jueves. 28.03.2024

¿Te infiltras en el Ejército?

guerra

Historias de la memoria confinada

El virus sigue causando estragos en todas partes. Le perdimos el respeto por las ansias de desconfinarnos y la presión -brutal y lógica- de que la economía remontara. Y así nos va. Madrid, en manos de niñatas y niñatos de derechas, ineptos y aporófobos donde los haya, va camino de batir el récord mundial de contagios. Y yo extraño mucho a mi gente desde este Soledades sin un solo contagio pero asolado por  una imperceptible tristeza.

Como siempre, daba gusto trabajar en Murcia. Desde que era “liberado” clandestino, algo menos de un año, había ido ya varias veces y la cosa iba para arriba. Había mucha gente, muy buena, con mucha influencia y prestigio en las empresas y sectores clave. Eran un poco anarquizantes, eso sí, pero valía la pena. Incluso habían creado un boletín clandestino que con el nombre lo decía todo: P´Alante, se llamaba. Por esas cosas de la vida, o del destino, casi 50 años después escribí un libro, con la colaboración inestimable de Pepe Sáez y otra gente buena, “50 años de la Unión Sindical Obrera en Murcia”.

Aquella noche el compañero que representaba a Murcia en el Comité Confederal -clandestino, por supuesto- y yo mismo debíamos viajar juntos a Madrid para participar en una reunión del mismo. Una reunión importante pues estábamos en fase de relanzamiento tras una seria crisis interna provocada por un sector ultra-izquierdista empeñado en convertir el Sindicato en “el partido revolucionario de la clase obrera”, algo muy de moda entonces. Corría Febrero de 1972.

El plan de viaje era el siguiente: saldríamos de Murcia en tren casi a medianoche e iríamos hasta La Encina. Allí nos recogería un compañero que venía de Valencia y viajaríamos los tres en coche para estar en Madrid a otra mañana, sábado, bien temprano. Había que evitar las estaciones de la capital pues estaban especialmente vigiladas por la policía, sobre todo los sábados que  preveían reuniones de coordinación.

Antes de tomar el tren anduvimos picoteando por bares del entorno de la estación de El Carmen y, como con poco más de veinte años come uno casi sin enterarse, nos compramos sendos pollos asados y sendas botellas de vino tinto para el viaje.

Nos instalamos en un compartimento vacío, como señores. Hacía frío; en aquella época solía no funcionar la calefacción en los trenes, sobre todo en los vagones de segunda. No importa, pensamos, visto lo que llevamos ya en el cuerpo y los pollos y el vino, no hay frío posible. Y nos acomodamos para la “cena”.

En esas estábamos cuando entró un soldado, un recluta, con su uniforme, su gorrilla, su petate. Le hicimos sitio y confianza y enseguida se incorporó al festín, a la pringue de los pedazos de pollo y a los viajes a morro a la botella de vino. Y hubo risas, y chistes, y cantos seguramente … ¡Qué tres patas para un banco!. Un proyecto de militar camino de un cuartel a servir a la patria y dos proyectos de militantes de alto nivel camino de una reunión clandestina para tumbar la dictadura, imponer  la democracia y, de paso, instaurar el socialismo en el mundo …

El revisor me zarandeaba y gritaba con fuerza: “Zagales, pijo, que ya estamos en La Encina, despertarse y bajarse antes de que arranque el tren …”  Sabe Dios el tiempo que llevábamos durmiendo a fondo tumbados en los asientos del compartimento. De un brinco nos incorporamos, recogimos las cosas, cerramos las bolsas, y nos bajamos. El recluta ya no estaba. Mi primer pensamiento, en aquel andén gélido de La Encina, me devolvió a la infancia, cuando trasbordábamos allí cargados de bultos y maletas en el trayecto de Barcelona a Bacares/Soledades para el veraneo; siempre era de madrugada y siempre hacía frío, aunque de niño fuera Julio o Agosto, no Febrero como entonces de mayor.

El compañero valenciano, de más edad y seriedad que nosotros, estaba esperándonos. Pocas bromas, pocas palabras y al coche, no fuera a habernos seguido alguien.

Sin mucha consciencia de ello habíamos agarrado una borrachera curiosa en el tren y nos quedaba un tramo de la misma aún por resolver. El traqueteo del coche y la calefacción hacían estragos en los estómagos, en los vientres, en el descontrol de las cabezas. Teníamos que viajar con una o dos ventanillas abiertas, ¡con lo que estaba cayendo fuera!, como única forma de despejarnos y de airear un coche infectado por la profusión y hondura fétida de las ventosidades, (en realidad, nosotros solíamos llamarlos pedos; yo utilizaba indistintamente el término “peos” que es como los llamaba mi padre).

En un momento dado, el compañero valenciano, realmente iracundo, y con razón, paró el coche en una cuneta, se apeó -se bajó, vamos-, abrió las puertas delantera y trasera del lado opuesto al conductor y nos exigió al murciano y a mí abandonar el coche o prometerle que pondríamos fin a aquella orgía apestosa. Discutimos dialécticamente como militantes que éramos (“ché, Nicolás, no jodas, cómo te vamos a prometer algo que escapa a nuestro control…”). Al final nos avinimos y seguimos viaje a Madrid hasta el convento donde era la reunión, ubicado a la salida de la capital en dirección a Burgos. Llegamos, nos instalamos, fueron llegando compañeros hasta un total de nueve de otras tantas regiones de España, (lo siento, era la terminología de entonces). Y dio comienzo la reunión.

El golpe contra la puerta, el de ésta contra la pared y las voces de aquel animal, sonaron simultáneamente como un solo ruido seco que helaba:

  • Policía, que nadie se mueva, las manos bien visibles sobre las mesas, no toquéis ni un papel que os abraso …

No había duda, era Celso Galván, “el gitano” (eso lo supe después), uno de los míticos inspectores de la brigada político-social que, pistola en mano, irrumpió en la habitación seguido de algunos subalternos, y ojeaba con rapidez y precisión lo que había en cada mesa. José Mari, el secretario general, era el único que estaba de pie, junto a una pizarra y con un trozo de tiza aún en la mano. A la pregunta del Celso qué quiénes éramos y qué hacíamos allí, dijo que representantes de una comunidad cristiana de base. En la pizarra había escrito un texto titulado “normas de seguridad de la …”, con lo cual.

En el “jeep” de la policía armada, camino de la dirección general de seguridad, el edificio que hoy acoge al gobierno regional de Madrid, en la Puerta del Sol, me cagaba de miedo. Miedo a los interrogatorios, a cuánta leña podría aguantar sin hablar, miedo, sobre todo, a delatar a compañeros. También al miedo se unían otras angustias: la cárcel, la separación de la familia y la novia, las 8.000 pesetas que llevaba encima -mi salario de Enero como “liberado”- y que me habían pillado dentro de la bolsa de viaje  junto a todo el material que había en ella … Qué sé yo, miedo y angustia.

No sé cuántas horas pasé en un  de los  que hay en los sótanos. Era horrible, entre otros horrores, oír las voces y las risas, que entraban por el ventanuco que había en lo alto del calabozo, de la gente que se citaba en la Puerta del Sol para disfrutar del sábado.

En la dictadura, en el fascismo, las condiciones de detención estaban pensadas para que el detenido, el socio-político en especial,  supiera de buen principio lo que realmente era: una mierda indefensa, sin gafas, sin cinturón con el que sujetarse el pantalón, sin cordones de los zapatos, sin reloj, sin asear, aterido de frío tras haber estado horas acurrucado en un camastro de piedra sin abrigo alguno, sin presencia de abogado ni nada que se le pareciera … Una mierda indefensa frente a un Estado omnipotente, encarnado por funcionarios policiales chulescos, violentos, adiestrados para el odio al “rojo” en la absoluta impunidad…

Me subieron, por fin, al primer interrogatorio. Sería madrugada porque por el ventanuco no entraba ruido alguno, apenas el de algún coche de paso. Me llevó, sin esposarme, un policía armado de gris -lo que hoy sería un policía nacional- alto y correcto. Con el paso del tiempo allí, me dio de estranguis algún cigarrillo, me dijo que era navarro, que tenía mujer e hijos, que me hiciera cargo, y que recordara que no me había tocado ni un pelo …

Me sentaron frente a una mesa en la que estaban extendidas mis cosas, las que llevaba en la bolsa: papeles de diversos grupos clandestinos sobre los que estaba elaborando un informe (yo era secretario confederal de relaciones políticas y sindicales; mi cargo era mucho más largo que mis dotes), algún libro, enseres para editar propaganda clandestina (clichés, plantilla, punzón, etc.) y, ¡Dios mío!, una gorra de militar, de recluta …

Al otro lado de la mesa, de pie, estaba Saturnino  Yagüe, “el chino” (también lo supe después),, jefe de la brigada,  y a su lado, algo más atrás, Celso, “el gitano”.

Yagüe, bajito pero fornido, con apenas pelo pero muy blanco por la edad, fue directamente al tema:

  • ¿Qué hace esta gorra militar entre tus cosas si tú ni has hecho la mili?, ¿te disfrazabas de militar para misiones clandestinas?. ¿tenéis infiltración en el Ejército …?. Hijo, esto es muy grave, dinos la verdad. Por la cosa sindical no caen más de seis años de cárcel, pero agitar a los militares es cosa muy seria … (por cierto, la petición fiscal, en un auto demencial y absurdo, como todos en la época, fue de 12 años y un día por “asociación ilícita en grado dirigente”)

Yo les conté la verdad sobre el origen de aquella gorra: el soldado, el tren, los pollos, el vino … Se lo conté varias veces y cada vez se cabreaban más.

  • No nos tomes por tontos, hijo -me decía Yagüe, que iba de bueno-. Podemos hacerte hablar …
  • Habla ya, basura de mierda -terciaba Celso- porque vas a hablar y, además, vas a estar meando sangre durante un mes …

Era desesperante y aterrorizante la situación. No sé por qué pero sentía el miedo y el pavor doblemente: por mí y por lo que se me venía encima con la fatídica gorra y por aquel soldado, amigo anónimo de una horas bien vividas en un expreso de medianoche, que lo estaría pasando lo mismo o peor que yo en un cuartel al que llegó sin gorra…

Yo estaba al borde del colapso, los policías cabreados de verdad, había aparecido algún otro de evidente menor rango que guardaba en silencio en segundo plano. Era evidente que iban a empezar a darme enseguida … Yagüe seguía inspeccionando la gorra en sus manos y de pronto me la da bruscamente con un “ponte la gorra, coño, que nos tienes hartos…” Este pedazo de cabeza que tengo fue mi salvación. Hubiera hecho falta una gorra con el doble de diámetro para encajármela. Era evidente que con aquella gorra y esta cabeza no había disfraz de militar posible para misión subversiva alguna … Madre mía, qué alivio. Se fueron los tres tipos, me quedé solo un par de minutos y apareció de vuelta el navarro para acompañarme al calabozo … y hasta el siguiente interrogatorio.

Unos diez años después de esta historia, rigurosamente cierta, en un evento que organizaba la Telefónica con la presidencia del Rey, vi deambular  a “el gitano”. Le pregunté a un directivo que conocía qué hacía allí; “está en el equipo de seguridad de la Compañía …”  No lo pude evitar, para mis adentros se me escapó un “me cago en la reconciliación nacional de los cojones …”  Pero se me pasó enseguida. Pensé, y pienso, que hicimos cuanto debimos y cuanto pudimos para que se extinguiera aquella dictadura fascista casi perfecta y para que se abriera camino una Democracia que, por su propia naturaleza, hay que luchar día a día para perfeccionarla y para que no nos la vuelvan a robar …

¿Te infiltras en el Ejército?