viernes. 19.04.2024

El PSOE del Siglo XXI y los dirigentes de otro tiempo

Decía Manuel Azaña que la política  se parece al arte en ser creación, una creación que se plasma en formas sacadas de nuestra inspiración, de nuestra sensibilidad, y logradas por nuestra energía. Y que por ello no hay política de personas fútiles; la política está reñida con el esnobismo. Singularmente cuando el esnobismo resulta ser la pedantería de la mediocridad. España hoy confronta graves problemas que afectan a los intersticios más sensibles de su propia razón de ser nacional por cuanto configuran una metástasis económica, social, política e institucional que hace que sobre el país sobrevuele una tormenta perfecta. Y ante ello, la vida pública, al contrario de lo que decía Azaña,  transita entre la banalidad y el esnobismo. El desmayo de las ideologías, la transigencia ética, el relativismo de los valores, la esclerosis del régimen de poder, el “todo vale”, han propiciado una atmósfera institucional irrespirable y, sobre todo, incapaz de resolver los propios problemas que genera.

La aparente derrota de las ideologías ante el utilitarismo mercantilista deja al hombre, como afirmaba Ortega, mutilado, en seco, sin explicaciones, sin cuidados para las heridas. Sin embargo, la alternativa no será nada si no aspira a convertirse en un continuo vuelo en los cielos migratorios de la política: un ir hacia más allá, un aspirar, un anunciar que algo va a ser. Y eso únicamente es posible cuando se piensa en grande, cuando se mira lejos. Sólo desde el ámbito de las ideas, de la ideología, de los principios, es posible rescatar la confianza de la ciudadanía en un renovado proyecto, porque entonces es cuando realmente  habrá un proyecto alternativo. La impuesta regresión de la ciudadanía consiste  hoy en la incapacidad de poder oír con los propios oídos aquello que no ha sido aún oído, de tocar con las propias manos aquello que no ha sido aún tocado: la nueva figura de ceguera que impide imaginar un mundo nuevo. Sin embargo, más temprano que tarde habrá que descubrir que el silencio es la más perversa de las mentiras y que la resignación es hacer que lo peor sea la verdad. Nos han alienado con una visión de la vida que ha devenido en la ideología que crea la ilusión de que ya no hay vida. Pero ignoran los poderes dominantes que la esperanza está, primordialmente, en los que no encuentran consuelo. Decir “no” es un acto revolucionario, es la vida misma defendiéndose.

Bernard Cassen afirmaba: “cuando las etiquetas políticas de los partidos de gobierno carecen de sentido, cuando los electores no tienen más opción que “más de lo mismo”, cuando se les presenta como única perspectiva hincarse de rodillas ante las élites, se están socavando los fundamentos mismos de la democracia representativa.” Empero, los progresistas no pueden ser cómplices de esta estrategia perversa, la solución no es dejar el espacio libre a los que son parte del problema y que no traen otra solución que limitar la libertad y ampliar las desigualdades.

Por ello, para preservar el bienestar, los derechos y las libertades ciudadanas es necesario que las fuerzas progresistas “digan algo de izquierda”,  que es lo que le grita angustiado a través de la pantalla del televisor el protagonista de la película Abril de Nanni Moretti  a Massimo d´Alema  en un debate con el entonces primer ministro Berlusconi. Las primarias del Partido Socialista  han puesto saludablemente al descubierto  que la melancolía de la izquierda en España, también en la mayoría de los países de Europa, tiene un origen relativamente fácil: destacados responsables del PSOE ya no decían cosas de izquierda ni tenían comportamientos socialistas. Todo menoscabo identitario es un pasaje seguro hacia la decadencia e irrelevancia política y social puesto que nadie va a creer en unas ideas de las que desertan cotidianamente aquellos que deben encarnarlas. Sin embargo,  la voz de la militancia ha parado en seco esta tendencia morbosa de un sector dirigente del partido al proclamar democráticamente de forma taxativa que la ideología y los valores socialistas no tienen alternativas honorables.

El mandato de la militancia es tan diáfano y esclarecedor, que debería disuadir a aquellos dirigentes del golpe de mano del 1 de octubre que Suresnes y el consenso han muerto. El consenso sustituye al compromiso. El compromiso implica una declaración de intenciones, mientras el consenso es oligárquico y cuando las oligarquías llegan a un consenso la sociedad se desintegra. Por tanto, el Partido Socialista debe dejar de percibirse en un espacio político donde el debate ideológico se ha diluido ante un pragmatismo ad hoc al establishment  que expulsa de su formato polémico elementos sustanciales de la vida pública. Es decir, desandar el camino por el cual el PSOE, mediante un pobre eclecticismo adaptativo al sistema, se sitúo paradójicamente en contra de su propia historia y de sí mismo. Incapaz de generar un paradigma diferente al que impone el microclima conservador, se perdió en la torcida creencia de que la ideología era una pesada carga que pone en peligro el pacto de la transición y, como consecuencia, su estatus oligárquico de “partido de gobierno.” Es como si el socialismo hubiera sido creado para este régimen y su obsesiva actitud conservadora le empujara a desistir de su vocación de cambio e incluso de la capacidad de construir un modelo avanzado de sociedad.

El partido tiene que pasar, y así lo ha expresado su militancia, de un socialismo vigilado, donde parece que lo que realmente estorba al difuso proyecto socialista es el mismo socialismo, a un socialismo vigilante donde la razón vuelva a tener ideología. Y eso no admite ni trincheras ni resistencias.

El PSOE del Siglo XXI y los dirigentes de otro tiempo