jueves. 28.03.2024

La crisis del Estado y el orden público

1referendum 1-O

La eclosión de la crisis de Cataluña es el ápice de una quiebra múltiple, institucional, social, política y territorial por el agotamiento de un régimen excesivamente encapsulado en unos registros de poder que lo hacen incompatible con el cambio y la regeneración

Verdaderamente manca finezza en la vida pública española. Si se me permite la inmodestia de citarme a mí mismo, ya advertí en artículos anteriores como la dolosa reducción que hacía Mariano Rajoy de un grave problema político, como es el catalán, a un asunto de orden público y persecución del delito –por parte de un partido marcado por la delincuencia común y el latrocinio- acabaría recrudeciendo la crisis y empujando a más catalanes al campo del malestar y la protesta. Pero para que la tormenta fuera perfecta y la solución en el ámbito del compromiso político imposible, se ha instigado desde las filas conservadoras una peligrosa  polarización anticatalanista en el resto de territorios peninsulares que intenta justificar que, más allá de las medidas policiales, cualquier otra solución es absolutamente impracticable y, por tanto, satisfacer el “¡a por ellos!” que le reclamaba la derecha –y parte del PSOE– y ha provocado una mayor unanimidad en la sociedad catalana sobre su desabrimiento en el actual Estado español. Un desgarro de graves consecuencias. Un incendio formidable. Hasta la Iglesia católica, que invitaba al pacto, empezó a expresar después del 1-O su protesta a través del arzobispo de Tarragona, Jaume Pujol, muy próximo al Opus Dei.

El Gobierno de Mariano Rajoy ha querido enviar un mensaje de severo cumplimiento de la ley y ha retrocedido en el dominio del relato. Lo tiene perdido en Cataluña y lo está empezando a perder, según ha reconocido el ex ministro de Asuntos Exteriores Juan Manuel García Margallo, en los medios de comunicación europeos e internacionales. En una editorial del New York Times se califica a Rajoy de “matón intransigente”. Los sucesos del domingo en Barcelona suponen un duro revés para el Estado español en Europa. Muy duro, con amonestación verbal de Bruselas. En este contexto, el PSOE puede quedar situado en un espacio teórico muy incómodo  que parece no acaba de ser claramente legible para sus dirigentes. La falta de un relato manifiestamente propio, aparte del complejo casi freudiano de definirse como “partido de Estado”, que siempre es un acercamiento a las posiciones conservadoras, la pérdida de orientación identitaria, tan exigida por las bases en las primarias pasadas, le impide una narración alternativa en un país en el que lo más importante, decía Ortega y Gasset, es saber a qué atenerse.

La política no puede ser un eufemismo, ni un pretexto, ni un malentendido; Rajoy se ha ocultado detrás de las togas y los antidisturbios en su antipolítica de horca y cuchillo, mientras Pedro Sánchez la noche del domingo, con una opinión pública horrorizada por la contundencia policial ejercida sobre ciudadanos pacíficos, a la vez que denunciaba estos hechos mantenía su apoyo a la “estabilidad” y el “Estado” que no eran abstracciones sino dos burladeros semánticos para seguir apelando a un diálogo imposible desde el llamado “bloque institucional” donde los conservadores sólo buscan complicidad para sus acciones de fuerza basadas en supuestas “razones de Estado.”

La eclosión de la crisis de Cataluña es el ápice de una quiebra múltiple, institucional, social, política y territorial por el agotamiento de un régimen excesivamente encapsulado en unos registros de poder que lo hacen incompatible con el cambio y la regeneración. Por ello, la política se ha convertido en algo exótico ante la consideración autoritaria de que la gestión del malestar ciudadano sólo ha de contemplarse desde el mantenimiento del orden público y la defensa de un Estado cada vez más ajeno a los intereses de las mayorías sociales y, como consecuencia, cada vez más parcial, deficitario democráticamente y poco flexible a una sociedad en evolución.

La crisis del Estado y el orden público