jueves. 28.03.2024

Los pueblos no tienen carácter

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El pueblo de Madrid en la proclamación de la II República.

¿Con qué España nos quedamos, con la de Giner de los Ríos y Antonio Machado o con la de Mariano Rajoy y Primo de Rivera?

El pueblo fiero que se enfrentó a los franceses de Napoleón en 1808, gritó vivan las caenas al volver el sádico de Fernando VII al trono. En uno de sus libros mexicanos, narraba Indalecio Prieto las incidencias que acompañaron a Alfonso XII en su entrada a Madrid. Al parecer un gentío jubiloso salió a las calles para mostrar su alegría por la restauración de la monarquía en la persona del marido de María de las Mercedes –“mi rosa más sevillana”, que dice el popular romance-, gritando, dando hurras, vivas y mostrando un cariño familiar hacia el nuevo rey. De entre toda la multitud un joven destacaba por su entusiasmo, de tal manera que Alfonso XII, cautivo de su fervor, bajó del blanco caballo y amigablemente le dijo que agradecía enormemente sus loas. El joven, sin inmutarse, pues había participado en muchos saraos callejeros, le respondió: “Esto no es nada para lo que dijimos a la puta de la reina cuando la echamos”. Alfonso XII, un tanto desconcertado, volvió a subir al caballo y continuó camino de palacio. La puta de la reina era Isabel II, su madre.

Otro tanto podríamos decir de lo ocurrido el 14 de abril de 1931, cuando la gente se echó en masa a la calle, desde Cádiz a Barcelona, pasando por Eibar, para abrazar a la Segunda República, en la que tenía depositadas todas sus esperanzas. El pueblo defendió al régimen durante tres años, a veces con escopetas de caza, con palos, pero terminó por perderlo. Después, con el Caudillo matarife en el poder y la miseria rondando los hogares españoles, no faltaron tampoco multitudes para arropar al sanguinario en las concentraciones de la Plaza de Oriente cuando, por ejemplo, en 1946 las Naciones Unidas condenaron a la dictadura española debido al apoyo que había recibido de los tiranos derrotados: Hitler y Mussolini. ¡Franco, Franco, Franco!, ¡Arriba España!, gritaban a coro los miles de personas concentradas para mostrar su adhesión inquebrantable al que tal vez había fusilado a sus padres, hermanos o hijos. Unos acudían por devoción, por formar parte del bando vencedor, otros por obligación indeclinable, para sobrevivir. Hechos parecidos ocurrían en Barcelona, en San Sebastián o en Cádiz. Igual después de la restauración de la democracia, cuando varias decenas de miles de nostálgicos y analfabetos ocupaban la susodicha plaza, y el resto de Madrid, para celebrar el aniversario de la muerte de quien nunca debió nacer, celebración que terminaba con los ultras apaleando a cualquiera que pasara por su camino. Lo mismo ha sucedido después con Juan Carlos de Borbón y quien sabe lo que pasará cuando de nuevo se instaure la República.

Cataluña, en su desarrollo industrial –finales del XIX hasta la II República- protagonizó uno de los periodos más violentos de nuestra reciente historia, violencia obrera justificada por la miseria y la explotación; violencia institucional de Martínez Anido, Arlegui y Despujols pagando pistoleros con dinero público y de la burguesía catalana para asesinar trabajadores. Hasta hace unos años, sin embargo, fue un modelo de convivencia y diálogo, aunque en el horizonte la derecha cerril española y catalana hayan colocado bombas de efecto retardado.

Si abandonamos la Península, la Italia de Miguel Ángel y Donatello acompañó a Mussolini en la marcha sobre Roma, luego lo colgó de una farola. Después de que los Estados Unidos impidieran que el partido comunista más fuerte de Europa Occidental llegase al poder, el pueblo italiano encumbró a un fascista ridículo, palurdo y multimillonario: Sivio Berlusconi. Alemania, enzarzada en guerras desde que nació, siguió masivamente las consignas de Hitler, sus matanzas. Tras la derrota, Alemania fue uno de los motores de Europa, una pionera en la creación del Estado del bienestar y la nación más solidaria del continente hasta que llegó la crisis y se dedicó a especular contra países como España. Estados Unidos, país que surge a golpe de revolver y rifle, después de exterminar a los indios dueños del territorio que ocupan, parió a Lincoln, a Wilson y a la Sociedad de Naciones, a Roosevelt y la Naciones Unidas, para después de ayudar a la liberación de Europa, convertirse en una trágica burla de la democracia y de los derechos del hombre, ejerciendo la pena de muerte a destajo e invadiendo cualquier país según su particular interés. China y Japón, países de la delicadeza en las formas, de la sensibilidad, culturas ancestrales, fueron también capaces de inventar las torturas más sofisticadas que ha conocido el hombre y el nuevo esclavismo.

¿Dónde está, pues, el carácter de los pueblos, sus rasgos definitorios, su marca de distinción incomparable? ¿En España, cuando la mitad del país sigue teniendo rotuladas sus calles con los nombres de los criminales del 18 de julio de 1936? ¿En España que sabe que su futuro depende de su capacidad para transformar, de verdad y para siempre, un Estado que nació de uniones personales en otro que se articule  en torno al reconocimiento sin complejos de la variedad de los pueblos y culturas que la componen?

Hay quien no entiende ni quiere que los demás entendamos. Los herederos de Franco y los analfabetos vocacionales –puede que sean la misma cosa- siguen presentes en la vida política española haciendo todo el daño que pueden. No les importa destrozar toda la costa Mediterránea llenándola de millones de toneladas de hormigón; no les escandaliza la corrupción, todo lo contrario; no les afecta lo más mínimo haber roto el tejido industrial del país; no les duele la explotación ni la miseria, ni el abandono de los pueblos del interior, ni siquiera les afecta la partición de España: Son ellos quienes más han contribuido desde la llegada de Aznar al poder a crear independentistas, primero con el criminal boicoteo a los productos fabricados en Cataluña, después con su desprecio hacia esa tierra, con la sentencia absurda de un tribunal arbitrario que se atreve a tirar por los suelos lo que el pueblo soberano votó en un referéndum constitucional. Son los separadores, los que siempre han negado la verdadera grandeza cultural de España imponiendo un modelo homogéneo, un modelo castizo y andrajoso que apesta y abochorna. Estos señores no entienden que no se trata de competencias ni de techos, se trata de reconocimiento, de una deuda emocional que hay que pagar: A nadie le gusta compartir casa con quien le desprecia. Y para evitar ese desprecio, es necesaria otra derecha, una derecha que no tenga nada que ver con el franquismo, una derecha que no actúe a golpe de demagogia y de odio, una derecha –cosa bastante difícil- que crea y quiera a España en su diversidad y en lo que todos compartimos, que es mucho. No podemos estar décadas y décadas dándole vueltas al torno. O el pueblo dice adiós definitivamente al casticismo franquista y a quienes lo defienden hoy o entraremos en otro periodo convulso de nuestra historia.

España es un Estado –o lo que ustedes quieran que sea- compuesto de, al menos, cuatro culturas distintas, cuatro culturas españolas, tal vez haya llegado el momento, si logramos reducir a la mínima expresión a los partidarios del ordeno y mando, a los nostálgicos del pasado y a los supremacistas, de ponernos de acuerdo, de sentirnos orgullosos de ser el resultado de la unión voluntaria de pueblos, territorios y culturas. De mirar la diversidad como nuestra principal seña de identidad, con admiración, con orgullo. Pero, por favor, tampoco, nadie hable del carácter de los pueblos, no existe, existe el tiempo, el paso del tiempo, la geografía, la solidaridad y nada más. O, ¿con qué Catalunya nos quedamos con la de Ferrer Guardia y Salvador Seguí, con la que consiguió con sus luchas la jornada laboral de ocho horas para todo el Estado o con la que encabeza Puigdemont? ¿Con la España de Giner de los Ríos y Antonio Machado o con la de Mariano Rajoy y Primo de Rivera? Por mi parte lo tengo muy claro.

Los pueblos no tienen carácter