jueves. 25.04.2024

El socialismo como tragedia

Se sabe de antemano que el desenlace de una tragedia ha de ser necesariamente “trágico”: la suerte está echada avant la lettre. El destino –sea éste, a la manera antigua, un fatum exterior o se introduzca en la misma condición humana- cierra inexorablemente toda salida. Por el contrario, hay drama cuando existe pericia y libertad, cuando no se conoce por adelantado el desenlace, cuando son posibles todavía tanto el sí como el no, cuando podemos condenarnos, pero también salvarnos.

 A partir del principio de que la sociedad no existe, sólo existen los individuos, se fueron desnaturalizando las instituciones que articulaban la relación entre lo público y la sociedad civil. Y el crecimiento —con el consumo como modelo de comportamiento social— se convirtió en único factor de legitimación de las políticas y de las conductas. Sin causa moral, política ni ideológica el ciudadano pierde su soberanía y está sujeto a ese destino impuesto y ajeno que supone la vida como tragedia.

El carácter pragmático del  “realismo político”, como explica José Luis López Aranguren, oscila entre una abierta repulsa de la moral y la pretensión de presentar la política, en un tertium quid imposible, no como opuesta a la moral sino como independiente de ella y regida por leyes estrictamente “técnicas”, es decir, éticamente neutrales. Esto da paso a que los conceptos emancipadores -como libertad, tolerancia, etc.-  puedan convertirse en instrumentos de dominación. La libertad del dinero y de los mercados prevalece sobre la libertad política y la tolerancia se fundamenta por el relativismo moral, tolerancia equivalente a que todo vale y todo es negociable. Las acciones más rechazables adquieren una rara respetabilidad cuando las perpetran las élites, las clases instaladas. No hay límites, todo está permitido lo que ha debilitado moral y culturalmente a la sociedad.

Sin embargo, los mercados como tales no existen. Traducen cada vez menos la relación entre oferta y demanda y son cada vez más la expresión de las estructuras de dominación de los monopolios. Pero la socialdemocracia optó por aceptar que el capitalismo había sabido atenuar sus contradicciones internas y moderar los conflictos sociales por medio de la regulación del mercado y de la producción, evitando la crisis. Consecuencia de esta situación sería la mutación de las líneas divisorias entre las clases sociales, difuminándolas en grupos de interés que sustituirían la lucha de clases por reivindicaciones profesionales. Pero esta teoría sólo ha servido para que la izquierda, desprovista de los valores y la ideología que eran su razón identitaria, se haya convertido en cómplice extemporáneo de un capitalismo neoliberal que desemboca en un universo de frustración y represión. En este sistema y dado que la ausencia de finalidad social es la condición misma de su funcionamiento, el individuo queda reducido a simple instrumento de supervivencia y consumo.

Ante ello, un socialismo refundado  tendrá que pensar seriamente no tanto en políticas concretas que quiere realizar desde el Gobierno, sino en cómo modificar las relaciones de poder que han permitido que la situación actual sea tan injusta. Reflexionar sobre cómo pueden cambiarse unas relaciones de poder que resultan tan desfavorables para la mayoría de la sociedad. Eso o seguir en la perversa creencia de que la política, la sociedad y la vida es la representación de una tragedia y como tal, inevitable.

El socialismo como tragedia