viernes. 29.03.2024

Vieja democracia

No está bien que uno se alegre de la desgracia de nadie, pero confieso que me alegré mucho de la derrota de Nueva Democracia, el partido de la derecha griega...

No está bien que uno se alegre de la desgracia de nadie, pero confieso que me alegré mucho de la derrota de Nueva Democracia, el partido de la derecha, en las pasadas elecciones griegas. Un partido que está en el origen de tantos de los problemas recientes en Europa. Por supuesto con la ayuda inestimable de la derecha nacionalista alemana, que ha vuelto por donde solía, con distintos medios, pero por las mismas razones y parecidas excusas que en el pasado. Para el nacionalismo alemán ya no somos razas inferiores, sólo vagos, juerguistas y desorganizados.

Cuando uno lee lo que le ha ocurrido a la sociedad griega, el sufrimiento y la humillación que les ha infligido la Troika a sus ciudadanos; cuando vemos en la televisión sus testimonios; cuando escuchamos los vibrantes relatos que hacen políticos y periodistas al hablar de aquella sociedad; uno comprende muy bien la más que merecida derrota de Nueva Democracia. Un partido que falseó las cuentas del Estado, ayudado por el banco de inversiones Goldman Sachs, provocando la crisis de la deuda soberana de 2010 y lo que ha venido después.

Lo que cuesta comprender es que, después de todo eso, Nueva Democracia ganara las elecciones de 2012, y que después de tres años de gobierno no haya perdido ni dos puntos porcentuales en las elecciones de hace quince días. ¿Cómo es posible que a dos mil y pico kilómetros nos indignemos con lo que les ha pasado a los griegos, y que allí mismo un 28% de los electores volvieran a votar a Nueva Democracia? ¿Cómo es posible que, en ese paisaje desolado, Syriza sólo tuviera el 36% de los votos?

Es sorprendente la distancia que hay entre nuestras suposiciones sobre el comportamiento de la gente y el comportamiento de la gente. He visto ya tantas veces grandes manifestaciones, preludio de hermosas auroras que no llegaron, he escuchado y escrito tantos discursos, y he medido tantas otras veces, en mi caída, esa distancia que hay entre las palabras y las cosas en política, que me asombra nuestra capacidad de autoengaño. Aquí mismo, hace tres años la solución a los males de la sociedad española era tan sencilla como que se fueran los que estaban; y ahora otros dicen lo mismo pero ampliado: que se vayan todos. Pero nunca se va nadie. Con más o menos fuerzas, todo el mundo sigue en el tablero, siempre están los otros. Así es la vieja democracia.

Un amigo se preguntaba en un artículo si el gobierno griego resistirá o se dejará “domesticar”. No es una expresión justa. Quizá Tsipras no lo consiga todo, pero no por eso será una claudicación. La ironía del destino ha querido que dos personas que en el pasado fueron de las juventudes comunistas, Merkel y Tsipras, se encuentren jugando la partida del presente. Seguro que ya saben, por experiencia, que ni el futuro ni ellos serán como imaginan. Tampoco aquí, en España, será como imaginan algunos de sus antiguos correligionarios de las juventudes comunistas. La respuesta a mi amigo es que sí, que cambiarán, porque ya lo hicieron antes. Todos ellos. Y eso no siempre es malo, sólo es inevitable.

Vieja democracia