viernes. 19.04.2024

El libre mercado acabará con la democracia

dictadura democracia

El neoliberalismo fomenta la ignorancia, la insolidaridad y la brutalidad, es, por tanto, absolutamente incompatible con la Democracia, su depredador natural, su asesino vocacional. Es el fascismo del siglo XXI

Hace más de un siglo y medio, Carlos Marx y Federico Engels establecieron un sistema para analizar el funcionamiento del capitalismo a lo largo de la historia. El esclavismo, el feudalismo y el capitalismo propiamente dicho habían sido los modos de producción que condicionaron la vida del hombre desde la noche de los tiempos hasta el siglo XIX. El cuarto modo de producción -todavía por venir- sería el socialismo, que concluiría con la desaparición del Estado y el reparto de la riqueza general según las necesidades de cada persona: “De cada cual según sus capacidades, a cada cual según sus necesidades”. Describían los dos filósofos alemanes una sociedad muy desarrollada en la que los hombres ya no se conducirían por la ambición ni por la codicia sino por la satisfacción de aportar a los demás aquello de lo que carecían en virtud de su menor destreza o de sus dificultades físicas o psicológicas para hacer frente a la vida. De ese modo, Marx y Engels rompían con el darwinismo social –base de la política neoliberal actual y de siempre- que aplicaba del mismo modo las teoría evolucionistas para los animales que para las personas en su desenvolvimiento en sociedad, invitando a prescindir de aquellas que no eran capaces de adaptarse de forma adecuada a un medio tan hostil como el capitalismo y otorgando el grado de triunfadores en la escala evolutiva a los más desaprensivos, egoístas y crueles.

La Revolución Rusa -de la que ahora se cumplen cien años- quiso adelantar el cuarto modo de producción, el socialista, en un país fundamentalmente agrario en el que todavía existía la servidumbre, en el que las almas muertas que tan magistralmente describió Gogol seguían vinculadas a la tierra y al dueño de la tierra, sin que sus vidas valiesen más que la choza que les daba cobijo. Sin entrar en otras controversias, de aquella ilusión rusa de 1917 quedan, sobre todo, dos cosas, la derrota del nazi-fascismo y la creación en Europa Occidental del Estado Social de Derecho por miedo al contagio comunista. La caída de la URSS coincidió en el tiempo –por primera vez en cuarenta años- con la llegada al poder en dos grandes democracias de dos elementos de extrema derecha que habían cifrado todos los males que aquejaban al mundo en lo público. Margaret Thatcher y Ronald Reagan, rodeados de una inmensa corte de empresarios y teóricos de la economía ultraliberal- decidieron declarar la guerra al Estado y comenzar una devastadora política de privatización que había tenido su laboratorio en el Chile de Pinochet, donde hasta el agua de los ríos pasó a manos de particulares. Se abría la veda que todavía no ha terminado. Junto con las privatizaciones que pretendían dejar al Estado como un mero defensor de los intereses de los más poderosos, se inició un proceso de desregulación económica a escala planetaria que simplemente consistía en dejar hacer a las grandes corporaciones todo aquello que les viniese en gana. Sucumbieron, bosques, selvas, ciudades monumentales, continentes enteros y la vida regresó a la más estricta depredación, poniendo de nuevo en valor el darwinismo social que premia al canalla, al explotador, al sinvergüenza, al especulador, al abusón y al logrero. No había, ni hay, ningún límite, lo mismo daba llenar los mares de plástico que extender los cultivos transgénicos para acabar con las especies autóctonas, igual talar la selva amazónica que arrasar Siria, Libia e Irak, lo mismo derretir los polos a fuerza de envenenar el planeta que acabar con la personalidad de miles de ciudades y paisajes maravillosos a base de vuelos a treinta euros. Estalló la locura y eso que se dio en llamar capitalismo con rostro humano quedó hecho harapos porque el capitalismo sólo ha disimulado cuando ha tenido miedo, amagaba, sacaba caras bonitas, personas formalmente dialogantes, incluso se permitía hablar de derechos humanos y democracia cuando siempre había sido su principal enemigo, cuando todos los derechos consustanciales a la democracia fueron arrancados por la fuerza a los dueños del dinero y del tráfico. Desaparecida la URSS, aminoradas las protestas sociales, económicas y políticas de la ciudadanía, decaídos los sindicatos por aburguesamiento momentáneo de la sociedad, el capitalismo no tenía ningún miedo, por tanto, ninguna razón para seguir pagando sueldos dignos, para garantizar la seguridad en el trabajo, la calidad de los productos, el respeto a la naturaleza o la vida de viejos, enfermos y parados.

Fue un breve paréntesis, pero muchos creyeron que aquello formaba parte del progreso humano y había venido para quedarse. En verdad, los seres humanos, al menos la mayoría, somos de una ingenuidad pasmosa, tanta que tropezamos una y otra vez en los mismos sitios porque no somos capaces de recordar en qué tropezaron quienes nos antecedieron y qué hicieron para evitar que a nosotros nos sucediese lo mismo. Así, con una memoria similar a la de los peces, hemos venido hasta aquí, que no es un escenario diferente al que pudieron ver nuestros abuelos allá por finales del siglo XIX o principios del siglo XX, eso sí con muy pocas protestas –y las que hay de carácter nacionalista, por tanto egoístas y excluyentes en un mundo donde el enemigo es global y está muy unido- pero con redes sociales, con facebook, twitter, instagram y otros cien mil sitios dónde además de hacer el primo constantemente también hacemos la revolución para la república independiente de la Nada.

Llegados a la desregulación total para las grandes corporaciones, grandes fortunas y poderosos de toda condición, los Estados se han convertido en magníficos instrumentos de dominio, socialización y control de la sociedad. Mediante su policía, sus televisiones, sus periódicos, sus bulos, sus mentiras, sus amenazas constantes, la población se mantiene quieta, entretenida y rezando para quedarse como está, no acertando a ver que aquí no va a quedar piedra sobre piedra, que les importa un pijo lo que suceda con la Naturaleza, que les rasca la figa que el treinta por ciento de los españoles vivan bajo el umbral de pobreza, que se la suda la injusticia, la desigualdad, el dolor ajeno y la exclusión, porque ellos, los que han creado el nuevo orden global neoliberal, no tienen ningún miedo, nos lo han trasladado y, como tantas otras veces, nos lo hemos creído a pies juntillas. Al calor de ese nuevo orden, que no es otro que el de la explotación, el robo y la corrupción, resurgen elementos igualmente arcaicos como las religiones, las banderas, los líderes mediáticos de medio pelo, los embaucadores, los cretinos y los criminales que nos están matando a todos, eso sí, dentro de la legalidad vigente. El neoliberalismo fomenta la ignorancia, la insolidaridad y la brutalidad, es, por tanto, absolutamente incompatible con la Democracia, su depredador natural, su asesino vocacional. Es el fascismo del siglo XXI.

El libre mercado acabará con la democracia