jueves. 28.03.2024

Me da miedo enamorarme

Confieso que estoy asimilando la veracidad de eso de que la veteranía es un grado. Seguramente necesito mentirme a mí mismo.

Me da miedo que mi vida se vaya convirtiendo en una magma de miedo. Ultimamente tengo la sensación de que quien se acerca a mí, viene con una pistola en el pantalón vaquero y cuando me aproximo a alguien me asalta el temor de que lleve un puñal en el sujetador. Creo que les llaman fobias a estas sensaciones sin fundamento y que es necesario ponerse en manos de algún profesional para ahuyentarlas.

Yo no era así, pueden creerme. Cuando alguien me abordaba en la calle, siempre pensaba que venía a preguntarme la hora y que mi deber era decirle que estaban al caer las nueve menos cinco y que ahorraba tiempo si tomaba la línea seis del metro. Era un deber no sé si cristiano, pero ciertamente un deber ciudadano. Y cuando una chica me pedía fuego, pensaba inmediatamente que le atraía la idea de tocar mis manos mientras protegía la llama del mechero con las suyas e imaginaba que aquel contacto podía llevarnos a besarnos una tarde junto al río y acariciarnos el alma una noche con luna. Y nadie me había recomendado visitar a un sicólogo por esta confianza, a lo mejor excesiva, en los demás.

Los extremos se tocan, dice uno de esos refranes que todo el mundo aplica, pero que están cargados de resentimiento, de falsedad y que seguro los inventó alguien con la leche cortada una mañana de resaca. El caso es que ahora parece que se me cortó la digestión con un don simón avinagrado y sospecho del liguero (siempre me resultó excitante) de la veinteañera que termina su tesis en un portátil y del señor que se fuma un fortuna porque esconde seguramente un pirómano.

La veteranía es un grado. Otra tontería que consiste en darse pisto como viejo mientras uno se muere de envidia por una juventud perdida. La veteranía da arrugas, achaques, joroba, cansancio y por eso tanta crema que disimula, tanto perfume que rejuvenece, tanto desodorante que vuelve locas a las chavalas del instituto.

Confieso que estoy asimilando la veracidad de eso de que la veteranía es un grado. Seguramente necesito mentirme a mí mismo. Y aquí está el problema. En la mentira. Si soy capaz de mentirme a mí mismo, de qué serán capaces los demás? Los políticos, por ejemplo, aseguran que sienten el peso de la historia por la responsabilidad que se les ha venido encima. Dicen además que están ahí sobre todo para ayudar a los más desposeídos (observen el término: un desposeído es alguien a quien le han quitado sus posesiones). Pero en realidad, vienen a indultar a los encargados de desposeer a los demás y convertirlos en pobres de solemnidad. ¿Estás usted pensando en la banca o en los banqueros? Rato era el mejor ministro y estuvo a un dedo de ser presidente de gobierno y ahora resulta que es un ratón. Bárcenas fue de todo y ahora es “ese señor”, un delincuente. Matas, Granados, Pujol y mil cuatrocientos más que convirtieron su vida de servicio es una casa de la moneda que fabricaba billetes para conservarlos en paraísos fiscales. Todo el mundo los llama corruptos. Pero con frecuencia olvidamos a los que más miedo me dan y que son los corruptos de la palabra. Quien roba dinero está destrozando un presupuesto. Quien prostituye la palabra está haciendo añicos la democracia. Cuando se promete una vivienda digna, la creación de empleo capaz de dar desahogo económico a las familias, frenar los desahucios, hacer de la vejez una jubilación, convertir la sanidad en una universalidad del derecho a la salud, ayudar a los dependientes a que su vida sea una alegría, y se comprometen a  llevar adelante una educación que haga del porvenir un futuro, a sabiendas de que es falso todo lo prometido porque de antemano se conoce que se va a llevar a cabo un programa que por ideología haga de los pobres seres más pobres y de los ricos seres más ricos, uno se sobrecarga de miedo a los políticos y termina diciendo que todos son iguales, que buscan lo que buscan, que los columpios giratorios son una costumbre de vivir la política.

Uno se sentó un día a tomar café con una papeleta de voto entre las sonrisa y la alegría de una democracia conseguida a base de músculo, lucha, sudor y consciente de que ahora esa papeleta envolvía el fruto de esa sangre que salpica la libertad ahora coartada. Y cuando se viene abajo esa hermosa torre de promesas urgentes para recuperar la dignidad y se llega a la conclusión de que te han mentido en tus ojos, el miedo se instala y huye de la política y hasta dice aquello de que voten otros.

Desde la barra del bar donde por misericordia me han dado un bocadillo de mortadela, contemplo la luminosidad de ese liguero que enmarca un muslo de veinticinco años y que siempre me excitó. Ahora cambio la mirada y evito el deslumbramiento de su piel porque hasta tengo miedo de enamorarme.

Me da miedo enamorarme