viernes. 29.03.2024

¿Delenda est monarchía?

La crisis económica de 2008 supuso el hundimiento del mundo del trabajo con la proletarización de las mayorías sociales mediante empleos precarios, salarios de hambre, recortes inmisericordes  de ayudas por desempleo, congelación de pensiones ya de por sí escasas, mientras los bancos recibían ingentes inyecciones de dinero público para su rescate casi premiando la mala gestión de las entidades financieras.

Las clases populares soportaron todo el peso de la crisis creándose un mercado laboral sumamente confortable para la explotación extensiva del factor trabajo. De hecho, más de 40.000 millones de euros se han trasvasado de las rentas salariales al excedente bruto de explotación de las empresas en España desde que comenzó la crisis en 2008, según datos de Eurostat. Ello ha sido posible gracias a las políticas económicas neoliberales llevadas a cabo por los gobiernos del PP, que han hecho pagar la crisis a los sectores más desfavorecidos mediante las sucesivas reformas laborales, los recortes sociales, los desahucios y las correspondientes leyes mordaza para reprimir la contestación en la calle y las redes sociales.

La pandemia ha supuesto una inesperada emergencia sanitaria de graves dimensiones en sus epifenómenos de los cuales la reconstrucción de la economía paralizada por la necesidad de proteger a la ciudadanía del coronavirus representa el reto más relevante. En cualquier tipo de crisis es ya un ritornello que el establishment del régimen del 78 vea en ello, con el impulso de la UE o no, una nueva oportunidad para depauperar todavía más a las clases populares para que, también, sean los más débiles socialmente los que paguen los gastos de este inesperado acontecimiento crítico.

Toda esta explosión controlada de lo social no sería exacto decir que coincide con una profunda crisis institucional y política de la monarquía, sino que ambas son causa y efecto de un mismo régimen de poder sustentado en la exigencia fáctica de dar continuidad mediante la llamada transición a los intereses y poder del Estado franquista enjalbegado con un mínimo de textura democrática para lo cual era menester el “desorden organizado” (la frase es de Mérimée) de hacer creer que se avanzaba hacia la libertad cuando en realidad el proceso consistía en que el poder de las élites herederas del caudillaje se hiciera impersonal, es decir, constitucional.

Para ello, la izquierda tuvo que desistir de sus objetivos ideológicos y rebajar los valores a prejuicios para poder prescindir de ellos. Relativismo moral equivalente a todo vale. En este contexto, la corrupción generalizada no es, por tanto, expresión singular y excepcional de un gobierno, un partido o un rey, sino el correlato fiel de una situación histórico-política bien determinada.

Por tanto, la poca ejemplaridad de Juan Carlos de Borbón no es que haya contaminado al régimen y al reinado de su hijo, ni se remedia con el repudio y el ostracismo del emérito, ya que es la lógica del sistema la que ha impuesto el ex rey en comandita con  las élites de la monarquía posfranquista. Juan Carlos I, aunque parezca una perogrullada, ha hecho lo que ha hecho porque ha podido hacerlo en el usufructo de un poder blindado, lejos del escrutinio ciudadano, arropado por el espacio panegírico de los mass media del establishment  y en un régimen de poder de relativismo moral, colapso de valores y carencia de proyectos ideológicos.

El verdadero problema es que la monarquía hogaño sólo garantiza el desorden que representa que el poder arbitral del Estado sea instrumento de unas minorías con un concepto patrimonialista de la nación en una fantasmagoría política recurrente en los tronos borbónicos. Hace noventa años Ortega y Gasset escribía: “Desde Sagunto, la monarquía no ha hecho más que especular sobre los vicios españoles, y su política ha consistido en aprovecharlos para su exclusiva comodidad. La frase que en los edificios del Estado español se ha repetido más veces ésta: «¡En España no pasa nada!» La cosa es repugnante, repugnante como para vomitar entera la historia española de los últimos sesenta años; pero nadie honradamente podrá negar que la frecuencia de esa frase es un hecho. Somos nosotros, y no el régimen mismo; nosotros gente de la calle, de tres al cuarto y nada revolucionarios, quienes tenemos que decir a nuestros conciudadanos: ¡Españoles, vuestro Estado no existe! ¡Reconstruidlo! Delenda est Monarchia.

¿Delenda est monarchía?