sábado. 20.04.2024

Maquíllate, maquíllate

La respuesta a la eterna pregunta de quiénes somos y hacia dónde vamos ha estado desde el origen de los tiempos ligada al maquillaje.

La respuesta a la eterna pregunta de quiénes somos y hacia dónde vamos ha estado desde el origen de los tiempos ligada al maquillaje. Aunque hoy los más serios e intelectualoides lo consideren algo frívolo, lo cierto es que sin el maquillaje difícilmente hubiésemos llegado a ser otra cosa que una indefinida especie animal más. De hecho, los individuos deeso que acabaría siendo el género humano no tomaron conciencia de su identidad hasta el día en que a un anónimoneardentalhalensis le dio por aplicarse en el cuerpo algún llamativo pigmento que le diferenciara del otro y los otros.

De este modo, hoy sería posible, con mucha paciencia, eso sí, trazar el camino que nos conduciría de un dibujo esbozando elementales formas geométricas o florales pintado en la epidermis de un primitivo cazador recolector hasta las tesis soberanistas de Artur Mas o la apasionada defensa de la nación de Mariano Rajoy. De hecho, es tal la importancia del maquillaje que incluso su uso fue imprescindible no solo en nuestras primigenias relaciones con les demás, sino incluso con los seres misteriosos del más allá, como pone de relieve la presencia de los más variados aceites hallados en tumbas y estructuras funerarias.

Fue este significado transcendente la que paradójicamente acabó desviando el maquillaje hacia ámbitos más intranscendentes. Y es que los cultos dionisíacos se encargarían de trasladar al ámbito teatral el fenómeno de la apariencia, trasformando el rostro de los actores bien con el recurso de la máscara, bien con el de las pinturas. De la identidad se pasó así a la falsedad, al disimulo, incluso al disfraz y al engaño. De este modo el maquillaje dejó de ser un medio para mostrar al mundo quiénes éramos, para convertirse en una proyección de quién quisiéramos ser.

Sabiamente aplicados, los cosméticos nos ayudaran a aproximarnos a ese ideal de belleza del que tan alejados nos parece estar cuando al levantarnos por la mañana nos lavamos la cara libre de tinturas y aun somnolienta. Los colores artificiales se convertirán entonces en una especie de coraza freudiana con los que protegerse de las inclemencias de la intemperie, sean estos los tímidos coloretes de una cajera de supermercado o el expresionismo contenido en el semblante de un aspirante a formar parte de alguna selecta tribu urbana gótica.

Tanta es la importancia del maquillaje que, al final, su aplicación ha terminado incluso liberándose de su atadura a la piel humana para impregnar el cuerpo de las construcciones sociológicas. Si ya allá por el siglo XIX, Augusto Comte y Herbert Spencer fueron capaces de imaginar la sociedad como un gigantesco ser vivo, hoy ambos pensadores no dudarían en destacar que se trata de un ser vivo y, por supuesto, maquillado. Solo es necesario echar una ojeada a los titulares de actualidad para comprobar cómo se intenta cubrir con una capa de afeites prácticamente todo. Es así como Pablo Iglesias aparece obsesionado por aplicar el maquillaje necesario para disimular la menor arruga izquierdista que pueda afear su centralidad deseada; el CIS maquilla las encuestas para tranquilidad del gobierno y los responsables económicos se aplican al trabajo del maquillaje financiero en el nuevo capitalismo de casino y carnaval.

Con todo, el maquillaje aún consigue en ocasiones recuperar su cometido originario de mostrarnos quiénes somos. Entre las jóvenes japonesas, por ejemplo, está cada vez más de moda aplicarse maquillajes para transformar sus rostros en demacrados, agotados, incluso apagados. Las sombras y coloretes incrementan la intensidad de sus ojeras, la palidez de sus mejillas, el cabello se presenta grasoso y hasta los párpados son convenientemente hinchados hasta alcanzar una apariencia enfermiza. Es lo que se ha venido en llamar la moda Hang over Make up, consistente en simular una imagen de resaca perpetua tras una inacabable noche de sexo, droga y rock and roll. Es, sin duda, la metáfora más acabada de estos tiempos presentes en los que, como muy bien se encargan  de recordarnos nuestros gobernantes, la fiesta hace tiempo que se ha acabado.

Maquíllate, maquíllate