sábado. 20.04.2024

Grecia en el laberinto

Cuando los ejércitos de Jerjes amenazaban Atenas, los atenienses, como era habitual, mandaron una delegación al santuario de Delfos para consultar qué les deparaba el futuro.

Cuando los ejércitos de Jerjes amenazaban Atenas, los atenienses, como era habitual, mandaron una delegación al santuario de Delfos para consultar qué les deparaba el futuro. La pitia respondió con admoniciones terroríficas: “¡Desdichados, huid al fin del mundo!, ¡abandonad vuestras casas…! Las devastadoras llamas destruirán los templos y las imágenes de vuestros dioses… y vuestros baluartes”. Pero, después de un rosario de males, les abrió una puerta de esperanza: “…en el último momento, un muro de madera salvará a vuestros hijos” y el honor de los atenienses…

Cuando la delegación retornó a la ciudad, los atenienses se aferraron al hilo de esperanza implícita en las palabras de la pitonisa y aquellos que no salieron huyendo a la carrera se aprestaron a rodear la Acrópolis con todos los tipos de maderas que tenían a mano, incluyendo las puertas de sus casas, levantando una improvisa empalizada. Ni que decir tiene que los poderosos ejércitos de Jerjes superaron aquella endeble barrera con bastante facilidad, infringiendo a los atenienses una de las mayores humillaciones que conocieron: la profanación de la Acrópolis. Tanto sintieron esta profanación que incluso los bellos frisos y estatuas que adornaban sus edificios fueron desechados y enterrados en un foso, en cuanto recuperaron la ciudad. Estatuas y frisos que ahora pueden contemplarse en el museo de la Acrópolis.

Aunque el fracaso del pronóstico délfico luego fue compensado (o reinterpretado) con la batalla de Salamina y el papel airoso de las naves atenienses (de madera), lo cierto es que los hechos históricos fueron un ejemplo expresivo de la fragilidad de los orgullosos atenienses y de su ingenuidad analítica-predictiva.

La dimensión histórica de Grecia y la riqueza de su lengua clásica hace inevitable que, hoy en día, todo el mundo recurra a ejemplos y expresiones propias del lenguaje homérico para intentar analizar lo que está ocurriendo. La dinámica de los hechos ha llevado a que la expresión más utilizada sea la de “tragedia griega”, no faltando tampoco los que hablan de “hecatombe económica griega”; o “victoria pírrica” para valorar el triunfo de Tsipras en el referéndum y la dificultad posterior para traducir su resultado en ventajas objetivas.

Y como telón de fondo común a todo se encuentra el recuerdo del honor restablecido ─de manera más simbólica que real─ con un referéndum en el que los griegos se han sentido resarcidos en su honra mancillada por la arrogancia de unos prestamistas que no querían aceptar que fueran ellos, los propios griegos, los que fijaran las condiciones de los préstamos, así como sus cuantías y procedimientos. Algo que, por lo demás, no resulta nada habitual en el mundo de los préstamos.

Así las cosas, habiéndose demostrado una vez más la falta de rigor y capacidad predictiva de las encuestas (¿alguien podía entender que ante un referéndum de este tenor casi la mitad de los griegos dijeran “sí” a las condiciones de los prestamistas?), todo parece indicar que la expresión clásica griega que más cuadra con la situación en la que se ha metido Grecia, con Tsipras a la cabeza, es la de “laberinto”. En realidad, Tsipras ha situado a su Gobierno, y por ende al pueblo griego, en un enrevesado laberinto, vigilado por un poderoso Minotauro. Laberinto del que no va a ser fácil salir indemne.

Desde luego, nadie puede negar el derecho de los griegos a realizar un referéndum en la manera que consideren más pertinente. Pero en buena lógica democrática nadie nos puede obligar tampoco a los demás a comulgar con ruedas de molino y asumir que estamos ante un irreprochable ejercicio de democracia directa. ¿Es este el concepto que tienen algunos de la buena democracia? Después de una convocatoria precipitada, con una pregunta enrevesada donde las haya, sin tiempo para un debate sereno y objetivo sobre la cuestión, sometiendo a escrutinio una supuesta propuesta europea que ya había sido retirada, haciendo uso de todos los recursos emocionales y demagógicos, intentando convencer a los ciudadanos de que podían votar y decidir sobre algo que realmente no está en sus manos… ¿Es todo esto un ejemplo de democracia prístina y ejemplar?

Sinceramente, he de confesar que no puedo entender el papanatismo de los analistas que se sienten embelesados ante una supuesta demostración de democracia directa, que en realidad no ha sido en gran parte sino un ejemplo de las peores prácticas plebiscitarias propias de los caudillismos. Por no hablar de las simpatías con un supuesto especialista en “teoría de juegos”, que al final lo único que ha logrado es conducir a un escenario en el que “todos pierden”. ¡Menudo especialista! ¿Era esto lo que pretendía?

En cualquier caso, tal como han evolucionado los acontecimientos, es muy posible que la inclinación de otros pueblos europeos sea también la de reclamar su voluntad democrática nacional para no aceptar el sesgo que la mayoría de los griegos han querido imponer a la situación. Es cierto que lo han hecho votando. Lo cual está bien. Pero también otros pueblos y gobiernos europeos están legitimados por la voluntad democrática para no estar de acuerdo con los criterios y las posiciones decididas por los griegos.

Por lo tanto, la situación post-referéndum no puede ser más endiablada. La irresponsable actuación el gobierno de Tsipras ─no solo de Varoufakis─ ha conducido al pueblo griego a unas circunstancias límites. Ante tamaña coyuntura, los ciudadanos han querido exorcizar orgullosamente la situación con un referéndum que a muchos les ha llenado de satisfacción. Pero, más allá del dictamen de las urnas, lo cierto es que la economía griega está absolutamente quebrada y sin ningún crédito (no solo económico), con un corralito que no significa el punto peor al que pueden verse sometidos los griegos que no son ricos. Todavía pueden encontrarse con que ni siquiera puedan continuar con la penitencia de los cincuenta o sesenta euros a la que han sido sometidos. Si los Bancos griegos se quedan sin efectivo, si nadie les presta y si las instituciones europeas no se ponen de rodillas e inclinan la cabeza ante la voluntad orgullosa de los griegos, la catástrofe humanitaria de la población será inevitable. ¡Una catástrofe humanitaria de proporciones imprevisibles en el seno de la próspera y avanzada Europa! ¿Quién nos lo iba a decir hace solo unos pocos años, o incluso meses?

Para salir del laberinto se necesita, pues, mucha sangre fría y líderes políticos de primer nivel, capaces de anteponer los análisis objetivos y las soluciones razonables –y racionales─ a su pundonor, sus pasiones y sus prejuicios.

Ante las perspectivas que se avecinan, lo más importante es tener claro que lo primordial es intentar evitar al pueblo griego una catástrofe humanitaria de alcance colosal. Lo más plausible es que, tal como han quedado las cosas con el referéndum, la ayuda al pueblo griego tenga que hacerse con abstracción de lo que sean y representen en este momento sus gobernantes, y que deba ser planteada al margen de otras consideraciones economicistas y de formalismos jurídicos retroactivos. Es decir, deberá ser entendida como ayuda humanitaria en sentido estricto.

Respecto a las posibilidades de acuerdo, es evidente que el grado de deterioro alcanzado va a requerir esfuerzos, cesiones y concesiones muy serias por ambas partes. Y esto habrá que ser capaces de ponerlo encima de la mesa antes de que los hechos –como en las tragedias clásicas─ resulten irreversibles y todo conduzca a un destino fatal. Un destino que para la zona euro en realidad no es tan trágico, ya que las actuales pérdidas que supondría la crisis griega, si las ayudas financieras se paralizan, pueden resultar bastante inferiores –y asumibles─ que los costes de intentar remontar económicamente sine die la situación a la que ha llegado Grecia. Por lo tanto, con un enfoque de evaluación de costes, los europeos de la zona euro, al final, perderíamos bastante menos que lo que puede costar remontar unos problemas desastrosamente gestionados y pésimamente enfocados. Y, además, la zona euro quedaría libre a medio plazo de uno de los problemas que genera mayor desconfianza hacia la moneda y hacia el futuro del espacio económico común. En definitiva, si se llega a esta solución ─que todo el mundo dice no desear, pero que casi todo el mundo está propiciando─ se habría impuesto el criterio de la cirugía, y se habrá extirpado un tumor que amenazaba la salud general del euro y, por ende, de toda la zona económica europea.

Pero, obviamente, los costes humanos, políticos y sociales del trauma implícito en esta “salida” pueden ser inmensos. Y es aquí donde hay que hacer valer unas alternativas más inteligentes. Alternativas que tienen que pasar por entender la necesidad de superar los actuales enfoques austericidas y restrictivos que están conduciendo a lo que están conduciendo. Enfoques que, como el referéndum griego ha demostrado palmariamente, es imposible que cuenten con el respaldo de sectores mayoritarios de la población. En este sentido, Grecia puede haber sido solo la primera etapa de un proceso a través del que los pueblos europeos manifiesten abiertamente su rechazo a las actuales políticas económicas de Bruselas. Políticas que algunos se empeñan en mantener con una terquedad inaudita, sin atender a sus escasos rendimientos y, sobre todo, a los sufrimientos que dichas políticas causan, con los consiguientes rechazos que suscitan en la opinión pública.

Por lo tanto, Bruselas debe reaccionar, escuchar lo que piensan los ciudadanos (no solo los griegos) y cambiar las políticas antes de que sea demasiado tarde y nos hayamos metido en una espiral (o en otro laberinto) de la que será difícil salir. Por parte de Bruselas y de los acreedores, pues, se impone la necesidad del realismo, de la sensibilidad social y de la comprensión de que es preciso impulsar políticas generales (para todos los europeos), diseñadas a partir de esquemas verosímiles, y acompañadas de grandes inversiones que potencien el crecimiento y la salida de las actuales condiciones económicas asfixiantes.

Pero, de la misma manera que Bruselas tiene que ceder, también los griegos tienen que ser capaces de acomodar su funcionalidad económica, administrativa y fiscal a la de los demás países del espacio económico y monetario, en el que entraron libremente y cuyas reglas hay que cumplir, de igual modo que las cumplen los demás. Por eso, tienen que reducir su presupuesto militar y asumir –e implementar─ las medidas administrativas, fiscales y de gestión con las que funcionamos en otras latitudes del continente europeo. Tienen que entender que ellos no pueden tener unas edades y procedimientos de jubilación diferentes a los de otros países europeos, ni pueden aspirar a vivir eternamente de los presupuestos y subvenciones europeas, con más gastos que ingresos, ni pueden tener un sistema de impuestos y de control de la transparencia fiscal propio de la premodernidad. Y, por supuesto, también deben comportarse adecuadamente en los pactos, los acuerdos y la formalidad en los tratos, de una manera no distinta a aquella que es habitual en las instituciones europeas.

Cuando Grecia ha perdido toda su credibilidad económica, cuando han suspendido unilateralmente los pagos de su deuda, cuando sus Bancos están en la insolvencia, cuando el gobierno no puede garantizar que sus ciudadanos dispongan de sus ahorros y cuando nadie está dispuesto a conceder préstamos a Grecia, ni a suministrar mercancías de dudoso cobro, los griegos deben entender que su única solución pasa por recuperar la confianza. Para ello deben convencer a todo el mundo de que van a poder pagar los créditos ya concedidos y los que se les puedan conceder en un plazo razonable. Tienen que ofrecer garantías de que no van a continuar gastando más de lo que pueden ingresar, y que los créditos que se les pueden conceder van a ser utilizados correctamente en unos proyectos e iniciativas que permitan ingresar más en las arcas públicas, y que su disposición es cumplir los acuerdos, y que no van a volver a falsificar las cuentas públicas, ni van a lanzar mensajes ni a adoptar posturas que son imposibles de asumir por sus socios europeos; ni por cualquier otro prestamista, que no tenga propósitos ocultos en la trastienda…

En definitiva, los griegos tienen que demostrar que son serios, fiables y capaces de convencer con hechos y compromisos fehacientes de que la deuda griega no es un saco sin fondo, que va a estar creciendo ininterrumpidamente sin ninguna garantía verosímil de devolución.

¿Es tan difícil comprender por parte de unos y de otros que existe un cierto camino de sensatez y de sentido común que nos podría apartar del abismo? ¿Se puede recomponer la credibilidad perdida con un nuevo enfoque de la negociación y de los acuerdos alejado de los trucos y de los órdagos de última hora? ¿Puede Tsipras y su gobierno actual llevar a cabo adecuadamente esta tarea hercúlea? ¿Pueden encontrar Merkel y otros líderes europeos el apoyo imprescindible de sus parlamentos y de sus electorados para llevar a cabo las nuevas políticas de apoyo y de solidaridad y de potentes inversiones públicas y privadas como requiere la salida de la actual crisis? ¿Serán capaces los grupos económicos dominantes de entender –y asumir─ que la situación a la que se ha llegado en Europa exige un nuevo consenso de tipo keynasiano capaz de aunar las garantías de crecimiento con los niveles razonables de equidad social que demanda la mayoría de la opinión pública? ¿Cuándo dejarán de intoxicarnos y de intentar manipularnos desde poderosos medios de comunicación social? ¿Cómo se podrá evitar que los pueblos que son llevados al límite de la indignación y del sufrimiento social acaben tomando decisiones, en ocasiones con gran entusiasmo, que en definitiva no suponen sino darse un tiro en el pie?... En suma, lo dicho, un auténtico laberinto, con unas salidas que de momento están siendo guardadas tozudamente por un amenazador Minotauro.

Grecia en el laberinto