareja.

Nuestra visión política es evidentemente la única verdadera, sólida y que aporta bienestar y progreso a la comunidad, pero, aun reconociendo la maldad de cualquier otra postura, toleramos que existan y aspiren al poder porque la democracia exige esa tolerancia, aunque dentro de un orden donde mi postura prime por encima de las demás. Hay que ser tolerantes porque lo exige la convivencia.

Visto así, me da la impresión que la tolerancia encierra un complejo de infinita superioridad que contiene más complejo que superioridad. Por encima de las costumbres de los inmigrantes, de esa complicidad que los homosexuales llamar amor o de la existencia de teorías políticas distintas a las mías, planean mis costumbres, mi amor matrimonial y cristiano y mi superioridad de conocimiento de la humanidad y por tanto mi capacidad única para llevar el progreso a mis conciudadanos. Mi verdad en todos los órdenes es la única verdad y a sabiendas de esta infinita superioridad sobre los otros admito desde mi postura dogmática que los demás puedan defender sus posturas. Tolero que los demás puedan ser distintos a mí, pero ellos deberían tener claro que ejercen sus posturas por pura benevolencia de mi grandeza de espíritu, de mi capacidad de tolerancia.

Y en base a esa tolerancia, voy por el mundo perdonando vidas y permitiendo que los demás sean  lo que quieran ser. La homosexualidad es equivalente a la unión de un ser humano con un animal, ha dicho cierto eminente juez de cuyo nombre no quiero acordarme. Los inmigrantes no tienen derecho a robarnos el trabajo, aunque ellos hagan lo que nadie quiere hacer con salarios que nadie permitiría cobrar. Las demás visiones políticas son extremistas, radicales, dispuestas a hacer añicos la convivencia constitucional, mientras que mis ideas crean riqueza, equilibrio social, bienestar y hacen del país una tierra habitable.

La tolerancia de la que tanto presumimos, no admite la realidad del otro como existencia que se sostiene a sí misma y en sí misma. Los otros están ahí por pura concesión gratuita de nuestra grandeza de alma. Y deberían agradecernos eternamente esta generosidad nuestra. Son pobres absolutos a los que nosotros nos dignamos regalarles un trozo de vida, sin que ello comporte el reconocimiento de la igualdad del otro.

El complejo de superioridad está servido. Somos tolerantes como manifestación de nuestra inseguridad intelectual. Somos tolerantes cuando nos falta valor para ser respetuosos.

Tolerancia