jueves. 28.03.2024

Árboles, necesarios como el aire que respiramos trece veces por minuto

Decía Manuel Azaña que en España lo primero que se hacía antes de urbanizar era cortar todos los árboles afectados...

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Con su habitual clarividencia, decía Manuel Azaña que en España lo primero que se hacía antes de urbanizar o construir cualquier cosa, incluso antes de hacer el proyecto, era cortar todos los árboles afectados y los colindantes para que de ese modo a nadie se le ocurriera la peregrina idea de conservarlos con los costes adicionales que eso depararía. Esa arborifobia de la que hablaba el gran republicano complutense ha sido una constante a lo largo de nuestra historia y en todos los territorios peninsulares, incluso en aquellos que por sus condiciones medio-ambientales eran propicios a la crianza de bellísimas especies caducifolias como hayas, robles, rebollos, tilos, fresnos, castaños o abedules y que, sobre todo durante el franquismo, fueron brutalmente sustituidos por eucaliptos, árbol que deja inservible el suelo en el que crece durante siglos. Así ocurrió en Galicia, Asturias, País Vasco, Huelva y tantos otros lugares machacados paisajísticamente por la dictadura.

El desastre urbanístico provocado por el desarrollismo de los años sesenta-setenta, que fue retomado ya en democracia tras la Ley del Suelo de 1998 de Aznar, destrozó la mayor parte del litoral mediterráneo español, desde Roses hasta Algeciras, sustituyendo bosques de altísimo valor ecológico por mamotretos de hormigón que han llegado a formar la cordillera más larga de Europa afectando de modo claro a su  régimen pluviométrico. Cientos de miles de hectáreas fueron sacrificadas por orden ministerial durante la dictadura, cientos de miles durante la democracia vía incendios intencionados que nunca han sido perseguidos ni penados con el rigor necesario, tanto para los autores materiales como a los instigadores, a quienes se les puede seguir la pista comprobando quienes construyeron en los sitios devastados después de la catástrofe: Sin ir más lejos, Terra Mítica, parque de atracciones valenciano y zaplanesco sito en la localidad de Benidorm que se construyó en los terrenos que habían sido previamente calcinados por un incendio nada fortuito y en el que, gracias a la extinción del verde, hacía un calor sólo apto para beduinos y tuaregs, seres humanos que han sabido adaptarse como nadie a un clima en extremo hostil y a quienes tampoco allí dejamos vivir en paz.

Los primeros Ayuntamientos democráticos, imbuidos entonces de una ilusión regeneracionista que desapareció con la llegada de las burbujas, se encontraron con unas ciudades devastadas, sobre todo, como se ha dicho, en la vertiente mediterránea y en algunas poblaciones del interior afectadas también por un desarrollo urbanístico caótico. Algunas ciudades seguían conservando, quizá porque eran ajenas al desarrollismo, su belleza monumental –Sevilla, Córdoba, Ávila, Salamanca, Girona, Vitoria, Burgos…-, pero otras como Murcia, Cádiz, La Coruña, Valladolid, Tarragona o Alicante –por poner sólo unos ejemplos- sufrieron toda la embestida destructora de la dictadura. Por distintas circunstancia fui testigo de la destrucción del conjunto histórico de Murcia a manos de un Alcalde llamado Fernández Picón: Durante años la piqueta y las bolas de acero fueron derribando manzanas enteras de casas sin que importase para nada su valor histórico o artístico, cayeron palacios, iglesias, casas solariegas y jardines que fueron sustituidos, respetando el trazado medieval, por edificios de siete u ocho plantas con el sólo propósito de maximizar beneficios. Murcia era una especie de Salamanca del Sur, un conjunto urbano compacto y bello salpicado por decenas de edificios singulares y monumentales que navegaban perdidos y descontextualizados al verse despojados del tejido urbano que siempre les acompañó. Al comprobar el desastre causado por la dictadura, los primeros Alcaldes democráticos emprendieron la única labor que estaba en sus manos dados los medios exiguos con que contaban: Llenar todos y cada uno de los rincones de la ciudad de árboles, de modo que hoy, aunque el centro histórico sigue acusando el daño perpetrado en los años setenta, la ciudad ha recuperado parte de la belleza arrebatada gracias al nuevo manto verde que la acompaña.

Lo mismo que sucedió en Murcia, ocurrió en cientos de ciudades y pueblos de España. Se volvió a ver al árbol como un amigo, se arbolaron calles, se construyeron paseos, se recuperaron enclaves arbóreos perdidos, se hicieron parques, plazas arboladas y se dejó, por unos años, de talar a mansalva. El árbol era el mejor de los vestidos para las ciudades que habían perdido su belleza. Sin embargo, ese momento de lucidez se evanesció y volvieron, al calor del nuevo desarrollismo y, especialmente, del movimiento especulativo que posibilitó la ley del suelo y la desregulación financiera de Aznar-Rato, los hábitos del pasado castizo, cruel y feo. Regresaron las calles estrechas con altos edificios que no dejaban lugar a los árboles, las grandes avenidas ridículas en las que apenas cabían un par de geranios, las autovías ayunas de verde, y se volvió a talar lo que fuese menester sin tener en cuenta que el árbol, qué duda cabe, es el mayor y mejor amigo del hombre, hasta el extremo de que sin él nuestra vida en el planeta Tierra sería imposible.

En los últimos cuarenta años ha ardido una cuarta parte de la masa forestal de España. No escapa a tal catástrofe ninguna comunidad autónoma, aunque son las más devastadas las que dan al Mediterráneo y Galicia, sí Galicia por increíble que parezca, porque allí se destruyeron los pastos comunales, porque allí se plantó el eucalipto para sacar de él pasta de celulosa, porque allí se destruyó el modo y la forma de vida de cientos de miles de personas. El español no ha sido educado en el respeto al árbol, al árbol por el árbol, no porque dé éste o aquél fruto, sino porque además de ser absolutamente imprescindible para la vida animal, es bello, quizá una de las cosas más bellas que una persona puede admirar y disfrutar. El cambio climático es un hecho lo niegue quien lo niegue y España, por su situación geográfica, va a ser uno de los primeros países en sufrir sus letales consecuencias. A día de hoy, además de detener la emisión de gases de efecto invernadero –cosa a la que se niegan las grandes y pequeñas potencias-, sólo hay una fórmula para luchar contra ese cambio que ya está aquí y que irá a más cada año, mimar los árboles que ya tenemos, elaborar un plan estatal que de modo científico llene de árboles las ciudades y sus alrededores, las vías de comunicación y las tierras de bajo rendimiento, las erosionadas y mutiladas por la acción natural o humana. Ese plan crearía miles de puestos de trabajo tan para la plantación como para el cuidado de los árboles, pero sobre todo sería una fuerte muralla contra los cambios que harán mermar las lluvias sobre toda la Península, que aumentarán la desertificación y la temperatura media hasta niveles difíciles de soportar. Estamos, pues ante una situación de urgencia vital, y, otra vez más, de nosotros depende poner los medios y los remedios. El árbol es la vida.

Árboles, necesarios como el aire que respiramos trece veces por minuto