jueves. 28.03.2024

Huyen para morir

Son cientos las personas que están muriendo huyendo de la pobreza, de las guerras y los conflictos. Quieren llegar a Europa vivos pero muchos de ellos no lo consiguen.

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Tras dormir a ratos y en medio de un gran nerviosismo, Karim saltó de la cama. Comenzaba a amanecer. Su madre, Fátima, una mujer precozmente avejentada, llevaba toda la noche sentada en la cocina pensando que cada minuto que pasaba la acercaba más a la despedida de su hijo preferido.

Su pequeño Karim, pues así lo llamaba a pesar de sus 18 años, había sido el más mimado por ella, pero también el que más compañía le había hecho desde que enviudó dos años atrás. Ahora, el joven había decidido dejar su Marrakech de palmeras y murallas rojizas para irse a trabajar a España.

Karim era un hombre inquieto e inteligente, pero ella no le había podido pagar unos buenos estudios; alimentarlo ya había sido más que suficiente, sobre todo teniendo en cuenta que Karim era el menor de siete hermanos.

Como no tenía estudios, sólo sabía leer y escribir un poco, lo que le había enseñado su hermano mayor, había intentado buscarse la vida vendiendo bolsos de cuero a los turistas que a golpe de autocar aparecían por la Plaza Jemaa el Fna, ese corazón de Marrachech con encanto hipnótico y ruidoso.

Su obsesión: ”ganar el suficiente dinero para que mi madre pase los últimos años de su vida tranquila, sin preocupaciones económicas, pudiendo comer caliente todos los días y tomar todas esas medicinas necesarias para sus terribles dolores de huesos”.

Karim fue uno de los personajes que utilicé en el año 2005 para escribir la novela VIDAS (Ed. La Galera). Pero no fue el único. Al mismo tiempo que Karim preparaba su viaje a España, Calixta de Ruanda se sentía tremendamente abatida en la plaza de la prisión de Tetuán, esperando poder subir a una patera hacia España.

Hacía tiempo que Calixta había perdido las ganas de casi todo, pero sobre todo de hablar, de tener que dar explicaciones a desconocidos, de comentar su vida una y mil veces.

Consideraba que lo que le estaba pasando era humillante. No podía asimilar cómo había pasado de ser una mujer feliz, enraizada en una comunidad, en un país, en una familia numerosa de posición social alta, a ser una mujer que se encontraba sola en un país extraño, a sus cuarenta años, intentando subir clandestinamente a una barca para llegar a España. –No tengo ganas de hablar, sólo deseo morir, descansar. No me interesa nada, sino olvidarme de todo lo que me ha pasado, desaparecer... - decía Calixta a sus futuros compañeros de viaje. -Voy a España huyendo de la guerra, del horror, del odio pero no quiero compasión-.

Calixta quería llegar a Pollença, porque una prima suya le contaba que iba todas las mañanas a una playa llamada Formentor.: - Me decía que era lo más parecido a un amanecer en los Grandes Lagos de Ruanda, con la misma niebla, las montañas al fondo, el agua cristalina…, pero Calixta ya no tenía sueños. Se habían agotado meses atrás cuando perdió todo lo que tenía. Cuando vio cómo su familia se dividía en dos por problemas políticos y cómo poco a poco se fueron enfrentando hasta llegar a la muerte, al asesinato.

Jamás podría olvidar la imagen de sus padres muertos en el jardín de su casa de Kigali, una preciosa mansión blanca rodeada de flores.

Tanto Karim como Calixta o el resto de ocupantes de una patera que salió de la playa de Martil  rumbo a Algeciras vivían la angustia de la partida, del desarraigo o de la incertidumbre de la llegada en 2004. Ellos tuvieron finales muy diferentes pero la historia se repite día a día y siguen llegando barcazas, cada vez más grandes a España o a Italia.

Europa les sigue dando la espalda como si fuese algo que nada tuviese que ver con el viejo continente. Son seres humanos con vidas propias, con familia, con historia, con sentimientos que tienen que estar al borde de la desesperación para subirse a barcazas que quizás nunca lleguen a puerto.

Saben perfectamente, que pueden llegar o no, que pueden morir y que su cuerpo se entierre en un cementerio europeo o se quede en el fondo del mar y aún así optan por huir. Son hombres, mujeres, niños. Jóvenes fuertes, muchos de ellos con estudios y los dos mil euros disponibles para pagar a los traficantes de personas. Sin lugar a dudas, los mejores, los más fuertes.

En lugar de aumentar los controles policiales para que esas barcas nunca lleguen más nos valdría preguntarnos por qué huyen desesperadamente y qué puede hacer Europa por ellos y por sus países.

Huyen para morir