viernes. 29.03.2024

Mi 23-F. Aquello no fue una broma

golpe

Estudiaba Historia del Arte en un aula casi vacía de la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid. Teníamos un examen el día 24 de febrero. Nervioso por la falta de tiempo, quería agotar la jornada para atar los muchos cabos que me quedaban sueltos sobre el mundo de Donatello, Della Robbia, Sangallo y Sansovino, un mundo tan apasionante como extenso e inabarcable. Sobre las siete de la tarde, el decano de la Facultad, Carlos París, y otros miembros de su equipo aparecieron en el aula urgiéndonos a abandonarla a toda prisa porque habían dado un golpe de Estado y el último tren saldría en poco más de quince minutos. Quise saber más, pero la agitación era tan grande que nadie tuvo tiempo de explicarme nada. Cogí mis bártulos y salí corriendo hacia el apeadero. El tren estaba lleno y el silencio reinaba en el vagón como si el miedo mamado a través de siglos de mal gobierno y violencia salvaje viajase con nosotros.

Al poco de salir de la Universidad atravesamos el cuartel de El Goloso. Anochecía y el ruido de los tanques que calentaban motores sonaba como un presagio trágico de lo que estaban preparando, de nuevo, al pueblo español, a todos los que viajábamos en el tren y a los que estaban en sus trabajos y casas. Al llegar a la estación de Chamartín no se me ocurrió otra cosa que preguntar a un policía sobre lo que estaba sucediendo. Sin la más mínima simpatía, me dijo que circulase y que no saliese de casa en los próximos días. Monté en el autobús que iba a Peña Grande. Ni una palabra. De nuevo el silencio de quienes sabían de lo que eran capaces los sublevados. Al llegar a la Plaza de las Islas Cíes, una cola enorme de silentes en la panadería, otra en la tienda Spar, comercios que al cabo de unos minutos cerrarían por falta de existencia. Llegué a casa, y allí mi hermano, que había visto lo sucedido en el Congreso en la tele, estaba en el pequeño sofá con un ataque de histeria. Llamamos a mis padres para ver como estaban y consultarles qué hacer. Mi padre descartó que volviésemos a Caravaca y nos obligó a jurarle que no saldríamos de casa hasta que él nos avisara. Llevábamos hablando un minuto cuando una voz cruda nos dijo que todas las comunicaciones estaban intervenidas y que colgásemos de inmediato. No puedo describir con acierto la sensación de pánico que nos produjo aquella orden tajante y brutal. Yo estudiaba Historia y tenía ciertos conocimientos de lo que los fascistas españoles habían hecho durante los últimos cincuenta años. Yo era, soy, incapaz de hacer daño a una hormiga, pero ellos eran capaces, como lo habían demostrado, de destruir un país entero para defender sus intereses y su forma tosca, rudimentaria y medieval de entender el mundo.  La victoria de esa gente habría supuesto un retroceso de décadas y el asesinato de miles y miles de personas.

Pendientes tarde y noche de la televisión y la radio, en medio de la mayor de las confusiones, supimos que en Valencia habían sacado los tanques a la calle y declarado el Estado de Excepción, sometiendo a la III Región Militar al mando único y exclusivo de Jaime Miláns del Bosch y sus botellas de Chivas. En recompensa por su actuación Miláns, que fue condenado en 1987 a 26 años de prisión, fue indultado en 1990 sin que en ningún momento mostrase arrepentimiento por los crímenes cometidos. Posteriormente, ya fallecido, fue enterrado según sus deseos en el Alcázar de Toledo, propiedad del Estado, es decir del pueblo español.

Creo recordar que sobre las tres de la mañana Juan Carlos de Borbón y Borbón salió en la televisión vestido de capitán general para ordenar a todos los militares que volviesen a sus cuarteles y se pusiesen a las órdenes de la autoridad constitucional. Sin dormir nada por el nerviosismo, al amanecer del día 24 de febrero volvimos a la Universidad Autónoma. Nos contaron que esa noche muchos habían atravesado la frontera francesa temiendo las sanguinarias represalias que sucederían al golpe. Quedamos en acudir a la manifestación que por la tarde partiría desde la Ronda de Atocha hasta las Cortes.

Aquello pasó y hoy muchos pueden verlo como algo surrealista, como una comedia bufa o un sainete. Un guardia civil disparando al techo del Congreso y gritando ¡se sienten coño!, mientras otros descargaban los fusiles y zarandeaban al Presidente del Gobierno y al ministro de Defensa. Increíble pero cierto. La realidad fue mucho más cruda: Durante horas estuvimos al borde del abismo que lleva a la barbarie y a la crueldad más inhumana. Ahora se sabe que el rey no estuvo en la trama, que se mantuvo a la espera, pero también parece que dio el visto bueno a Alfonso Armada para que se propusiese como nuevo Presidente de un Gobierno autoritario del que formarían parte diversas personalidades.

Los intentos golpistas no habían cesado desde que se celebraron las primeras elecciones democráticas. Primero fue la legalización del Partido Comunista, después los salvajes e incomprensibles atentados de ETA, luego los estatutos de autonomía... La oligarquía española ligada al franquismo nunca aceptó de buen grado la democracia y, como en el siglo XIX, se creía dueña del país y con el derecho de hacer con él lo que les viniese en gana, eso sí siempre dentro de la tradición, el respeto a la Santa Iglesia y la salvaguarda de los intereses creados. Esa España antigua, irracional, egoísta, cerril, inmisericorde, amante de la sangre y que canta himnos a la muerte, no despareció el 24 de febrero de 1981, ni siquiera tras los juicios y condenas a los cabecillas. Regresó a los cuarteles de invierno, a los reales y a los figurados, a sus trabajos, sus rentas, a sus viviendas lujosas, a sus vicios, a sus misas, a sus juegos y ahora, al calor de una crisis que parece no tener fin, vuelve con más fuerza, con más seguidores, con los mismos de siempre más los desesperados, los que gritan y no escuchan, los incapaces de asociarse para hacer valer sus derechos, los que desprecian el conocimiento y aplauden las bravuconadas. Están ahí, en el Parlamento, en los centros de poder político y financiero, en muchos de los que tienen el monopolio del uso de la fuerza, en las televisiones, en las redes sociales y, también, en los que lanzan piedras contra el Palau de la Música de Barcelona.

No creo, aunque todo es posible, que volvamos a ver un golpe de Estado de estilo tradicional, sin embargo, hay otras formas de subvertir el orden democrático. Desconocer nuestra historia y la realidad en que vivimos no ayuda a disipar ese peligro, es más, contribuye a acrecentarlo. Los partidos de la derecha española beben del franquismo -los estatales- y en una suerte de carlismo prosopopéyico buena parte de los periféricos. Como en el resto de Europa cada vez son más radicales, embaucadores e intolerantes. Que nadie lo dude, el fracaso del actual Gobierno de coalición por ausencia de un mínimo de pragmatismo, por las trampas pueriles que pone la derecha, por las exigencias de quien fuere, traerá consigo otro preconstitucional que dejará en mantillas la Ley Mordaza. Se equivoca Pablo Iglesias al vaticinar que estarán en la oposición muchos años. La Historia nos enseña que eso no es así, que el malestar acumulado puede provocar cambios nefastos en cuestión de semanas. Se da la terrible circunstancia que aquí no tenemos una derecha como la de Macron en Francia o la de Merkel en Alemania. Hay que estar muy seguro del suelo que se pisa -arenas movedizas- y de que los justos objetivos por los que se lucha duren algo más de un verano. Todo lo demás es temeridad estéril.

Mi 23-F. Aquello no fue una broma