viernes. 19.04.2024

Carta de batalla por un futuro rojo, verde y violeta

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Leo con atención un artículo de Manel García Biel en Nuevatribuna, en el que propone la afirmación de un espacio político que se reclame ecosocialista. Manel no ve cimientos sólidos de esa “ideología” (él la llama así) en el PSOE, ni en UP y sus confluencias, más allá de la propuesta de una serie de medidas concretas.

Es decir, sí que hay propuestas programáticas y prioridades, pero no están sostenidas por un “proyecto” coherente y bien trabado que sostenga ese entramado y pueda transportarlo a un horizonte más alto. A ese horizonte lo llama Manel “ideología”, y por más que la palabra no me gusta, me parece aceptable llamarla así. 

El modelo de producción ha cambiado ya, y mucho, pero no en el sentido en que sería posible y deseable. Hay quien le echa la culpa a la tecnología, por la robotización y la programación mediante algoritmos. Pero esa es solo media verdad

Es interesante analizar cómo define Manel esa ideología, u horizonte, ecosocialista:

«Lo que el ecosocialismo, como planteamiento político e ideológico, propone es un cambio de modelo de producción, un cambio de modelo económico, un cambio de modelo de las relaciones sociales y un cambio de las propias conciencias personales».

Si saben contar, ni que sea con los dedos, verán que las componentes de ese planteamiento son cuatro (producción, economía, relaciones sociales, conciencia personal), y que las cuatro componentes exigen un cambio desde lo que hay ahora.

El modelo de producción ha cambiado ya, y mucho, pero no en el sentido en que sería posible y deseable. Hay quien le echa la culpa a la tecnología, por la robotización y la programación mediante algoritmos. Pero esa es solo media verdad: la utilización de la tecnología disponible se está ajustando a la maximización de los beneficios del capital (privado) invertido, y no, por ejemplo, a la disminución del tiempo de trabajo o a la remuneración de la productividad. Los algoritmos que se hacen servir toman en consideración solo unos inputs determinados, y omiten otros que aminorarían el beneficio a cambio de incrementar el bienestar. La fuerza de trabajo, cada vez más precaria y más exprimida en el nuevo modelo, es la gran perdedora en el nuevo paradigma social de la producción. Eso debe cambiar.

Y debe cambiar también todo el sentido de una economía cuyo norte es la apropiación privada del esfuerzo colectivo. Una economía que mide la riqueza mediante el indicador del PIB, que es una gran mentira. El PIB da un valor igual a cero, por ejemplo, a los trabajos de cuidados a las personas, desde la consideración de que el bienestar no vale nada; y en cambio considera creación de riqueza la recompra de acciones por las empresas cotizadas en Bolsa, un artificio contable que sirve para lucir en los luminosos de las Bolsas de valores, pero no crea ningún producto valioso en poco ni en mucho, ni incrementa de ninguna forma (salvo la de una burbuja peligrosa) la riqueza del país. La “economía política”, término que se ha desterrado arbitrariamente del uso habitual, debería dejar de concebir al Estado democrático como un guardia urbano que regula el tráfico, y darle mayor poder de decisión sobre lo que se produce, cómo se produce, y cómo se distribuye entre las partes que han concurrido a producirlo.

Sería necesario incentivar, en este mismo sentido, una producción dirigida de forma prioritaria a responder a las nuevas demandas de la sociedad. El “cómo” se produce conduce a la utilización de energías limpias y a la consecución de un hábitat sostenible; el “qué”, a intentar satisfacer las necesidades de las personas, cuando lo que fue conocido en su momento como “Estado del bienestar” se encuentra en gran parte en el desguace.

Y finalmente, también la conciencia de las personas debe cambiar. En un contexto complejo como el que vivimos, son muchas las decisiones que hay que tomar, todos los días. Y esa responsabilidad no se puede dejar solo a las instituciones. La ciudadanía no puede limitarse a esperar el “maná” que pueda caer del cielo de las instituciones. Hay una urgencia de empoderamiento de las personas para cuidar por sí mismas de sus intereses, y exigir respuestas ágiles en lugar de prolongados silencios administrativos. Se trata en último término de que las instituciones del Estado democrático y participativo se pongan al servicio de las personas, y no se pongan las personas al servicio de las instituciones. Un cambio fenomenal, copernicano.

En Italia, la CGIL ha puesto en marcha un Piano del Lavoro, un plan del trabajo y para el trabajo, dirigido a reorientar todas las cuestiones que Manel García Biel señala en su escrito. Hubo ya un Piano del Lavoro en los años cincuenta, promovido por la figura señera de Di Vittorio. Este de ahora es más necesario y más ambicioso todavía, porque se plantea a cuerpo limpio, sin contar con complicidades en ningún partido del arco parlamentario italiano. Los partidos de hoy, también en Italia, prefieren verticalizar sus influencias, soslayar a las organizaciones sociales intermedias y, dirigiéndose directamente al ciudadano aislado en su personalidad fragmentada, ofrecerle fragmentos, cachos, de redención, en lugar de un proyecto sólido y acabado de autorrealización.

Desde su esfera de autonomía duramente conquistada, también los sindicatos y los movimientos sociales de aquí mismo deberían concertarse para poner en pie un plan en el que el trabajo y la vida de las personas, en todas sus manifestaciones y sus circunstancias colaterales, ocupen el lugar central, sean la gran prioridad para la política de las cosas. Un gran plan de futuro que contenga entrelazados de forma íntima los tres colores rojo, verde y violeta.

Carta de batalla por un futuro rojo, verde y violeta