sábado. 20.04.2024

La felicidad en el capitalismo global

Bratislava Escultura
Escultura de Bratislava.

Hace unos meses supe por casualidad que muy pronto tendremos móviles flexibles, plegables y sumergibles, es decir que podremos disfrutar de las ventajas del aparato incluso dentro del agua, mientras saltamos olas o buceamos entre miles de bolsas de plástico y baterías estériles. No tengo celular, pero supongo que esa posibilidad acuática, más la de poder doblarlo, encogerlo y expandirlo hará muy felices a miles de personas que vivían en la más amarga de las zozobras cuando su teléfono se mojaba y había que curarlo en un tarro lleno de arroz o cuando, alojado en el bolsillo cular, se quebraba por la recurrida e irracional manía de sentarse. Pensar que eso ya no ocurrirá me llena de orgullo y satisfacción, al igual que a la muchedumbre que ha optado voluntariamente por el autismo existencial pagando cantidades ingentes de plata y regalando su intimidad a quienes esa oportunidad impagable les brinda.

Estamos fabricando la casa del Gran Hermano y van a hacer con nosotros y nuestros derechos salchichas y mortadela

Pero mi felicidad no se agota con los avances móviles, sino que crece semana a semana, día a día, minuto a minuto al conocer el amor con que los dueños del capital nos tratan y tratan al planeta. Nos quieren tanto que se han juramentado para que ningún electrodoméstico nos dure más de tres o cuatro años, tiempo más que suficiente para que estemos hartos de la lavadora, el lavaplatos, la aspiradora o el televisor. Sabemos que hoy existe tecnología suficiente como para que cualquier aparato funcione durante buena parte de nuestra vida, pero sería una vida triste, monótona, infeliz. Para evitarlo, los capitalistas planetarios inventaron la obsolescencia programada, pensando sólo en nuestra felicidad, en nuestro bienestar, en nuestro gozo. Ahora, forzosamente, tendremos que cambiar de máquina, porque cuando se averían ni Dios puede arreglarlas, llenando nuestro hogar de dicha y de expectación: ¿Se puede concebir un momento más feliz que ese en el que toda la familia unida espera la llegada de un nuevo frigorífico? ¿O ese otro en el que el concesionario nos avisa para retirar el nuevo automóvil que pita si hay algo atrás, tiene asientos que se iluminan y aparca sólo? ¿Cabe más dicha que ver llegar a los trabajadores de a quinientos euros con nuestro nuevo televisor inteligente que nos ofrecerá una ingente cantidad de programas para estólidos y series yanquis para que en breve pensemos y seamos tal como ellos son ya?

Se es pesimista porque se quiere, por enfermedad, por debilidad mental, por falta de energía, pero lo lógico en este mundo que nos ha tocado vivir es el optimismo. Por ejemplo, el otro día fui a comprar ropa, y vine cargado con cinco camisetas, tres camisas y dos pantalones. Total cincuenta euros. Eso era impensable hace veinticinco años, cuando la ropa se fabricaba en España, Francia o Italia por trabajadores que tenían sueldos elevados, jornadas de ocho horas, vacaciones y seguridad social. Ahora todo ha cambiado para bien gracias a que los capitalistas y emprendedores de todo el planeta se llevaron la producción a lugares donde los currantes no eran tan exigentes ni caprichosos: ¿Qué es eso de trabajar ocho horas? ¿Y con el resto del tiempo qué haces? Hoy podemos cambiar de ropa y zapatos cuando se nos venga en gana, llenar las baldas del armario en un periquete, la ropa cada día es más barata, como todo, y no tenemos por que llevar lo mismo una semana con otra. ¿Que no puedo comprarme unos zapatos buenos cada dos años porque mi sueldo también va cuesta abajo? ¿Y qué? Me compro diez malos, los uso y los tiro cuando quiero, contribuyendo de ese modo al crecimiento del comercio mundial, barcos que van y vienen cargados de cosas para tirar. ¿Ha habido alguna vez tanta posibilidad de tirar cosas? Antes sólo desperdiciaban los ricos, comida, vestidos, bebidas, personas, pero ahora lo podemos hacer muchos más, por tanto se ha democratizado el consumo y su hijo natural, el despilfarro.

Los alquileres suben de tal manera que han de juntarse varias familias para poder acceder a la vivienda. Algunos, en su buenismo, piensan que es menester que el Estado cree un banco de viviendas públicas que permitan a la gente tener un techo sin verse obligados a vender cuerpo y alma al diablo; otros hablan de poner un tope a los alquileres o de penalizar fiscalmente las viviendas vacías. Son cosas del pasado, antiguallas propias de nostálgicos del comunismo. No hay nada mejor que la convivencia, se conoce a gente, se comparten ideas, gustos, maneras de vivir y se sale del ostracismo. Lamentablemente, hay personas que se quejan de todo.

En nuestro país, los bancos nos deben más de sesenta mil millones de euros, una cantidad que según algún progre trasnochado serviría para arreglar las cuentas de la Seguridad Social. Los bancos, es verdad, prestaron lo que no era suyo y se gastaron los depósitos de los ahorradores en promocionar viviendas y dar préstamos a quienes no debían dárselos. Su gestión fue pésima, un desastre, una calamidad nacional, pero qué ganamos exigiéndoles que nos lo devuelvan, ¿no les suena a revanchismo? Ya pasó, dejemos el pasado en paz, eso sí, la arqueología es maravillosa.

¿Impuestos directos? Que va, es mejor bajarlos y que tengamos veinte euros más al mes para echarlos a las tragaperras o gastarlos en las casas de apuestas deportivas que tanto bien hacen. ¿Que no hay dinero para la sanidad, la educación, las pensiones, la recuperación de la naturaleza o la exclusión? Siempre nos quedará la bondadosa iniciativa privada, asisa, quirón, sanitas, los curas y las monjas. De algo hay que morirse. Entre tanto admiren a Pere Aragonés, catalán de pro que se dispone a privatizarlo todo desde ERC. Todo sea por Catalunya.

Vivimos en un mundo donde la mayoría de la gente contempla el genocidio del Mar Mediterráneo sin inmutarse, como quien oye llover, el viento o el ladrido de su perro. ¡Que se queden en su casa!, aunque la hayamos bombardeado veinte veces. No nos importa la miseria creciente que vive al lado mismo de nuestras casas, en el barrio próximo, en la ciudad lejana; ni el abandono absoluto del medio rural y, por tanto, de la agricultura y la ganadería sostenibles; nos importa una figa que en vez de políticos dedicados al bien común por tiempo limitado, tengamos actores que interpretan el papel que les dictan los asesores sin tener para nada en cuenta al interés general; no tenemos ni un mínimo de respeto a la Madre Naturaleza que nos ha dado todo lo que tenemos y amenaza con expulsarnos del planeta por malnacidos y patanes; hemos consentido que una empresa privada -google- fotografíe todas las calles y parcelas del mundo, propiciando que tenga hoy más poder que muchos estados al ser capaz de tener información al segundo de cada rincón del globo; entregamos la soberanía del pueblo sin ningún pudor a corporaciones multinacionales de las que no sabemos nada mientras lo saben todo de nosotros. Estamos, en una palabra, fabricando la casa del Gran Hermano, y van a hacer con nosotros y nuestros derechos salchichas y mortadela. No sé si es hora de mandar todo esto al carajo y decirles que no necesitamos para nada lo que nos ofrecen, que lo nuestro es la cultura, los árboles, la libertad, la igualdad y la fraternidad. Acabemos con ellos o acabarán con nosotros, con casi todos.

La felicidad en el capitalismo global