viernes. 29.03.2024

El gobierno postmoderno. Un ejecutivo de izquierdas que le gusta a la derecha

Francisco Largo Caballero, el ministro de trabajo de la República que pasaba el verano en el balcón de su modesta casa de Chamberí en camiseta y en compañía de un botijo, como lo sorprendió Josefina Carabias el día que fue a visitarle para hacerle una interviú, solía afirmar que el Partido Socialista había tenido siempre claro que no podía acceder al gobierno y decirle a las masas “ya veremos qué podemos hacer.”

La ideología, el modelo de sociedad, los principios aplicables a la política no eran elementos subalternos en la vida pública, sino el único sentido que podía tener el poder en el contexto de la izquierda, hoy tan postmoderna en la doctrina fundamentalista predicada por Jean-François Lyotard que convierte los grandes ideales en metanarraciones caducas dejando sólo en el espacio del debate público la gestión de lo inamovible, de lo existente sin posibilidad de cambio, sustanciado en el reconocimiento tácito de que la política es el arte de lo posible y por tanto incapaz de articular una alternativa a la realidad impuesta.

El ámbito de la postpolítica supone la censura del conflicto entre visiones ideológicas que es sustituido por la colaboración entre los tecnócratas ilustrados –economistas, expertos en opinión pública…- de tal manera que la postpolítica subraya la necesidad de abandonar las “viejas” divisiones ideológicas y de resolver las nuevas problemáticas provistos de la necesaria competencia del experto.

Ello supone la funcionarización de la vida pública, el final de la política y el destierro de lo público de la izquierda ideológica, la única contingente. Porque la verdadera política no es el arte de lo posible sino al contrario, el arte de lo imposible, ya que consiste en cambiar los parámetros de lo que se considera “posible” en la constelación existente.

El acto político, por tanto, no radica en gestionar administrativamente con eficacia  las relaciones de poder existentes, sino al contrario, modificar el contexto que determina lo que es o no es posible, en metáfora de Azaña, gobernar no es desplegar las velas al viento que sople, sino contrariar al viento, es decir, navegar. Para los intereses fácticos y los conservadores, la  educación o la sanidad pública no son posibles  porque entorpecen las condiciones de la ganancia de las minorías económicas y financieras.

Norberto Bobbio afirmaba que la democracia no consistía en la posibilidad de votar, sino en la de elegir una auténtica alternativa. El régimen del 78 está concebido para la alternancia y, como consecuencia, sin capacidad de reorientación del poder estructural heredado del caudillaje ni capacidad para redefinir  la universalidad de los intereses económicos y financieros del establishment dominante a favor de la centralidad democrática de las mayorías sociales.

Los grandes déficits democráticos y sociales cada vez más onerosos que reclaman los poderes no sometidos al escrutinio popular, el poder fáctico y real sobre el que pivota la orientación del interés del Estado, hacen que la derecha se sienta cómoda en una radicalidad que roza la impugnación de la cualidad democrática del sistema y la totalización autoritaria de la vida pública, mientras la izquierda se convierte en un matiz casi imperceptible en la único factor posible de una política unidimensional, en términos marcusianos.

En este contexto, el régimen del 78 se fundamenta en algo más radical, desde el punto de vista conservador: lo opuesto a la elección forzada que menciona Lacan, esto es, esa situación en la que soy libre de elegir siempre que elija correctamente, de modo que lo único que puedo hacer es realizar el gesto vacío de pretender realizar libremente aquello que me viene impuesto. El gobierno de Pedro Sánchez, funcionarial, administrativo y tecnocrático, de bajo perfil político y nada partidario, quizás, se haya considerado el único posible y ese es su lastre más pesado.

El gobierno postmoderno. Un ejecutivo de izquierdas que le gusta a la derecha