sábado. 20.04.2024

La disputa por el relato de la COVID-19

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Sin un relato no podemos existir, ni individual ni socialmente; pero a través del relato nunca podremos salir del drama de las oposiciones identitarias. (Santiago Alba Rico: Ser o no ser (un cuerpo))


Ya ha comenzado la disputa por el relato. Eso que dan en llamar «el relato», que no es sino la versión posmoderna del mito. En el principio fue el mito, no la filosofía, no la ciencia, no el conocimiento. Homo sapiens supo -o creyó saber- antes que debía adorar al dios Sol (tomara el nombre que tomara en cada religión)  que su real posición en el universo.

El ser humano es un animal mitogenético, dado al delirio, porque necesita de ilusiones para vivir, empezando por la ilusión de su propia identidad (un relato que nos contamos a nosotros mismos y que nos permite comprender todos los relatos). En ninguna coyuntura esto es más cierto que en una como la actual, en la que la realidad nos ha infligido un golpe tan duro que ha revelado la naturaleza de castillo de naipes de muchas de las cosas con las que contamos.

Esta crisis sanitaria, social, económica y política, causada por un microorganismo surgido de la opaca espontaneidad material de la naturaleza, que no hace caso alguno a ninguna lógica de ningún relato moral, tendría que ser percibida por el ser humano como una oportunidad de lujo para pensar

El conocimiento de la verdad como único camino válido para llegar a la felicidad terrenal fue la propuesta de utopía liberadora para la humanidad que propuso la Ilustración. No se puede vivir sin ilusión, pero tampoco vivir de ilusiones. Dramático antagonismo existencial en el que se desenvuelve el ser humano. Dura prueba para la racionalidad y sus instituciones, la primera de las cuales en sufrirla es la ciencia, que admite necesariamente, por la honestidad intelectual que le es intrínseca, la incertidumbre que siempre impone la realidad, por fuerza inabarcable en su totalidad dentro de los márgenes esencialmente limitados de nuestro entendimiento.

Por tanto, el mito, el relato en cualquiera de sus formas es liberador para los humanos. Escribió el romántico Friedrch Hölderlin en su novela Hiperión: «el hombre es un dios cuando sueña, y un mendigo cuando reflexiona». Pecó de ingenuo Auguste Comte, padre del positivismo, cuando en su Curso de filosofía positiva (1830-1842) postuló la ley de los tres estadios. Con ella sintetizaba el proceso histórico seguido por la humanidad en su desarrollo del conocimiento. El teológico, el metafísico y el positivo o científico son los tres estadios cada uno de los cuales configura una etapa en el progreso del saber. Para Comte, en efecto, se trataba de una progresión; lo que quiere decir que, una vez alcanzado el último de los estadios, no había ninguna justificación para conservar los dos anteriores, alejados como se hallaban por completo de la perspectiva que permite el reconocimiento objetivo de los hechos. El último de ellos, el positivo, como culminación definitiva de esa progresión implica la superación para siempre de las formas míticas de entendimiento, una vez se asume con todas sus consecuencias que el conocimiento se basa en la relación entre los hechos a partir de su observación y su medición. La ciencia –como ya anticipó Francis Bacon un par de siglos antes– tiene un valor práctico inapreciable, ya que ver permite prever. Positivismo es, por esto, sinónimo de cientificismo, y ciertamente el cientificismo conlleva en gran medida un reduccionismo que pone en riesgo la riqueza de perspectivas que cabe adoptar sobre la realidad en general y sobre la realidad humana en particular. Homo sapiens es incapaz de prescindir de todo lo que la utopía positivista decretó proscrito. Homo sapiens también es demens -como supo ver Edgar Morin- tal y como demuestran en el extremo del delirio las «teorías de la conspiración», concebidas y puestas en circulación también para este desastroso acontecimiento.

No, la ciencia no es suficiente. Sobre todo, cuando las personas en una situación de elevada vulnerabilidad, como es la actual, necesitan certezas que la ciencia por sí sola no puede proporcionar. Insisto: en la labor del científico hay siempre un alto grado de incertidumbre y con ella convive el investigador. Porque la investigación viene espoleada por la ausencia de certeza respecto de alguna cuestión. Resulta paradójico, si no contradictorio, que en el escaparate de la opinión pública ciencia sea sinónimo de certeza cuando a decir verdad cada avance científico proyecta nuestra mirada hacia un vasto territorio de incertidumbre.

La verdad rara vez es un consuelo y en demasiadas ocasiones es decepcionante. Empezando por la verdad de que el alumbramiento de cada logro científico arroja necesariamente una ineludible porción de sombra. Esto lo tolera malamente la política, practicada desde hace ya demasiado tiempo con una elevada dosis de miopía histórica y con las anteojeras fijas del cálculo (que no pensamiento) economicista, siempre sujeto al corto plazo de los datos del último trimestre o la proyección, como muy lejos, a un año vista. La política exige la toma de decisiones en la mayoría de los casos contrarreloj y bajo la presión de intereses diversos cuando no contrapuestos. Cuando coinciden premura política, incertidumbre consustancial a la investigación y medicina, cualquier decisión que se tome cuenta con un porcentaje significativo de probabilidad de errar. Podría decirse que toda decisión es un tajo que se asesta a lo real, y que produce simultáneamente lo verdadero y lo falso. ¿O es que se nos ha olvidado lo ocurrido en 2009 con la gripe A (influenza A, subtipo H1N1 en la jerga; vulgarmente, gripe porcina)? La OMS la declaró pandemia entonces, haciendo que los Gobiernos –entre ellos el español a la sazón de Rodríguez Zapatero– atesoraran preventivamente fármacos antigripales a mansalva que quedaron finalmente sin uso. Eso supuso críticas importantes por el derroche injustificado de dinero público en aquella coyuntura de durísima crisis financiera. En este caso la incertidumbre científica propició que todo el mundo se pusiera en guardia prematuramente. Con la actual pandemia ha ocurrido lo opuesto.

Y donde no nos da suficiente certeza la ciencia nos la tendrá que dar el mito. Cuento generado mediante la elaboración lingüística de los hechos, sometidos al dictado de la creación de sentido a través de las acciones de los agentes. Las causas y sus efectos son sustituidos por intenciones, responsabilidades y culpas. Seguramente por todo esto se implantó casi desde el principio la retórica de la guerra en esta crisis, con el virus como el enemigo, nuestro personal sanitario como el heroico ejército que nos defiende de la pandemia, y –claro está– también con sus villanos y traidores a la patria.

Se dice que la primera víctima de una guerra es la verdad. Desde luego lo es en el caso del relato en cuanto a lo que a la correspondencia con los hechos se refiere y a sus vínculos causales; es decir, qué dio lugar a qué, cuándo y en qué circunstancias y precedido de qué. Aunque en lo profundo del relato siempre está la verdad oculta de qué es lo que se busca a través de su difusión.

Esta crisis sanitaria, social, económica y política, causada por un microorganismo surgido de la opaca espontaneidad material de la naturaleza, que no hace caso alguno a ninguna lógica de ningún relato moral, tendría que ser percibida por el ser humano como una oportunidad de lujo para pensar. Una ocasión para revisar con rigor y profundidad el sistema pergeñado a lo largo de siglos por la llamada civilización occidental, mundialmente hegemónica, por el que se definen las jerarquías de poder entre individuos y con respecto a la naturaleza, origen único y verdadero del sustento de todos. Este esfuerzo de reflexión crítica se viene haciendo desde hace tiempo y desde distintos frentes, sea el filosófico, el científico, el económico o el político; pero yo diría que como una especie de letanía de fondo de prácticamente nulo efecto en el discurrir cotidiano de nuestros quehaceres, absortos como estamos todos de continuo en nuestras particulares y diversas cuitas, todas percibidas como de principal importancia y urgentes desde el observatorio personal del egocentrismo de cada uno. Así, instalados en esta inercia que nos lleva («normalidad»), y más o menos conformes con la ayuda del generoso repertorio de distracciones que el sistema de consumo nos regala, toleramos lo que se tiene por imperfecciones de un modo de vida ya mundial que nos parece que progresa. Y, claro está, que en muchos aspectos y para muchos progresa; ahora bien, el mismo ideal moderno de progreso exige revisión continua de su marcha a la luz del conocimiento de los hechos y de la reflexión a partir del mismo.

Pero eso requiere someter a examen el relato dominante. Un relato que sobrevivió a la gran crisis de 2008, resultado del funcionamiento de un paradigma económico que se fue fraguando a partir de las décadas de los setenta y los ochenta del siglo pasado al amparo de las ideas de Friedrich Hayek y Milton Friedman y las propuestas de los Chicago boys en lo económico; y en lo político, con el éxito de la revolución neoconservadora bajo el vigoroso liderazgo de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Desregulación y financiarización de la economía bajo la premisa ontológica de que no existe la sociedad, sino el individuo, y que, en consecuencia, era imperativo que la política favoreciera la libertad individual, pusiera por encima de cualquier otra consideración la protección de la propiedad privada, y eliminara cortapisas estatales para el pleno ejercicio del libre mercado y el enriquecimiento personal a través del favorecimiento del emprendimiento y la empresa privada. Todo ello acompañado de un discurso con una alta carga moralizante de desprestigio del sector público de la economía y de los servicios bajo administración directa del Estado que ha venido justificando en las últimas décadas un proceso prácticamente mundial de privatizaciones que ha supuesto una transferencia prodigiosa de riqueza comunal a unos cuantos. Resultado: un crecimiento notable de la desigualdad que perjudica a una gran mayoría de la ciudadanía y favorece a una exclusiva minoría (este hecho queda atestiguado, por ejemplo, por los recientes informes de la OCDE y de Oxfam Intermón).

Porque es muy importante el ejercicio de la memoria y el cultivo de la historia para combatir el cortoplacismo hipercapitalista, recordemos cómo en aquel fatídico 2008 apenas fue expresada la necesidad de «refundación del capitalismo» por algún líder político, como el entonces presidente de Francia, Nikolas Sarkozy, la anuló el discurso de la austeridad y de la necesidad de «reformas estructurales» que mermaron notablemente el estado del bienestar. Velozmente, y con fría eficacia, se impuso lo que Naomi Klein denomina «la doctrina del schock», cuya idea fundacional atribuye a Milton Friedman, seguramente el economista más influyente de las últimas cuatro décadas. Se trata de aprovechar las crisis reales o percibidas para llevar a cabo un cambio de paradigma. Friedman era muy consciente de que las decisiones que se toma dependen en gran medida de las ideas imperantes. De aquí la importancia del relato, que definirá las ideas dominantes, las cuales convierten lo políticamente posible en políticamente inevitable. El 15M de España y el movimiento Occupied Wall Street fueron hermosos gestos que poco pudieron contra la única política que se consideró válida (el mismo año del 15M arrasó en las urnas el PP para aplicar la política económica acorde con los cánones del paradigma actualmente dominante). «Es lo que hay» y «no cabe otra opción» fueron sintagmas muy pronunciados en los años sucesivos. Grecia es doloroso testimonio de ello, el cual supo plasmar con toda su crudeza el director de cine Costa-Gavras en su reciente película titulada Adults in the room (Comportarse como adultos se tituló en España).

Quienes persisten en mantener este estado de cosas no van a tolerar una  revisión en serio del mismo. Por eso se hallan bien concienciados de lo decisivo que resulta armar un relato eficaz contra quienes pretendan aprovechar este estado de schock en el que nos coloca a todos la pandemia para proponer alternativas que atenúen los daños y repartan equitativamente los costes. Un relato –lo subrayo– contra los críticos, no un análisis de los hechos y sus verdaderas causas. Porque se supone que los críticos ya habían sido vencidos cuando se decretó el final de la historia y la proscripción de toda veleidad utópica. La victoria había quedado esculpida de una vez para siempre en las tablas del mito de la omnipotencia del capitalismo de libre mercado con la caída de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). 

Hay que acudir prestos, pues, a ahogar este conato de rebelión que puede ocasionar la presente coyuntura de incertidumbre. Hay que enterrar toda expresión de esperanza en mejorar nuestro juicio de ponderación del valor de las cosas con un estruendo de ataques y acusaciones contra el inepto Gobierno de «filocomunistas» que ponen en peligro con sus decisiones la estabilidad de un sistema, el único que garantiza el bienestar y la prosperidad del conjunto de la ciudadanía, aunque ello implique un importante nivel de injusticia social y de desigualdad económica. 

Prevalecer en la disputa del relato tiene por objetivo impedir que se reactive la guerra ideológica que ya se ganó en la década de los noventa del siglo pasado. Entonces fue cuando la revolución neoconservadora acabó con el paradigma político-económico surgido de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial sustentado en tres principios: un fuerte proteccionismo en lo social y en lo laboral, elevados impuestos sobre la renta y una presencia determinante del sector público en áreas estratégicas de la economía, particularmente en sectores como la energía, telecomunicaciones y finanzas. Sobre estos fundamentos se cimentó el estado del bienestar. Todo ello compatible, por cierto, con tres décadas («los treinta gloriosos» que llaman los franceses a esos años) de elevado y continuado crecimiento económico (por encima de un 4% de media de crecimiento del PIB en el entorno europeo, cuando ahora si se llega al 2% se da saltos de alegría). 

Para el mantenimiento del actual statu quo, por consiguiente, es imperativo evitar a toda costa que se extienda la sospecha de que la crisis del coronavirus pueda suponer «la muerte trágica del neoliberalismo», que es lo que escribía en un medio digital hace unos días el periodista Carlos Sánchez especialista en cuestiones económicas –pecando de cierta candidez, me atrevo a decir–. Para ello hay que alejar el foco de atención del examen de la estructura institucional, normativa y ética que nos mantiene sujetos a unos determinados modos de vida que pueden ser muy lesivos para una parte bien significativa de la humanidad, y mantenerlo obsesiva y agresivamente centrado en la toma de decisiones de un Gobierno que se convierte en chivo expiatorio que se entrega en sacrifico a una opinión pública ofuscada por la incertidumbre, la angustia y el miedo. Así la crítica queda acotada a lo anecdótico y alejada de lo esencial. Congruente con este propósito es el uso primordial del lenguaje de los memes como medio de contagio del relato, el artificio idóneo por cuya frivolidad el pensamiento de quienes lo comparten no pasa de la epidermis del entendimiento. Una práctica que es caricatura de la tesis de Hölderlin, ya que nos libera de toda sujeción a los hechos y acciona los resortes emotivos de nuestras pulsiones ideológicas.

Para ser eficaz este relato tiene que ser viral. De esta manera, irónicamente, su contagio en las redes sociales prevalece sobre el del coronavirus en nuestros cuerpos. No hay  necesidad de que sea verdadero. Ya he dejado dicho que la verdad decepciona las más de las veces y no es popular. Debe montarse, entonces, de espaldas a la historia (sin memoria) y a la ciencia (sin compromiso con lo real). ¿Quién quiere pararse a pensar y estudiar con rigor lo ocurrido, indagando en sus causas profundas, precisando la genealogía de los sucesos?

Para ser eficaz, este relato –como pasa con todos los mitos– debe ajustarse a los cánones del drama, porque ante todo ha de ser efectivo en lo emocional.  Por eso –insisto– le sienta tan bien la retórica de la guerra y los himnos (la omnipresente canción Resistiré) y el recuento de muertos y los aplausos a los héroes que batallan en primera línea y los villanos (unos u otros según para quién)  y los patriotas y los traidores (porque parece ser que no se nos mete en la cabeza que no se trata de patrias sino de la humanidad) y las banderas con crespón en los balcones. Tiene que dar de lleno en la diana de nuestros prejuicios y angustias tribales, y mantenernos acogotados y sumisos ante la amenaza del mal. Mal que ha de tener a la fuerza su explicación y que ha de ser racionalizado para preservarnos del espanto que conlleva su indiferencia, su carencia de criterio moral. El virus, despiadadamente impersonal, mata indiscriminadamente, pero esas muertes deben tener sus culpables identificados; no puede carecer de discernimiento moral, igual que se pretendió con el virus del SIDA cuando apareció. Porque es por la magia del relato y su lógica antagonista que el ciego efecto de la naturaleza muta en fábula con moraleja. De esta forma son apaciguadas las conciencias que vislumbran el sentido en la negrura de la tragedia. Seguramente es parte de lo que Nietzsche quiso decir cuando escribió que «no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática...».

La disputa por el relato es el esfuerzo denodado por mantener intacto el orden vigente  de las cosas manipulando nuestra percepción de la realidad. Puro ilusionismo. Pero ¿quién es capaz de vivir sin ilusiones? 

La disputa por el relato de la COVID-19