viernes. 29.03.2024

Trump o la política de un visionario indecente

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“Todo lo que hagas por mí sin mí, será contra mí”.
(Sabiduría popular del África Central)


Confieso que, entre mis escasas cualidades, no poseo el don de la adivinación ni la capacidad de acierto de Bernie Sanders, senador demócrata de EEUU, con la que anticipó, como profeta bíblico, en una entrevista emitida en octubre en The Tonight Show por la NBC, lo que está ocurriendo e iba a declarar Donald Trump la noche del jueves pasado, como pésimo jugador y peor perdedor, en el resultado de las elecciones de EE UU. Como pirómano no sólo está prendiendo el fuego de la división y enfrentamiento sino quemando la propia Casa Blanca y, como “otro Sansón”, arremete empujando sus blancas columnas, gritando airado: “¡Muera Trump con todos los estadounidenses!”. No fui capaz de adivinar cómo iba a ser su gestión como presidente cuando titulé un artículo en Nueva Tribuna hace cuatro años, noviembre de 2016: “Un ‘payaso’ en la Casa Blanca”. Contemplando entonces su desagradable cara, la “calabaza espumosa” de su cabellera y sus ridículos gestos, pensé que durante su mandato iba a ser como la RAE define a los payasos: personas que hacen reír con sus dichos o gestos. ¡Jamás pretendí ofender con la comparación a los buenos y auténticos payasos! El resultado de su gestión y su indecente comportamiento está siendo, sí, el de un payaso, pero el payaso terrorífico, malvado y villano de “It”, personaje de la adaptación para la pantalla de la clásica novela de Stephen King, llamado Pennywise.

Desde la magia del teatro, el escenario construye e identifica al personaje, pero también, con frecuencia a la persona, aquella cuya vida es una permanente representación de la impostura. En mi opinión resulta difícil comprender, -se hace necesario un análisis profundo social y político-, de cómo 70 millones de estadounidenses han podido votar a Donald Trump; imagino que, para muchos, la mejoría no demostrada de la economía en EEUU ha podido ser el criterio decisivo de su voto; se hace imposible, sin embargo, asimilar este masivo voto, al analizar su gestión política y su indecente comportamiento, cercano a un trágico esperpento, ante la evidente y democrática victoria en estas elecciones de Joe Biden, acusándole de fraude electoral; su indecencia como persona y como político se ha hecho más patente, hasta llegar a cuestionar la legitimidad de la propia democracia estadounidense; en su soberbia locura pretende que todo el mundo trabaje para él y que la presidencia en la Casa Blanca le pertenece. Trump, desde la propia Casa Blanca, ha acusado sin pruebas a Joe Biden de querer “robarle” las elecciones con “votos ilegales”. En su loca necedad ignora que contar todos los votos está en el corazón de la democracia y traiciona con sus bulos y mentiras el sistema electoral estadounidense. No es demócrata, sino un indecente manipulador, extravagante, zafio, burdo y marrullero totalitario que ha inoculado entre los norteamericanos el veneno del odio y el supremacismo, utilizando los bulos como estrategias de guerra para ganar, para vencer. Refiriéndose a la política de Hitler decía Churchill que “hay ideologías con las que no se puede negociar, a las que sólo se puede vencer”.

Es posible que la elección de Donald Trump, como ya ocurrió en 2016, además de olvidos e ignorancias enfermizas de lo peligrosa que ha sido su gestión en estos cuatro años, continúe siendo una airada condena a tantos años de desigualdad en la que viven tantos ciudadanos norteamericanos, muchos de ellos que se sienten excluidos por su etnia o color, pero que no saben leer quién o quiénes son los responsables de su situación, inmersos en una globalización que beneficia a quienes ya lo tienen todo, pero que deja a los ciudadanos más débiles sumidos en una sensación de desamparo y abandono por la evolución de la economía, la sanidad y la cultura.

Lo más grave es que desde “La Casa Blanca”, por mantenerse ilegalmente en el poder, como “un caballo de Troya”, Trump está intentando arruinar la democracia americana, deslegitimando un sistema que durante más de dos siglos hicieron grande a América, no al modo que él representa y quiere, sino como gobernaron George Washington, John Adams, Andrew Jackson, Thomas Jefferson, James Polk, Abraham Lincoln, Theodore y Franklin D. Roosevelt, John Kennedy o Barack Obama; ellos no sólo han hecho grande a su nación sino que ha sido de alguna manera un ejemplo para las demás democracias del mundo occiental.

Donald Trump, pasará a la historia de la infamia democrática, como pasarán igualmente junto con él, Steve Bannon, el que fuera estratega jefe de “La Casa Blanca”, uno de sus más radicales e impresentables colaboradores, al afirmar en las redes sociales que “pondría las cabezas del doctor Anthony Fauci y del director del FBI, Christopher Wray, en picas en las dos esquinas de La Casa Blanca”. O las declaraciones de Donald Trump Jr., el hijo del presidente, en las que repetía las mismas acusaciones sin fundamento que su padre ha lanzado en las últimas horas sobre el supuesto robo electoral que está sufriendo; le pedía a su padre “ir a la guerra total por estas elecciones. ¡Es hora de limpiar este desastre y dejar de parecer una república bananera!”. O la creación de un grupo llamado “Stop The Steal” (¡parad el robo!) coordinador de protestas en todo el país, al contar con cientos de miles de miembros, para plantear una posible rebelión en caso de que Trump perdiera las elecciones. Un pueblo, infectado por el odio, es fácil que pase a la acción y la violencia. Si esto no es dividir y confrontar a los ciudadanos de EEUU, traicionar su constitución y su sistema democráticos, incitar a la venganza y dar cobertura a la subversión desde el despacho oval, con un resentimiento que lleva a buscar venganza, se me escapa ya distinguir qué es delito y qué no. Con una analogía excesiva -me la permito-, así como en Madrid la señora Ayuso está construyendo “un hospital de pandemias”, en EEUU se podría construir “un manicomio para votantes trumpistas” como los mencionados. Porque la realidad, le guste o no a Trump, es esta: que las urnas y la democracia norteamericana le han dicho: “You're fired”: “¡Está usted despedido!”. Y se va a ir, quiera o no, como persona con el mismo deshonor con el que ha interpretado su personaje durante cuatro años infaustos. Trump y “el trumpismo” han llevado sus acusaciones de fraude hasta el punto de poner en crisis el sistema democrático de EE UU. Se ha metido en un buen lío que le puede traer consecuencias legales una vez despedido de su “Despacho Oval”, desde el que ha maquinado y trabajado para sus propios intereses, los de su familia y sus amigos.

Pero el problema para la democracia de EEUU en este momento, no es sólo Trump y su equipo; como escribe Paul  Krugman en El País, por el momento, la derrota de Trump significaría evitar caer en el autoritarismo; también está en el escenario para su análisis lo extremista y antidemocrático que se ha convertido con el gobierno de Trump el actual Partido Republicano, que continúa en posición de obstaculizar o paralizar la capacidad de Biden como futuro presidente para abordar los enormes y plurales problemas a los que EEUU se enfrenta hasta llegar, en una distopía posible, a convertirse en un Estado fallido, es decir, un Estado cuyo Gobierno ya no es capaz de ejercer el control efectivo sobre una ciudadanía tan polarizada.

Trump, además de otras muchas cosas, no sólo es un visionario y un político indecente, sino un personaje patológico. Así lo afirmaba y firmaba, en carta abierta, el 14 de febrero de 2017, el doctor en psiquiatría Charles M. Blow, apoyada por 35 psiquiatras norteamericanos. Se expresaban en estos términos: “El discurso y las acciones del señor Trump demuestran una incapacidad para tolerar opiniones diferentes de las suyas, lo que le lleva a reacciones de cólera y rabia. Sus palabras y conducta sugieren una profunda incapacidad para sentir empatía. Los individuos con estos rasgos distorsionan la realidad para adaptarla a su estado psicológico, atacando los hechos y a quienes los transmiten (periodistas, científicos…). En un líder con mucho poder es probable que estos ataques aumenten, ya que su mito personal de grandeza parece que se confirma. Creemos que la grave inestabilidad emocional indicada por el discurso y las acciones del señor Trump lo hacen incapaz de servir con seguridad como presidente”.

La inestabilidad emocional siempre es peligrosa e imprevisible y así lo entendió Kant en su momento. Quince años antes de publicar su obra culmen, “Critica de la Razón Pura”, Kant escribió un pequeño texto “Los sueños de un visionario”; en esta obra denuncia con amarga ironía -había conocido al personaje del que escribe-, cómo funciona la mente de los crédulos que construyen realidades paralelas en torno a la superstición. Trata Kant de responder a los desvaríos de la obra de Emmanuel Swedenborg, un intelectual sueco cuyo pensamiento se desarrolla durante el siglo XVIII; un personaje como aquellos que, a la sombra de la extrema derecha, esparcen los bulos que alimentan los odios y los miedos. Swedenborg fue considerado por sus seguidores, que existen también en la actualidad, un nuevo profeta de Dios en la tierra. En “Los sueños de un visionario”, manifiesta Kant que solo escribe de aquello que ha visto con sus propios ojos; fue publicada en forma anónima, aunque de inmediato reivindicó su paternidad, con el fin de que la filosofía progresara; fue contumaz e insistente en alertar de los peligros que para el progreso de la especie humana implicaba quedar anclados en las sombras de la superstición y el fanatismo. Así iniciaba Kant el prólogo de su obra: “El reino de las sombras es el paraíso de los fantasiosos. En él encuentran una tierra sin límites donde pueden establecer a capricho su residencia. Vapores hipocondríacos, cuentos de viejas y prodigios conventuales les proporcionan sobrados materiales para construirla”.

Para los actuales seguidores de Swedenborg, miembros de la New Church (Nueva Iglesia), estos tiempos difíciles de miedo y ansiedad, en los que la pandemia puede ser castigo de Dios, hay que afrontarlos con la oración, pensando en la vida eterna, al preguntarse si es la voluntad de Dios crear los virus que nos envía como castigo. Pare ellos “Los sueños de un visionario”, de Kant, escrita en 1766, sobre su “visionario profeta Swedenborg”, con quien mantuvo correspondencia, carece de valor, dado su racionalismo crítico al no llegar a creer en los testimonios de los poderes sobrenaturales y las experiencias místicas que se proclamaban del nuevo profeta de Dios. Para el escritor sueco todos somos espíritus, y como tales, podemos contactar con otros espíritus, pero estas verdades, según Swedenborg, permanecen ocultas en informaciones cripticas que se encuentran en la Biblia. Kant, con el espíritu esclarecedor y crítico de la Ilustración que él defendía, analizando las extravagancias, sueños y desvaríos de la razón de este visionario sueco, criticó los fundamentos de su argumentación al no encontrar explicación satisfactoria ni base filosófica ni teológica en su pensamiento.

Algo parecido a los fieles de la “New Church” de Emmanuel Swedenborg, piensan y defienden los integrantes de QAnon, grupo de extrema derecha estadounidense, presente tambien ya en España; una de sus principales teorías es la de la conspiración; se basan en que existe una trama secreta organizada por un supuesto “Estado profundo” contra Donald Trump y sus seguidores, otros visionarios con delirantes alucinaciones, que juran y perjuran que todo lo que dice “el desnortado y visionario Trump” es cierto. Estos visionarios, como suele suceder, donde no hay nada que buscar, nunca encuentran “nada”. Tal vez recordando a Kant, pasado un tiempo, anotaría Francisco de Goya bajo uno de los dibujos en que con mano maestra había representado las tinieblas y fantasmas que el hombre lleva dentro de sí mismo, la siguiente frase: “El sueño de la razón produce monstruos”.

La dura realidad es que Trump, tanto en 2016 como en estas elecciones, ha obtenido 70 millones de votos, porque ha sabido explotar, con sus bulos y mentiras, las frustraciones y los agravios, legítimos por otra parte, a los que los partidos tradicionales no han sabido dar una respuesta convincente. Las preguntas son obligadas: ¿continuará el “trumpismo” sin Trump?; ¿se extenderá como el “virus” en otras naciones, de modo especial, en Europa? A la primera pregunta tendrán que responder los norteamericanos, de acuerdo con las políticas que deberá llevar a cabo quien sea su nuevo presidente. A la segunda, la respuesta ya la tenemos. Lo que nos ha causado y causa preocupación y ansiedad en Europa de los ciudadanos no es que Trump haya influido y dirigido el mundo, sino que nuestros políticos se parezcan cada vez más a él. Las democracias europeas están padeciendo y afrontando parecidos problemas y dificultades que estamos viendo en EEUU y, más importante aún, la creciente desafección por la Unión Europea que muchos ciudadanos de todos los países europeos están manteniendo al apostar más por sus identidades nacionales que por su ciudadanía europea. Es necesario recuperar la misión y el sentido que tuvieron sus fundadores, hoy en recesión. La Unión Europea recobrará su credibilidad y legitimidad si se afirma como una Europa de cooperación y no de competencia, fortaleciendo la diversidad de sus lenguas y culturas, en crisis hoy con el Brexit; una Europa abierta a la solidaridad no sólo entre los Estados miembro sino con acuerdos de cooperación con otros países que compartan objetivos comunes; una Unión Europea inclusiva y no excluyente: ecológica, defensora de las libertades y de la igualdad, luchadora contra la xenofobia y los estridentes nacionalismos y populismos, creadora de un marco jurídico común que promueva el desarrollo entre los Estados y de una economía social y solidaria. Una Unión Europea, en último término, más democrática. Y todo esto, trasladado íntegramente a España, en la que estamos padeciendo una crisis de merma democrática.

Hay que tener claro que el principio político más importante de una democracia no es que la mayoría decida, sino la premisa inicial y constitucional de que el pueblo es soberano. Expresamente lo dice el artículo 1.2 de la Constitución del 78: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. La democracia es un principio político que no puede confundirse con los medios que utiliza ni el resultado de una contabilidad puramente aritmética o cuantitativa de los votos. Que el voto tiene importancia, nadie lo duda, o no lo debería dudar, pero por sí mismo sólo es un medio técnico para consultar y conocer la opinión de la ciudadanía. La importancia que tiene el ciudadano en la democracia no se agota en su voto cada cuatro años y, una vez depositado en la urna, silenciar su derecho a opinar y decidir; mucho más importante es su participación activa y ejercer cuantos medios le permitan la legalidad constitucional de defender sus derechos para criticar la gestión de políticos, jueces e instituciones, incluida la monarquía, y expresar su rechazo o su aprobación, pues la democracia, la buena, la no traicionada, no sólo debe ser representativa sino, y sobre todo, participativa.

Nuestra democracia tal y como está planteada necesita reformularse, combinar representación con participación ciudadana, sin este cambio, no podremos evitar tres peligros que la ponen en riesgo: el populismo, tan peligroso para las minorías, la tecnocracia que lo es para la mayoría, y el antiparlamentarismo que lo es para la libertad. En democracia sus valores tienen como finalidad resaltar y cumplir las necesidades y aspiraciones legítimas de sus ciudadanos y sus instituciones para conformar y alcanzar los proyectos de vida que los ciudadanos en conjunto desean conseguir. Las dos reglas fundamentales de la democracia según el jurista, filósofo y politólogo italiano Norberto Bobbio, en cuya obra, “La defensa de la democracia”, se llevan a cabo a partir del realismo político y el pensamiento laico son: el sufragio universal y el principio de mayorías. Pero Bobbio no se queda aquí, la democracia encierra también valores que son los que sustentan las leyes. Entre los valores que rescata Bobbio están: la libertad y la igualdad, la solución pacífica de las controversias mediante el diálogo y el entendimiento entre posiciones distintas y la tolerancia como capacidad para admitir que existan formas de pensamiento diferentes de las propias, valores que los políticos deben garantizar. Bobbio consideró la actividad política como la posibilidad del desarrollo de la cultura, siempre y cuando asumiera la libertad, y no el impedimento material, psicológico o moral; la verdad y no la falsedad o el engaño; el espíritu crítico opuesto al espíritu dogmático y el diálogo, contrapuesto al silencio, la confrontación y la intolerancia. Es en estas premisas donde Bobbio considera que, si los derechos fundamentales ya están alcanzados y positivizados en las leyes y normas, lo importante no sería tanto fundamentarlos o definirlos, sino, más bien, protegerlos en tanto que limitan el poder político. La idea de democracia que establece Bobbio puede jugar un papel importante en ese giro deliberativo que diseña la filosofía política actual, a través de autores como Habermas y Rawls: ese giro lo sustenta la necesidad de la participación amplia de la ciudadanía en los asuntos públicos. Para Bobbio, en la democracia, el método a seguir debe ser diseñado de tal forma que las decisiones sean tomadas con el máximo grado de participación ciudadana y puedan contar con el máximo consenso.

Desde la pedagogía a cualquier profesor le preocupa y alerta en su trabajo que algo falla cuando los alumnos no son capaces de comprender lo que leen o no entienden las correctas y adaptadas explicaciones con las que les enseña. Igualmente, pero más peligroso es que quienes dirigen las instituciones del Estado no lleguen a saber leer ni comprender la realidad de la sociedad y el mundo en que vivimos y más peligroso (Trump o el rey emérito son un ejemplo), no llegar a distinguir lo que ética y democráticamente es bueno o malo; la realidad bien analizada e interpretada, es la verdad que se impone. Vivir bajo una burbuja significa reducir y limitar las percepciones de nuestro entorno, viendo solo aquello que queremos ver o que podemos apreciar. Quienes viven en una “burbuja” no quieren o no llegan a enterarse de lo que ocurre fuera. El único mecanismo para frenar la barbarie, el odio y la confrontación son las instituciones y la democracia; de ahí la obligación que tienen nuestros políticos de fortalecerlas. De esta reflexión deben tomar buena cuenta si no quieren que “el trumpismo” llegue a inocularse en los ciudadanos. La posible elección de Donald Trump, que tanto ha preocupado a Europa, ha puesto al descubierto la vulnerabilidad de las sociedades democráticas occidentales. Timothy Snyder, catedrático de Historia de la Universidad de Yale, en su trabajo “El camino hacia la no libertad”, hace una llamada de atención sobre la gravedad de la crisis de la democracia liberal y una excelente prueba de que el conocimiento de la historia es imprescindible para comprender las amenazas del presente, reflexiona sobre la verdadera naturaleza de las amenazas que se ciernen sobre la democracia y la legalidad y nos señala el camino en estos momentos de terrible incertidumbre.

Considero que las buenas ideas, como las de Snyder, no deben acabar arrojadas a la papelera, sino enriquecidas por otras mejores aún, otras ideas que no solo den respuesta a los problemas presentes, sino que analicen mejor la realidad, mejoren nuestros conocimientos y abran para el futuro nuevos caminos no explorados y no trabajados aún. Así progresan la democracia, los conocimientos, la ciencia y las sociedades.

Al acabar estas reflexiones los medios informativos dan la noticia de que Biden ha conseguido los votos necesarios para ser el próximo presidente de los EEUU de América. Para muchos, una buena y necesaria noticia, pues, cuando mañana despertemos, contradiciendo a Tito Monterroso, el dinosaurio ya no estará allí.

Trump o la política de un visionario indecente