jueves. 28.03.2024

La maté porque nunca iba a ser mía

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Arrebatar la vida a una persona es algo tan terrible que no puede caber dentro de la conciencia ni de las pautas de comportamiento de ningún ser humano, pero cuando ese crimen se hace abusando de la fuerza, buscando el lugar y la hora adecuada, entonces estamos ante un monstruo y una monstruosidad

Hace unos años cuando caminaba por la huerta de mi pueblo me encontré a un viejo conocido que  regresaba a casa. Como se suele hacer en el campo, nos saludamos y estuvimos hablando un buen rato. Al despedirnos, le dije que tenía uno de los avellanos más hermosos que había visto en mi vida. Sin pensárselo dos veces, me dijo que no servía para nada porque no daba frutos y que no le quedaba mucho de vida. Le insistí en la belleza del árbol mientras dentro de mí pensaba en que nunca debí mentarle al avellano. Dos días después, paseando por el mismo lugar pude comprobar que la vida del árbol había concluido, que sólo quedaba el tocón y un montón de troncos perfectamente cortados y ordenados para servir de combustible calorífico. Me entró un coraje, una rabia, una tristeza de tal envergadura que desde entonces no he vuelto a hablar con el individuo. Era uno de esos árboles que cantan los poetas, un ejemplar bajo el que librarse de las inclemencias del sol de verano del sur. Aquel hombre lo mató porque era suyo. La propiedad y la improductividad mercantil -tan sagrada en estos tiempos y en aquellos- fueron para Lorenzo argumentos más que suficientes para acabar con aquel esplendor de la naturaleza que nos llenaba de admiración a quienes teníamos la suerte de pararnos a contemplarlo.

En España -que gracias a la ley contra la violencia de género es uno de los países de Europa con menos crímenes machistas- los hombres matan a las mujeres por dos cosas: porque son suyas o porque no lo son ni lo serán jamás. Como afirma Gordon Childe, en los albores de la humanidad, la relación entre hombres y mujeres era meramente animal, como lo eran también las de hombres con hombres o mujeres con mujeres, primaba ante todo el instinto primario de supervivencia, de placer, de inmediatez. Fue cuando apareció la tribu, cuando el hombre comenzó a agruparse que la mujer adquirió un papel fundamental en la vida del grupo pues era ella, y nadie más, quien guardaba en su seno la persistencia en el tiempo más allá de la propia vida. Surgieron las maternidades, las divinidades de la fertilidad, las primeras diosas inventadas a las que se rendía culto reverencial. Con el tiempo la fuerza física masculina impuso sus leyes y otros dioses quedando la mujer relegada al papel de madre y el hombre al de soldado y cazador. Pues bien, es a esa mujer madre al único ser del género femenino que el machista, y no siempre, respeta. A su propia madre, protectora, vigilante, modélica, permanente, sacrificada y comprensiva. Para el resto, el machista se mueve por pulsiones atávicas, por instintos animales que es incapaz de controlar. En el machista perduran y predominan los impulsos primitivos de dominio que al no poder ser satisfechos terminan en muchos casos con la eliminación física de ella, sin que a menudo el asesino haya dado muestra alguna de enemistad con la víctima. 

Debido al trabajo que desempeñé durante muchos años, tuve largas conversaciones con violadores, abusadores y asesinos sexuales. Es muy difícil explicar la sensación que esas charlas me dejaban en el cuerpo. Por norma general, siempre hay excepciones, el criminal machista mantiene un excelente comportamiento con su interlocutor una vez que ha sido controlado, se muestra colaborativo, ingenuo, educado y dando una extraña sensación de victimismo que a nadie medianamente observador escapa. Sigue las normas, sonríe con frecuencia, intenta hacerte ver que lo ocurrido no fue culpa de él y que en todo caso no volverá a repetirse. Incluso es posible que en el momento de hablar lo haga con sinceridad y sea ese su propósito pero la realidad es otra. Al final, cuando el criminal machista vuelve a su medio libre de terapias, las pulsiones atávicas, el deseo de la fiera, el afán de dominio sobre la mujer terminan por imponerse por mucho que existan dentro de él otros impulsos que le digan que lo que va a hacer es otra brutalidad que marcará para siempre la vida de una persona inocente a la que en la mayoría de los casos apenas conoce.

Arrebatar la vida a una persona es algo tan terrible que no puede caber dentro de la conciencia ni de las pautas de comportamiento de ningún ser humano, pero cuando ese crimen se hace abusando de la fuerza, con premeditación, buscando el lugar y la hora adecuada, observando los pasos de la víctima, sus costumbres y querencias, entonces estamos ante un monstruo y una monstruosidad. No creo -no me lo permiten ni mi formación ni mis ideas- en la pena de muerte, ni en la cadena perpetua ni en ninguna pena que suponga la eliminación del delincuente, estoy convencido de que siempre hay otra vía para evitar la reincidencia y posibilitar la reeducación y reinserción del malhechor, incluso en el caso de los violadores y asesinos machistas. Ya sé, el daño causado es terrible y habrán de pagar por él, pero el castigo nunca logrará que la víctima vuelva a tener vida, a  que se recupere del daño que le han infringido o a que sus familiares y seres queridos vuelvan al estado anterior a los hechos. Es imposible, y el dolor siempre estará ahí, en lo más hondo y profundo del ser. En el caso de los criminales machistas, no sirven los protocolos que se usan para otros delincuentes, pero sí hay alternativas: Desde el primer momento en que un hombre ataca a una mujer del modo que sea, el hombre debe ser condenado, sometido a programas de vigilancia externa una vez liberado -hoy existen medios suficientes- y a terapias permanentes que impidan que vuelva a delinquir. No cabe en este caso dar por definitivamente rehabilitado al agresor, al feminicida, el tratamiento y la vigilancia han de ser para casi toda la vida. Para ello es menester dotar de medios a los servicios sociales y a una policía especializada en ese tipo de delitos -aparte de otras consideraciones hay que saber que el coste medio anual de un delincuente en prisión se acerca a los 24.000 € y cualquier tratamiento vale menos-, es menester creer a la mujer, siempre, no poner en duda sus palabras, sus acusaciones, sus demandas de protección, porque la duda ahí puede ser una muerte más y, sobre todo, desterrar de una vez para siempre a quienes dicen que las mujeres también son violentas con los hombres, porque aunque eso suceda es insignificante al lado de la violencia machista. Mientras la violencia de las mujeres contra los hombres -que normalmente tiene otros roles- es estadísticamente anecdótica, la de los hombres contra las mujeres es estructural y cuenta,a menudo, con la comprensión de jueces, agentes del orden y políticos de extrema derecha que parecen satisfechos buscando votos en los estercoleros.

En ninguna sociedad es posible eliminar los delitos de sangre, tampoco la delincuencia machista -sólo hay que mirar la situación de países tan avanzados como Suecia, Alemania o Finlandia-, pero hoy tenemos los medios necesarios para impedir que un crimen como el de Laura Luelmo vuelva a suceder. La educación es imprescindible, esencial dejar de cosificar a la mujer, también la colaboración de toda la sociedad rompiendo el silencio que muchas veces propicia o permite la actuación del hombre de Atapuerca que todos llevamos dentro, pero que en algunos predomina de forma abrumadora: La esperanza y el futuro tienen nombre de mujer.

laura

Último tweet de la Laura Luelmo antes de su asesinato

La maté porque nunca iba a ser mía