viernes. 29.03.2024

¿Mare Nostrum, civilización occidental?

El Mare Nostrum, origen del Humanismo hoy desterrado por las leyes mercantiles, se convirtió en una enorme fosa común...

Aunque hoy, cuando casi todo lo que oímos, leemos, vemos, digerimos y vivimos tiene origen y nombre anglosajón por efecto de la hegemonía global de Estados Unidos, hemos de ser conscientes de que esto apenas tiene unas décadas y que las grandes culturas que nos han ido moldeando a través de los tiempos no tuvieron ese origen tan próximo temporalmente sino que, en su mayoría, se gestaron a ambos lados de un Mar Mediterráneo que hoy se debate, en todos los sentidos, entre la vida y la muerte de las primaveras árabes, los genocidios por materias primas, las crisis de las deudas y los gobiernos patéticos que hacen aún más patética la vida de quienes habitan sus riberas. Imposible resulta reivindicar en estos días que en las tierras que circundan el mar nuestro, el mar interior que renueva sus aguas sucias cada noventa años, Mesopotámicos y egipcios construyeron hace cinco mil años prodigiosos sistemas de irrigación para aprovechar las crecidas de los ríos Tigris, Eufrates y Nilo, difícil para un europeo del norte de aquel tiempo explicarse los conocimientos médicos y astronómicos de aquellos hombres cuando ellos apenas habían comenzado a cultivar la tierra y vivían atemorizados todavía por las salidas y huidas del sol sin previo aviso. ¿Qué decir de aquel país que hoy se debate en la agonía gracias a la tiranía de los mercados dónde a la gente le dio por pensar, por plantearse el sentido de la vida, los mecanismos que rigen el Universo, la política, la democracia, la pintura, la escultura, la arquitectura, la filosofía cuando en Francia o Alemania desconocían la escritura? ¿O de aquél otro que partió de una ciudad empeñada en llenar Europa de carreteras, teatros y anfiteatros? ¿Y de las Ciudades-Estado que llevaron el arte a cotas jamás alcanzadas por ninguna civilización posterior y abrieron las puertas al humanismo moderno? ¿O ése que sobre una balsa de piedra se atrevió a cruzar los mares sin saber que había al otro lado llevando a bordo a hombres que, en su mayoría, jamás habían salido del terruño? ¿O de aquel otro que un día de 1789 dijo a la barbarie hasta aquí hemos llegado? Unos y otros, paso a paso, fueron construyendo el mundo que conocimos hasta el siglo XX y en unos cuantos siglos, con sus periodos de oscurantismo, lograron llevar al hombre desde las cavernas a eso que hasta anteayer llamábamos Estado del Bienestar, que básicamente consistía en hacer más llevadera la vida de los hombres independientemente de su origen social y económico, de sus cualidades innatas –belleza o inteligencia- o del color de su sangre.

A las civilizaciones mediterráneas –que están en el origen de todo lo bueno, y parte de lo malo que ha creado el hombre-, sucedió la filosofía alemana, su música inalcanzable, Kant, Hegel, Marx, Bach, Beethoven, Mozart, Weber, Brahms y una forma de entender la política, la industria y la vida desde la soberbia y la sinrazón, desde el desconocimiento interesado de sus propios pensadores, a la contra, con la guerra como divisa y el predominio de la raza. Y no fue sólo Alemania desde Bismarck quien de ese modo se comportó, no. En su lucha por ocupar el mundo de la pobreza, África especialmente –cuanto la quisimos, cuánto la queremos…-, pero también Asia, para llevárselo todo sin dejar nada, absolutamente nada a cambio, sólo miseria y destrucción, partieron países sobre mesas de camilla armados de compás, escuadra y cartabón que luego sus ejércitos mortíferos hicieron realidad asesinando por millones a personas que apenas tenían un taparrabos y una lanza de madera para defenderse de las alimañas o alimentarse. Se olvidaron completamente de aquellas luces que alumbraron a Francia y al mundo durante el siglo XVIII y culminaron con las palabras más hermosas que ha creado el hombre para los hombres en circunstancia y tiempo alguno: “Libertad, Igualdad y Fraternidad”. ¿Para qué? Para nada, porque eran un estorbo para incrustar el Estado de Israel en los desiertos del petróleo, porque eran incompatibles con la destrucción de Irak, con la matanza de cientos de miles de personas que tuvieron la desgracia de nacer y vivir miserablemente sobre un pozo de oro negro, porque eran inconvenientes para matar niños en las grutas del coltán que llevan nuestros móviles y ordenadores, porque un día consultaron al oráculo de Wall Street y los dioses les dijeron que ya no había peligro, que el Estado Democrático era una antigualla peligrosa, que el capital tenía que vivir libre de ataduras y los hombres esclavos del capital. Y se hizo, vaya que sí se hizo. Primero, en los lugares del privilegio nos hicieron consumidores compulsivos en vez de ciudadanos solidarios, nos convencieron, tal como pensaban los anglosajones de aquende y allende, que primero yo y después yo, que eso de la fraternidad es una molestia y un despilfarro que sólo servía para mantener vagos y aprovechados, que pagamos muchos impuestos, que no tenemos por qué asistir a quien es viejo, está enfermo o nació con algún problema, que ándeme yo caliente y ríase la gente. Nos hicieron creer que la vida consistía en llevar a los niños a colegio de pago-concertado-confesional, en tener una casa más grande y un coche fardón, en no leer y no querer, en ver la basura que día a día los trescientos sesenta y cinco días del año nos regala la televisión. Pensamos que las redes sociales eran la libertad. Y nos lo tragamos, hasta que un día esos dioses suyos con cara de banquero vinieron con las siete plagas en forma de gran estafa global y dijeron: Aquí no se salva ni Dios. Y nos metieron el miedo en el cuerpo, a los que siempre lo habían tenido y a los que nunca creyeron tenerlo, mientras armaban a sus policías y ejércitos hasta los dientes. Nos acusaron de haber vivido por encima de nuestras posibilidades mientras sus dineros, a buen recaudo, dormían el sueño de los justos en Suiza –el país que guardó el oro de los nazis, el país que nunca fue invadido porque allí estaba el dinero, el país que acaba de rechazar en referéndum la entrada de migrantes- y en tantos otros paraísos fiscales dónde la ley no existe, y la Vieja Europa, convertida de nuevo en alcahueta, optó por el desafuero traicionando lo mejor de sí misma, todo aquello que desde los antiguos griegos –hoy masacrados por la barbarie usurera- había servido para construir un mundo mejor que debiera haberse extendido al último rincón de la tierra. Entre tanto, los otrora ciudadanos, como los ciegos de Ensayo sobre la Ceguera, atemorizados, recelosos del otro, se escondieron en sus guaridas recordando los felices tiempos del gin-tonic a doce euros con un tetrabrick de Don Simón en la mano para contemplar absortos cómo unos cuantos multimillonarios en pantalón corto dan patadas a un balón. Y el Mare Nostrum, cuna de civilizaciones, origen del Humanismo hoy desterrado por las leyes mercantiles, se convirtió en una enorme fosa común dónde yacen miles y miles de negros a los que Occidente hizo pobres mientras el ministro del Reino de España, como si el tiempo no hubiese pasado por este páramo, asiste a misa todos los días armado hasta los dientes para mejor servir a Dios y a la Metrópoli. Tristes tiempos que pasarán como pasaron otros tan tristes como estos, pero no por sí solos, no porque así lo deseen quienes nos mandan, sino porque un día nos demos cuenta de que la inmensa mayoría somos carne del mismo cañón, de que estamos en guerra y toca atacar hasta enterrarlos en la mar.

¿Mare Nostrum, civilización occidental?