viernes. 29.03.2024

La reforma fiscal que necesitamos

Sucesivas reformas parciales han convertido la fiscalidad española en una selva normativa en la que solo se mueve bien la elusión, la evasión y el fraude fiscal...

Aunque el momento no es el más favorable, urge una reforma fiscal en profundidad. Necesitamos aumentar los ingresos impositivos del Estado, porque es social y económicamente insostenible afrontar el equilibrio presupuestario de todas las administraciones públicas por la vía de recortar más los gastos. No hay margen económico y tiene graves impactos sociales.

En cambio, no parece ser ésa la orientación del Gobierno, a la vista de las primeras filtraciones o globos sonda. Todo apunta a un lavado de cara para tapar las vergüenzas por los incumplimientos fiscales del PP, con propuestas que pueden agravar la regresividad de nuestro sistema fiscal y hacer avanzar en la privatización del Estado social. Todo con la coartada ideológica de las “clases medias”.

Conseguir el imprescindible aumento de la recaudación sin penalizar más a los de siempre y sin poner trabas a la inversión es complicado en un momento con escaso dinamismo económico, un desempleo cronificado, una caída generalizada de salarios y un fuerte endeudamiento de las familias. Eso sin olvidar que, en paralelo, se estará negociando un nuevo acuerdo de financiación autonómica.

En todo caso, no creo que el principal problema esté en la complejidad de hacer compatibles todos estos objetivos, sino en la ideología fiscal del PP y en su nula voluntad y capacidad de diálogo social y político, como se ha demostrado durante toda la legislatura. Mucho me temo que los objetivos del PP sean una campaña de imagen, una compensación –más aparente que real– a determinados sectores sociales y medidas fiscales favorecedoras de la privatización del Estado social. Me gustaría equivocarme, pero la patita que ha enseñado Montoro va por ahí.

En el debate social imprescindible antes de adoptar ninguna medida, lo primero que deberíamos hacer es constatar que no sirven más parches, porque el impulso dado con la reforma fiscal constituyente de 1978 hace décadas que quedó agotado. Al menos, desde que en 1993 comenzó a torcerse el rumbo de la suficiencia, la equidad y la eficiencia del sistema fiscal. Fue Solbes quien inició el camino de primar las rentas del ahorro y el capital frente a las del trabajo en el IRPF. Lejos queda en el recuerdo la progresividad del impuesto de sucesiones y donaciones de 1986, sobre todo si se compara con la regulación actual de unas CCAA inmersas en una carrera desfiscalizadora de la herencia guiada por el objetivo del dumping fiscal.

Además, sucesivas reformas parciales han convertido la fiscalidad española en una selva normativa en la que solo se mueve bien la elusión, la evasión y el fraude fiscal. Eso, sin olvidar los “errores”, que por reiterados se han convertido en opción consciente, en el tratamiento fiscal favorecedor de la propiedad de la vivienda y no el alquiler. Lo que sin duda alimentó al monstruo de la burbuja inmobiliaria, ya de por sí cebado por el bajo precio del dinero.

Por eso necesitamos una reforma en profundidad, que comporte una fuerte discontinuidad en la política fiscal que durante décadas han compartido el PP y el PSOE –con una clara indistinción ideológica–. Y siempre con la participación destacada de CiU y los intereses corporativos que defiende, vestidos de objetivos catalanistas.

Sin duda, el escenario político no es el mejor, pero no por ello debe abandonarse la batalla de las ideas y las políticas en un terreno, el de la fiscalidad, que es determinante para el modelo de sociedad, comenzando por recordar los principios rectores que la Constitución impone a la política fiscal: suficiencia en los ingresos para garantizar las funciones del Estado, equidad en los esfuerzos fiscales en función de capacidad económica, progresividad en la carga fiscal y eficiencia en su distribución.

Ello, a partir de una realidad que se sitúa en el extremo contrario. Hoy tenemos una fiscalidad insuficiente, con un diferencial de ingresos en relación a la media de la UE que, según fuentes de Eurostat para el 2012, es del 9,9% del PIB, o sea 100.000 millones de euros menos de ingresos fiscales. Una fiscalidad profundamente injusta en el reparto de los esfuerzos, que castiga a las rentas del trabajo frente a las del capital. Injusticia que tiene como principal causa un fraude socialmente muy extendido y sobre todo la elusión fiscal que practican los grandes patrimonios y las  corporaciones multinacionales. Una fiscalidad que ha perdido una buena parte de su progresividad. Una fiscalidad poco eficiente en el uso de los recursos, que se visualiza en la orientación de las inversiones en infraestructuras o en la debilidad de la fiscalidad ambiental, por citar dos ejemplos.

Y para cumplir los mandatos de suficiencia, equidad, progresividad y eficiencia, es condición imprescindible avanzar en la estabilidad normativa que dificulte la elusión y el fraude; la simplicidad reguladora, que no puede confundirse intencionadamente con menor progresividad en la carga fiscal y en la armonización fiscal española y europea. En una economía globalizada, la soberanía fiscal, para ser real y no ficticia, requiere caminar hacia la armonización, si no se quiere dejar en manos del capital global la orientación de las políticas.

Como quiera que la fiscalidad no depende solo de las leyes y la gestión tributaria es clave, resulta vital dotar de más medios para poder luchar eficientemente contra el fraude y la elusión fiscal. Y desgraciadamente, los últimos acontecimientos en la Agencia Tributaria confirman que el Gobierno no tiene voluntad política de atajar el fraude allí donde está más generalizado y hace más daño, los grandes contribuyentes. Y que, objetivamente, el PP actúa como aliado de los evasores y defraudadores fiscales.

Un último requerimiento: la política fiscal no puede continuar ignorando a los sectores sociales que son receptores netos de recursos públicos, los que viven el sistema fiscal por la cantidad y calidad de servicios públicos que reciben. Desgraciadamente para ellos, son los que tienen menos capacidad de presionar políticamente; porque no tienen instrumentos para generar opinión publicada y porque en muchas ocasiones se abstienen de decidir con su voto.

Algunos importantes medios de comunicación ya han comenzado a marcar el terreno al Gobierno, editorializando una vez más sobre la elevada presión fiscal española. ¿Elevada, para quién? No será para las grandes corporaciones, o para las SICAVS, o para los grandes patrimonios.

En materia fiscal, la "opinión publicada" juega un papel clave en la batalla política. Si hay un ámbito en el que los creadores de opinión no se substraen a su estatus económico, a los intereses de los grupos para los que trabajan, es el de la fiscalidad. Confunden sus intereses personales, de grupo social, con los intereses generales del país y contribuyen a la hegemonía ideológica de las políticas desfiscalizadoras. Y lo hacen aprovechándose del poder para dominar las mentes que comporta disponer de mecanismos para formar opinión en la ciudadanía.

Sin libertad para pensar, la democracia es débil; y sin medios de comunicación no sometidos al poder económico, no hay libertad real de pensamiento. Y la democracia pierde uno de sus atributos fundamentales, el de ser instrumento de igualdad social.

La reforma fiscal que necesitamos