viernes. 19.04.2024

Neofeudalismos organizativos y nueva ciudadanía activa. ¿Hacia dónde van los partidos políticos?

Los partidos políticos, como realidades vivas que son, evolucionan y cambian a la par que cambian las circunstancias y las sociedades en las que operan. Por eso, la historia de los partidos ha sido una historia dinámica, que permite identificar diferentes tipos de partidos y distintos niveles de democracia, de eficacia y de ajuste funcional de estos a coyunturas políticas y culturales bastante diferentes entre sí.

La experiencia acumulada nos enseña que solo los partidos que son capaces de comprender los nuevos datos y tendencias de la realidad, y que adecúan su actuación y sus estrategias a esas tendencias, logran sobrevivir y actuar con eficacia en nuevas coyunturas; mientras que los partidos y los líderes que permanecen anclados en el pasado, y no son capaces de renovarse y actualizarse, entran en procesos de decadencia, e incluso de inoperancia y disolución.

En estos momentos, nuestras sociedades se encuentran en una etapa de grandes cambios que requiere demostrar una alta capacidad adaptativa. Lo que plantea un reto especial a aquellas formaciones políticas que no están sabiendo adaptarse a los nuevos datos de la realidad y que, a veces, incluso tienden a cerrarse sobre sí mismas, a involucionar y a desconectarse del sentir mayoritario. El resultado, en estos casos, es inevitablemente la decadencia, la inoperancia, e incluso la eventual desaparición de los partidos que no comprenden, ni asumen, los cambios que están teniendo lugar.

En casi todos los países de nuestro entorno abundan ejemplos de partidos –e incluso de sistemas de partidos− que han entrado en declive, e incluso que han colapsado, abriendo paso a nuevas realidades sociopolíticas y a mapas políticos diferentes. El caso de Italia ha sido paradigmático de esta perspectiva, mientras que Francia puede estar aproximándose a una evolución similar.

Nuevas tendencias sociopolíticas

Las principales tendencias sociopolíticas que inciden en la nueva realidad de los partidos, y que exigen un esfuerzo de adaptación y puesta al día, son básicamente tres: En primer lugar, la emergencia de un nuevo paradigma socio-económico que da lugar a la aparición de nuevas demandas sociales y políticas (derivadas de los nuevos problemas centrales), y de nuevos actores (entre otros las nuevas generaciones excluidas). En segundo lugar, la aparición de nuevos modos y estructuras de comunicación e interacción que están alterando la naturaleza y la lógica de la comunicación tradicional, con nuevas perspectivas horizontales que ponen en cuestión –y desvalorizan− la vieja lógica de la comunicación y la “propaganda” de arriba hacia abajo. Por eso, es cada vez más frecuente que líderes y partidos fuertemente apoyados por las viejas estructuras de comunicación social se vean netamente superados electoralmente por candidatos y formaciones que prácticamente tienen sus apoyos y sustentos en las redes. Algo que cada vez será más frecuente.

Y, en tercer lugar, una de las principales tendencias de nuestra vida política actual es la aparición de una nueva ciudadanía activa, que no se resigna a aceptar ciegamente lo que se le dice, ni a resignarse pasivamente con lo que se le ofrece, ni a aceptar argumentos ni explicaciones que no casan bien con la realidad, ni con sus experiencias cotidianas inmediatas. Y por eso los nuevos ciudadanos activos se están movilizando y están ocupando espacios cada vez más centrales en la escena política, muchas veces al margen de las estructuras de poder establecidas y de los entramados fosilizados de la vieja política y de los partidos más tradicionales.

Una nueva ciudadanía activa

Los nuevos ciudadanos activos son personas bien formadas, que generalmente tienen informaciones directas –que no están sesgadas, ni filtradas− que reciben a través de las redes. Personas que están motivadas, que quieren ser tratadas de manera igual, en plenas condiciones de ciudadanía, que no se sienten subordinadas a las élites establecidas de poder y que desconfían de muchas de las formas y maneras tradicionales de hacer política. Además, en bastantes casos se trata de ciudadanos que tienen –ellos o sus entornos− problemas o padecen exclusiones y carencias que no están siendo atendidas ni solucionadas.

Estos ciudadanos, además de estar bien formados y bastante informados, no se muestran dispuestos a fiarse sin más de lo que se les diga, y tienen inclinación a ser activos. Es decir, participan, reivindican, reclaman, discrepan y deciden por sí solos, sin esperar a lo que hagan o digan los partidos u otras instancias e instituciones de influencia tradicional. Y además ahora pueden hacerlo de manera coordinada, interconectada, y sin interferencias, a través de las redes.

Las reivindicaciones de más calidad democrática, las manifestaciones contra la corrupción y contra determinadas injusticias y regresiones sociales son un exponente de esta nueva ciudadanía activa, y de su disposición a movilizarse y a pronunciarse en los espacios públicos.

Fenómenos como el Movimiento 15-M, Occupy Wall Street, etc., así como las mareas sociales sectoriales, que se han venido movilizando en España en defensa de la Sanidad Pública (marea blanca), de la Educación Pública y de calidad (marea verde), de la investigación (marea roja), de las pensiones dignas (marchas por la dignidad), de la defensa de los inquilinos a no ser desalojados injustamente (movimientos contra los desahucios), etc., son ejemplos notables de cómo pueden movilizarse amplios sectores de ciudadanos activos cuando piensan que los partidos clásicos y las instituciones no hacen lo suficiente para defender determinados objetivos y propósitos que ellos consideran importantes, y cuya causa creen que debe ser tomada en manos de todos.

Las nuevas agendas políticas

Las acciones y movilizaciones de la nueva ciudadanía activa que está apareciendo en nuestras sociedades, están conformando una agenda política potente que en gran parte coincide con lo que todas las encuestas identifican como las grandes preocupaciones de la población en países como España. Es decir, la priorización de la lucha contra el desempleo y la precarización laboral, (sobre todo de los jóvenes), la lucha contra las desigualdades extremas, la necesidad de erradicar la corrupción, la preservación y mejora –en condiciones de igualdad y universalidad− de las conquistas y prestaciones propias del Estado de Bienestar en Sanidad, Educación y Servicios Sociales, así como las luchas por la protección del medio ambiente, por la igualdad de la mujer y por la solidaridad y la paz mundial.

El hecho de que algunos partidos de la izquierda tradicional se hayan dejado arrebatar –en todo o en parte− estas reivindicaciones de amplio arraigo, es un indicador inquietante de desconexión con la realidad. Desconexión que está teniendo efectos negativos tanto en lo que concierne a la erosión electoral de estos partidos, como a la pérdida de su capacidad de movilización interna y externa. Es decir, en muchos casos estos partidos han dejado de ser también “movimientos sociales”.

De ahí viene, precisamente, la desvitalización de determinadas organizaciones políticas y el anquilosamiento de una parte de sus estructuras dirigentes, que han venido perdiendo contacto con el pulso de la calle. Y que no entienden –ni asumen− que en nuestras sociedades está aumentando el malestar y la desafección política, mientras ellos se encuentran desfasados en su capacidad de procesar –y entender− la entidad de los problemas a los que nos enfrentamos –especialmente los jóvenes− y la indignación social que se está incubando.

Involuciones organizativas

Ante la intensidad y amplitud de los problemas y la correspondiente extensión de los climas de descrédito, algunos núcleos de poder en los partidos han respondido con movimientos de auto-defensa y enrocamiento, que por lo general han tenido el efecto de apartarles más aún de sus afiliados y votantes.

Incluso, en algunos casos hemos asistido a intentos de dar a las organizaciones un tono más elitista y en cierto enfoque neofeudal. Es decir, determinados dirigentes han intentado amurallarse en las estructuras intrapartidarias de poder y de control, haciendo gala de maneras de entender la acción política que no se encuentran en sintonía ni con las nuevas mentalidades democráticas de nuestra época, ni con las actitudes y posiciones de la nueva ciudadanía activa. Ciudadanía que quiere contar más y codecidir, y que no está dispuesta a que ningún pretendido “sabio” –o sanedrín de sabios− impongan lo que debe hacerse o no hacerse en cada momento, al margen de cuáles hayan sido los compromisos y promesas electorales y las opiniones de la mayoría.

En estos casos, la estrategia de una parte de las viejas élites dirigentes de determinados partidos ha consistido no solo en arrogarse –casi en propiedad− el derecho a ejercer el privilegio exclusivo de tomar las máximas decisiones, sino en defender y proteger dicho derecho en base a redes clientelares y de patronazgo, y a modelos de actuación y liderazgo en los que a los afiliados se les exigían lealtades y adscripciones de naturaleza personal, y no basados en criterios de coincidencia ideológica y política. Por eso, a veces se ha pedido –y/o se ha presionado a favor de− lealtades y sumisiones ad hominen, sin respetar el derecho a que cada cual tuviera sus propios criterios e ideas políticas. Y, sobre todo, a que las pudiera expresar, mantener y difundir de manera pública y abierta, y no solo en el ámbito de la privacidad más cerrada. Algo que resulta de todo modo impropio –e inexigible− en la vida política moderna.

De esta manera y por esta vía, el fracaso de ciertos partidos orientados en esta dirección ha llevado a rozar casi la conformación –o aplicación práctica− del viejo modelo de los partidos de notables, en los que unos pocos (supuestamente más sabios, más preparados, o más ricos y poderosos) decidían por todos y transmitían y aplicaban sus consignas desde arriba hacia abajo, en unas organizaciones netamente jerarquizadas y patrimonializadas. Organizaciones en las que los de abajo eran recompensados –o en su caso castigados y excluidos− según el grado de fidelidad personal e institucional demostrada en la dinámica política concreta.

Obviamente, este modelo de partido solo puede conducir a un fracaso sistémico de quienes postulan actualmente tales enfoques, y de quienes los practican de facto, sobre todo en los espacios de la izquierda. Y más en particular en aquellos contextos en los que las demandas y planteamientos de los afiliados de los partidos y de los nuevos ciudadanos activos han podido hacer oír su voz y han podido canalizar su voto en la dirección de superar la desconexión, e incluso la alienación, existente entre afiliados y altos dirigentes.

Al superar esta deriva, algunos partidos podran acabar frenando su declive electoral y organizativo y evitar la involución –práctica− hacia modelos de organización partidaria que se encuentran en las antípodas de lo que supone –o puede suponer− una nueva socialdemocracia y una nueva forma de entender la ciudadanía y la vida partidaria en las sociedades del siglo XXI. Porque, en este caso, como en casi todo en la vida, la historia no pasa en balde, ni está el mañana escrito. Sino que todos podemos contribuir a escribirlo. Y a mejorar y hacer evolucionar el presente. También los partidos políticos.

Neofeudalismos organizativos y nueva ciudadanía activa. ¿Hacia dónde van los partidos...