sábado. 20.04.2024

Sedición y la España plural

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Sin ningún ánimo de banal pedantería, ni jactancia de sagaz arúspice, las líneas que siguen proceden de un artículo mío publicado en un periódico digital el 7 de octubre de 2017 con motivo del discurso real sobre Cataluña: La Zarzuela se ha unido a La Moncloa y Génova en la apuesta total, sin posibilidad de equívoco, por la solución manu militare, a varapalo limpio, de la crisis catalana. En una intervención sin precedentes en una monarquía parlamentaria en la que el rey no tiene poderes políticos, Felipe VI ha pronunciado un discurso durísimo sin espacio para dar ninguna opción al diálogo con los nacionalistas catalanes en lo que es en la práctica una declaración de guerra al movimiento soberanista en Cataluña. Ello supone un maridaje sin resquicio con la concepción autoritaria, que con tanto arregosto practica la derecha más exaltada, de que la solución a cualquier malestar, inquietud o demanda ciudadana ha de plantearse extramuros de la política para ubicarlos en el ámbito del orden público, el delito o la sedición.

El caudillismo que se fundó al grito de “muera la inteligencia” jamás se ausentó del solar hispano. La deriva autoritaria que ha tomado el régimen del 78 no se puede ya conceptuar de falta de algún desarrollo de derechos cívicos o déficits en la calidad de algunas libertades, sino en la implantación ideológica y metafísica de un reflujo democrático severo de carácter autoritario y, lo más grave, que no es de índole transitoria sino definitiva ya que el poder lo considera volver a la normalidad que había sido perturbada por los usos y valores propios de la democracia.

Y en ese contexto autoritario, las víctimas tienen que ser los culpables y el placebo la cura y, por ello, el panorama posdemocrático que padecemos con un Poder Judicial beligerante y connivente  en el ámbito político, la instrumentación de leyes especiales como la “ley mordaza” o el “delito de odio” al objeto de constreñir las libertades y derechos ciudadanos para, de esta forma, reconducir el malestar cívico, la disidencia política y la protesta democrática hacia la siniestra poterna del delito. Esta aceleración del vértigo autoritario ya sin paliativos nos muestran los ijares de un régimen de poder que se ha venido reproduciendo históricamente a través de unas minorías organizadas ajenas al escrutinio de la voluntad popular. Es muy llamativo que Ortega se lamentara hace casi cien años de los mismos males que hoy nos inquietan al afirmar que en vez de la renovación periódica del tesoro de ideas vitales, de modo de coexistencia, de empresas unitivas, el Poder Público fue triturando la convivencia española y cesado de su fuerza nacional casi exclusivamente para fines privados; al cabo del tiempo la mayor parte de los españoles se preguntaban por qué vivían juntos, cuando no se va hacia delante, cuando no se mira al futuro; el Poder Público no ofrece nada para hacer entusiasta colaboración.

Los desencuentros entre el Estado español y las instituciones catalanas, como el legado autoritario, siempre ha conllevado históricamente la eclosión de un españolismo carpetovetónico como suspensorio de una política excluyente y punitiva con respecto a Cataluña

Y en el ámbito de esta normalidad llena de anormalidades democráticas impuestas por el poder quizá sea lo más significativo la uniformidad en cuanto a criterio e ideas que conforman una vida pública sin alternativas reales, con una inclinación casi sin matices a los postulados conservadores. Esta carencia supone una anatematización de la centralidad ciudadana como base de poder que, como dijo Norberto Bobbio, no se manifiesta en el hecho de votar, sino por elegir entre ideologías y modelos sociales antagónicos. La intolerancia estructural  del Estado de la Transición a la calidad democrática y a las políticas progresistas o de transformación social es la consecuencia de tener como intereses universales los de las minorías organizadas, dejando, por ello, a las mayorías sociales en el ostracismo. La izquierda de Estado, como le gusta autodenominarse, desnaturaliza su sujeto histórico. En los momentos críticos, justo cuando su base social más la necesitaba, la izquierda se centró en los “oprimidos cool”, priorizando sus políticas de identidad frente a los conflictos de redistribución que sufrían las clases populares. El descontento de los ignorados, cuya presencia era solo discursiva, fue canalizado, finalmente, por un populismo de derechas que ha estabilizado la precariedad de los penúltimos a base de la exclusión de los últimos.

En este magma, el caso catalán, los desencuentros entre el Estado español y las instituciones catalanas, como el legado autoritario, siempre ha conllevado históricamente la eclosión de un españolismo carpetovetónico como suspensorio de una política excluyente y punitiva con respecto a Cataluña. El general Espartero dijo que había que bombardear Barcelona cada cincuenta años “para mantenerla a raya”. Y Azaña ironizaba: “Una persona de mi conocimiento asegura que es una ley de la historia de España la necesidad de bombardear Barcelona cada cincuenta años. El sistema de Felipe V era injusto y duro, pero sólido y cómodo. Ha valido para dos siglos.” Esa inercia histórica la vivimos hoy mediante la rigidez del sistema basado en el pactismo olvidadizo de la Transición y en una democracia débil con tendencias oligárquicas produce unas actitudes que llevan a una situación en que para todo es demasiado tarde.

En el contexto de lo anterior, lo más paradójico de la situación política es la actitud del PSOE de apoyo incondicional a las actuaciones antipolíticas y de fuerza de la derecha, teniendo en cuenta que se ha llegado hasta aquí por la dolosa intención de la derecha de desmontar el amplio proyecto socialista de la España plural que hubiera consolidado conceptualmente el mapa federalizante de las autonomías con amplias competencias políticas, como la posibilidad de participación de los territorios autónomos en las cumbres internacionales que España celebrara con sus países fronterizos y de disponer de uno de los dos delegados que el Ministerio de Administraciones Públicas tenía en la Representación Permanente ante la Unión Europea para que pudieran defender por sí mismos aquellos asuntos sectoriales que les afectaran de manera más directa e incluso la intención de buscar la fórmula adecuada para que las comunidades autónomas españolas contaran con algún tipo de representación en el Consejo de Ministros europeo. Como se afirmó entonces, no había más techo que los que establecieran los parlamentos autónomos y las Cortes. Aquella España plural le debió mucho a Maragall que asentó al PSC en la centralidad política catalana, un espacio de ecología nacionalista del que desplazó a Convergència. Ese intento del Partido Socialista de construir España de otra manera, más plural, aunque ello implicara alguna reforma de la Constitución y de los estatutos de autonomía, fue duramente descalificada por Aznar asegurando que las propuestas socialistas rompían el “esqueleto” del Estado. Por supuesto, Aznar se refería al Estado de esa nación que Laín Entralgo definía como tradicional, cerrada a toda innovación, a veces con violencia y que divide a los ciudadanos en españoles buenos y malos.

Sedición y la España plural