martes. 16.04.2024

El Rey, el juez y Lampedusa

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El caducado presidente del CGPJ y Tribunal Supremo, Carlos Lesmes -el Consejo sigue bloqueado por la derecha y sus miembros en funciones sin que ello les impida proceder a nombramientos que bien podrían ser considerados ilegítimos-, convirtió la entrega de despachos a los nuevos jueces, en un acto trifulca con reproches al Gobierno y vivas al rey en una ideologización del ámbito del poder judicial que malpara la imprescindible neutralidad de un estamento tan sensible para el buen funcionamiento de la democracia. La llamada telefónica del monarca a Lesmes tras el acto no puede considerarse sino un refrendo al mismo, lo cual sitúa a la corona en un plano de posicionamiento político impropio del poder arbitral del Estado.

En el breve tiempo del reinado de Felipe VI, el trono ha sido incapaz de no inmiscuirse en el debate partidario con una clara significación ideológica desde un poder fáctico absoluto, inviolable y ajeno a fiscalización alguna, rompiendo, de este modo, la imparcialidad necesaria para legitimar la posición y función de la corona en la sociedad. El discurso del 3 de octubre sobre Cataluña y su extrema beligerancia representó la quiebra del poder moderador de la corona, el rey asumió un papel partidista que debía haberle dejado totalmente al Gobierno, ya que el monarca lo ha de ser de todos, también de los soberanistas catalanes. En lugar de apelar al diálogo, lo hizo al enfrentamiento y la represión, lo cual colocaba al trono como una facción en discordia, con la singularidad, de que el rey actuaba con un poder absoluto contra los que habían sido elegidos democráticamente.

El colapso del régimen del 78 por sus propias contradicciones está propiciando una bunkerización del sistema, que conlleva la criminalización de los partidos rupturistas, la conversión de la disidencia en delito y los disidentes en criminales

Las disfunciones predemocrática de algunos poderes del Estado no son sino la consecuencia de la grave crisis del régimen del 78. El pacto de la Transición, que tenía por objeto vertebrar un franquismo sin Franco que fuera legible en Europa y Occidente, supuso que en teoría era posible defender cualquier idea, pero no materializarla; era algo parecido a lo que afirmaba Henry Ford sobre uno de sus modelos de automóvil: “Un cliente puede tener su auto del color que desee, siempre y cuando lo desee negro.” La excesiva influencia de las élites, las clases instaladas, han colapsado la incipiente democracia que se sostenía sobre la ficción del voto que no significa nada cuando no se puede elegir entre auténticas alternativas políticas, como lúcidamente afirmaba Norberto Bobbio. Este dominium rerum de las minorías influyentes posibilita que las decisiones trascendentes para el país se tomen lejos del formato polémico de la vida pública y, por tanto, con una decidida pulsión antidemocrática.

En una ecología institucional de tales características, la corrupción, como parte del sistema y no como excrecencia, interactiva y múltiple, brota de la necesidad del poder factual de rebajar los valores a prejuicios para poder prescindir de ellos. Relativismo moral presentado como tolerancia y tolerancia equivalente a que todo vale. La actitud poco ejemplar del rey emérito, nada menos que el mito fundante de la actual Monarquía, es significativa de un estado de ánimo institucional donde la naturaleza del ejercicio de la jefatura del Estado se compadecía con hacer de bróker para las élites y enriquecerse con las comisiones. Sin embargo, todo procede de la misma capilaridad sistémica cuya pulpa nutritiva se sustancia en un poder no sometido a escrutinio alguno y cuyos intereses pasan por ser los universales del Estado.

La Transición supuso la continuidad de un poder que no admitía otro usufructo que el de las influencias cobijadas por el caudillismo. No fue el poder democrático de la ciudadanía el que accedió al Estado, sino el Estado el que mantuvo intacta su arquitectura metafísica con retoques lampedusianos. Es por ello, que no habiéndose derogado el franquismo, se mantuvo el reino que había decretado el dictador y el heredero por él designado a título de rey, siguieron en su lugar los mismos jueces, los mismos tribunales, sólo se cambio de nombre alguno, los torturadores se jubilaron con condecoraciones y premios, porque todo había quedado atado y bien atado.

La Constitución blindó la Monarquía y con ella el poder fáctico y la imposibilidad de una redistribución democrática del poder y puso a las FFAA como defensoras de la Carta Magna para garantía de inmovilismo e imposibilidad de cambio. El colapso del régimen del 78 por sus propias contradicciones está propiciando una bunkerización del sistema, que conlleva la criminalización de los partidos rupturistas, la conversión de la disidencia en delito y los disidentes en criminales y los órganos del Estado que deberían tener como naturaleza esencial la neutralidad en instrumentos políticamente beligerantes. La imposibilidad de facto de una regeneración democrática del régimen político, acelera su decadencia a pesar del agipro de los mass media dinásticos, los partidos de Estado y los círculos influyentes.

El gran reto de la izquierda consiste en seguir jugando con las cartas que han marcado los tahúres o abrir espacios constituyentes que restablezcan en su plenitud la soberanía popular y una democracia vigilante y no vigilada.

El Rey, el juez y Lampedusa