jueves. 28.03.2024

Después de la Asamblea

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De izquierda a derecha, Tovar, Paco Rodríguez (de pie, aplaudiendo), Luis Moscoso, Robert Alcaraz, un compañero cuyo nombre lamento no recordar, Antonio Quijada y Luis Perdiguero. (Foto: Montse Brugué)

Una forma adecuada de recordar a Marcelino Camacho, de cuyo nacimiento acaban de cumplirse los cien años, es hacer memoria de lo que él trajo de la mano: la transición del movimiento sindical ilegal de las comisiones de fábrica a un sindicato de trabajadores amplio, abierto, legal y rabiosamente reivindicativo.

Cierto que Marcelino no estuvo solo en esa tarea. En Cataluña contábamos con los ya veteranos, aunque en absoluto ancianos, Cipriano García, Ángel Rozas o Tito Márquez, además de jovenzuelos como Domingo Linde y José Luis López Bulla, un chaval de Mataró que “bullía” efectivamente de ideas y de iniciativas; tanto, que algunos creían que Bulla era mote, y no apellido.

Y cuando buscábamos alimento teórico para la práctica que estábamos emprendiendo, recurríamos a las ediciones baratas que entonces aparecían de textos de Nico Sartorius o de Julián Ariza.

Pero Marcelino daba el punto último de autoridad, de respeto a la limpieza de una trayectoria inequívoca. Él fue el “obrero tipo”; y su cabello entrecano, su gesto resuelto y el legendario jersey de cuello alto tejido a mano por Josefina, devinieron en iconos del nuevo movimiento obrero. Marcelino asumió en su persona la representación de toda una clase social tan explotada, como combativa y esperanzada.

Un símbolo que no ha tenido sucesión, por razones complejas y no siempre explicables. Marcelino fue síntesis y resumen de una realidad muy amplia, pero no ha habido ninguna otra síntesis que sucediera de forma natural a aquella primera y poderosa.

La fotografía que encabeza este post se remonta a 1976 o 1977, los primeros tanteos en la legalidad del sindicato de Gráficas de Comisiones Obreras. Aún no se había creado la Federación catalana, cuya dirección recaería en Luis Moscoso, el hombre que representaba el enlace entre los dirigentes de la clandestinidad y las nuevas generaciones. Yo mismo pasé a ocupar la secretaría del sindicato de Barcelona, porque Luis Perdiguero, nuestro líder indiscutible, hubo de marchar a cumplir con la mili; tan joven era.

Con los tres citados aparecen además otros dirigentes. No hay ninguna mujer, se advierte a primera vista, aunque fue una mujer, Montse Brugué, quien hizo la foto, posiblemente después de haber estado en la mesa de aquella asamblea por la libertad sindical y la unidad de los trabajadores. Pero entonces las cosas eran como eran, tanto fuera como dentro de las estructuras sindicales, y las mujeres no abundaban en la primera línea del frente. Los prejuicios de género, pesados como losas, les cerraban el paso hacia las posiciones de liderazgo que sin duda merecían.

Entre los que no están ahí, porque llegaron algo más tarde, pero contribuyeron de forma decisiva a la consolidación de la Federación catalana del Papel y las Artes Gráficas, destacan en mi memoria de forma especial Juan López Lafuente y Enrique Domínguez, dos sabios de larguísima trayectoria, y los tres jóvenes que ingresaron juntos desde las filas de la CNT, Antonio Duño, Camilo Ramos y Fernando Lezcano, el primero un organizador eficacísimo, y los otros dos, cuadros importantes por su capacidad política y de planteamiento estratégico.

Luego ya, vinieron otros muchos; tantos, que resulta imposible nombrarlos a todos. Ellos y nosotros conjuntamente fuimos la herencia que dejó a las clases trabajadoras nuestro dirigente-símbolo, Marcelino Camacho.

Después de la Asamblea