viernes. 19.04.2024

Trump, ¿por qué no le llamamos fascista?

Trump es el resultado de la degradación que viene sufriendo la democracia desde que Thatcher y Reagan establecieron las doctrinas de la Escuela de Chicago.
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Si analizamos el fascismo como un movimiento totalitario europeo del periodo de entreguerras caracterizado por unos determinados factores contextuales, Trump no es un fascista. Si nos apartamos un poco del rigor historiográfico y consideramos su actitud ante la democracia, la libertad, la solidaridad o la justicia, Donald Trump es un fascista de ahora, con los sesgos marcados por el paso del tiempo, dispuesto a liquidar la democracia en su país y a exportar al mundo un modelo totalitario basado en el dominio de las élites más poderosas y en la sumisión del pueblo, al que no quedaría más recursos que la aclamación o el silencio.

Trump, al igual que Hitler y Franco, es un fracasado, un hombre sin ningún atractivo ni activo personal que heredó una fortuna de dudoso origen y que, del mismo modo que Isabel Díaz Ayuso, se cree con el derecho de utilizar el poder del modo que le venga en gana y de excitar las más bajas pasiones que laten en las entrañas de tantas personas desplazadas por el neoliberalismo. Alucinado, fantasmagórico, megalómano, inculto hasta la saciedad, Trump es el resultado de la degradación que viene sufriendo la democracia desde que Margaret Thatcher y Ronald Reagan establecieron las doctrinas de Milton Friedman y la Escuela de Chicago como las únicas válidas para diseñar la política económica mundial. 

El neoliberalismo ha actuado como un ariete contra los principios básicos de la democracia. Desde 1980, los gobiernos europeos y americanos, olvidando que eran servidores públicos, comenzaron a tomar decisiones que atentaban contra los derechos laborales, los servicios públicos y  las políticas redistributivas en un contexto de progresiva deslocalización industrial y de avance de las nuevas tecnologías, sin que nadie se parase a considerar en la necesidad de disminuir la jornada laboral para distribuir el trabajo o de utilizar políticas fiscales para impedir la desindustrialización. La globalización la dirigieron los ricos para abaratar costes de producción -sobre todo salarios y derechos- con el consentimiento de los Estados. Gran parte ciudadanía fue y es ajena a ella, sólo la sufre.

Si odia y fomenta el odio a las mujeres y a los pobres, a los mexicanos, árabes y chinos, si llama fracasados a los soldados que murieron o fueron hechos prisioneros, si está auspiciando la aparición de milicias armadas de extrema derecha, ¿imitamos la nefasta política de apaciguamiento de Chamberlain o comenzamos a llamarle fascista?

En Estados Unidos, el problema ha sido mucho mayor pues nunca han dispuesto de lo que aquí se ha dando en llamar “Estado del Bienestar”, fiándolo casi todo al darwinismo social o a prestaciones de tipo cuasi caritativo que han hecho aumentar la desafección a la democracia hasta puntos inconcebibles hace cuarenta años pero perfectamente asimilados por muchos de quienes vivían en la década de los años treinta del pasado siglo. Ni los pobres, ni los marginados, ni los granjeros que claman por la protección de su producción, ni los transportistas -sector en el que trabajan millones de yanquis-,  ni los comerciantes abatidos por la compra-venta digital, ni los pequeños industriales, ni las minorías se sienten representadas por un sistema que hace tiempo se olvidó de ellos. Hablan otro idioma, se mueven en otro ambiente, viven de otra manera y, como comienza a suceder en España y en otros muchos países de Europa, gustan de oír llamar a las cosas por su nombre como hacen Trump, Casado, Ayuso o Abascal; disfrutan del trazo grueso, con la palabra gritada, el exabrupto, la descalificación o los cojones puestos encima de la mesa. Nada de reflexión, nada de protesta colectiva, nada de interés general. Gritos, mentiras, odio, supresión de impuestos y banderas al viento.

La política se ha separado del vivir de una mayoría que contempla a sus representantes a través de un catalejo puesto al revés, lejos, muy lejos, como de otro planeta, embebida en su propio discurso, impenetrable y ajena al devenir de los dolores del común. La incultura, cada vez más intensa y extensa, hace todo lo demás, entre otras cosas que se olvide que la política no consiste sólo en ir a votar sino en reclamar y exigir resoluciones justas, en luchar por el progreso colectivo, en obligar a los poderes a actuar con ecuanimidad; o que cuando se demoniza la política del modo en que se viene haciendo desde hace décadas, la alternativa la ponen los generales y las élites más ricas y dañinas para el interés de todos, incluido el planeta.

Es en el contexto de la decadencia democrática norteamericana -a la que han contribuido también los presidentes del partido de Biden dejando a una parte de la población sin alternativas políticas ilusionantes-, de la implacable ascensión de China, de la suplantación de los valores democráticos por los propios de un régimen plutocrático, de la pérdida de identidad social de las clases trabajadoras que surge la figura histriónica, macabra y estulta de Donald Trump, quien se presenta a sus paisanos -el resto del mundo no existe- como ejemplo de hombre hecho a sí mismo y dispuesto a hacer y decir lo que se le pase por la cabeza en la seguridad de que será bien acogido por las huestes que tiempo ha dejaron de creer en la división de poderes, la solidaridad y el respeto a los derechos humanos, confiando que con un borrico en la Casa Blanca y una docena de rifles en el armario de la sala de estar el mundo cambiará de base. Trump con su discurso jifero y chabacano, con su palabra vulgar y cerril no sólo atrae a las clases medias de la América profunda sino también a los que están hartos del régimen y no son capaces de apreciar que lo que tanto desprecian viene dado por las acciones de hombres como Trump.

Donald Trump ha creado en el imaginario colectivo de muchos americanos tres enemigos exteriores que amenazan la existencia del país: China, los musulmanes y la emigración latina, llegando en su bestialismo a separar familias enteras, a enjaular niños y a construir un muro mucho más vergonzoso que el de Berlín. Ha dicho de las mujeres -muchas le votan- disparates como éste: “Las mujeres son cerdas, gordas y muy perras. Sin duda, son animales desagradables”, o este otro: “A las mujeres hay que tratarlas como si fueran mierda”. Ha afirmado que restablecería como práctica legal los ahogamientos simulados para los sospechosos de terrorismo. Ha negado la letalidad del coronavirus e incitado a los ciudadanos a tomar lejía; prometió que crearía una agencia de deportación para devolver a sirios y mexicanos a sus respectivos países y que haría un censo para controlar a los musulmanes que viven en USA; ha alentado el racismo con afirmaciones tales como que los mexicanos son delincuentes, violadores y narcotraficantes, ha mostrado su contento tras el asesinato de un negro por la policía. Ha auspiciado la aparición de grupos armados paramilitares como los “Proud Boys” a los que pide permanezcan alerta ante los movimientos de los comunistas, justificado las marchas violentas de los grupos supremacistas y llamado roedores a los ciudadanos negros de Maryland. Todo eso sólo bastaría para llamarle psicópata porque carece empatía para apreciar el dolor ajeno, pero además ha nombrado a un miembro del Tribunal Supremo en periodo preelectoral para que decida el resultado final de los comicios, se ha proclamado Presidente antes de finalizar el recuento al mismo tiempo que afirmaba que las elecciones eran un fraude, difunde constantemente la idea de que los blancos son superiores a los negros, los musulmanes, los chinos o los hispanos, también que las mujeres son el sexo débil, dando a entender que sólo sirven para una cosa si son atractivas; execra de todos los que no piensan como él y ambiciona formar un gobierno corporativo de yanquis acaudalados y arios. 

Si odia y fomenta el odio a las mujeres y a los pobres, a los mexicanos, árabes y chinos. Si llama fracasados a los soldados que murieron o fueron hechos prisioneros y a quienes no consiguen hacerse ricos. Si está auspiciando la aparición de milicias armadas de extrema derecha. Si considera al Estado y a la clase política, a la que él mismo pertenece, como una rémora para el desarrollo del individuo. Si desprecia y descalifica a la prensa que no le es afín. Si considera que el cambio climático y la OMS son inventos comunistas, ¿Seguimos haciendo como que no vemos? ¿Imitamos la nefasta política de apaciguamiento de Chamberlain o comenzamos a llamarle fascista y a actuar en consecuencia? Que nadie se engañe, es posible que Trump salga de la Casa Blanca, pero si la Democracia no se regenera y se pone al servicio de los ciudadanos normales y corrientes con propuestas y modos ejemplarizantes y animosos, muy distintos a lo que hoy ofrece el Partido Demócrata y otros similares, el trumpismo seguirá y pondrá en jaque la libertad, el progreso y el futuro de la Humanidad. Franco, Hitler y Mussolini comenzaron así.

Trump, ¿por qué no le llamamos fascista?