martes. 23.04.2024

La democracia y el poder mórbido

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Los interregnos eran periodos entre el gobierno de un monarca y el siguiente, y como carecían de líderes fuertes y legitimados, esos espacios de tiempo solían ser inestables e impetuosos. Desde una mirada contemporánea, un interregno es un período en el que un  régimen político se encuentra en una profunda crisis, pero no existe un proyecto regenerador que cauterice su deterioro o la eclosión de otro nuevo que ocupe su lugar. Sin embargo, igual que sucedía en el pasado, esos períodos acostumbran a ser volátiles y caracterizarse por los desórdenes identitarios y materiales. O, como dijo de forma más poética Antonio Gramsci, reflexionando desde la cárcel en que se encontraba en 1930, en referencia a por qué el fascismo, en lugar de la izquierda, había salido beneficiado de la crisis del capitalismo en Italia: durante los interregnos “aparece una gran variedad de síntomas mórbidos.”

Decía Ortega que simplificar las cosas era la mayoría de las veces no haberse enterado bien de ellas, y la mayor simplificación es tomar lo contingente por conclusivo, sin tener en cuenta que la política siempre es un proceso y que en democracia debe existir, para ser una auténtica democracia, claridad absoluta sobre la ubicación del verdadero poder. En un régimen autoritario el poder es un paradigma y la historia una sucesión de hechos incontrovertibles, porque no se permite una argumentación alternativa. En una democracia la historia es una transacción y cada una de las secuencias un compromiso. En este contexto, introducir confusión como elemento constitutivo de la razón de Estado –la confusión es el envés más enjundioso de la verdad- es uno de los síntomas mórbidos dicho en términos gramscianos, en un régimen político en cuya génesis continuista el agente de la ruptura fue el propio Estado, no la sociedad.

La desnaturalización del poder democrático de las mayorías sociales es la causa más sustantiva de los desequilibrios críticos que el régimen político asume como estructurales

La desnaturalización del poder democrático de las mayorías sociales es la causa más sustantiva de los desequilibrios críticos que el régimen político asume como estructurales mediante un poder de las élites que tiende a lo incondicionado y que marca la orientación de las políticas posibles. De esta forma, las mayorías sociales no ven reflejados sus intereses como universales por el Estado. "A pesar de que España está prosperando económicamente, demasiadas personas siguen pasando apuros" y "la recuperación después de la recesión ha dejado a muchos atrás con políticas económicas que benefician a empresas y personas más ricas, España se encuentra entre las peores situaciones de pobreza de la UE.” Ha aseverado Alston, Relator Especial de Naciones Unidas sobre Extrema Pobreza y Derechos Humanos.

Lo que debería ser un interregno crítico, se ha convertido en la consolidación de unos prejuicios culturales y protocolos excluyentes derivados de un franquismo que no ha terminado nunca de morir y una Transición que no supuso la reorientación del verdadero poder fáctico que mediante una tesis de “desorden ordenado” –la expresión es de Mérimée- pretende por esa vía que la desigualdad se haga impersonal, es decir, constitucional. Es una vertebración estructural de la política que amiseria la vida pública hasta el delirio de la gusanera. “Sigan al dinero” les recomendó William Mark Felt (Garganta Profunda) a los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein en el caso Watergate; sigan al poder, habría que decir en esta crisis poliédrica del Régimen del 78.

La democracia y el poder mórbido